Desde el adarve

María Dolores Rincón

Indulto

No sé si son las reiteradas imágenes del inicio del curso escolar las que me hacen evocar mis tiempos de bachillerato. No lo sé. El caso es que algo...

No sé si son las reiteradas imágenes del inicio del curso escolar las que me hacen evocar mis tiempos de bachillerato. No lo sé. El caso es que algo ha desempolvado recuerdos dormidos de aquellas clases. Pertenezco a una de esas promociones que tuvieron el privilegio de disfrutar de una enseñanza media de contenidos humanísticos envidiables. Puede ser cierto, como dice nuestro escritor ubetense, que uno es de donde estudió bachillerato. En realidad, la adolescencia, que coincide con esa etapa formativa, es yunque y martillo de la personalidad. En cierta medida, nuestros esquemas mentales se han ido configurando a partir de lo que nos enseñaron y aprendimos en aquel momento, a partir de las lecturas y las explicaciones de entonces. Tuve la suerte de que mi adolescencia se desarrollara en contacto con los clásicos gracias al magisterio de profesores a los que admiro. Ellos me acercaron a los escritores castellanos y a los grandes poetas del siglo XX sin hacer criba ideológica. Tuve esa suerte. A nuestros dieciséis años conocíamos la poesía de Antonio Machado y, casi a escondidas, el mismo profesor nos recitaba al poeta de Orihuela. Tuvimos mucha suerte. Pero sobre todo mi adolescencia estuvo embebida del Mundo Clásico. Mis profesores me familiarizaron con Virgilio, César o Cicerón; me ayudaron a escudriñar los hexámetros de Homero o la prosa de Jenofonte; me enseñaron a deleitarme examinando la arquitectura y la arqueología de las palabras para extraer su significado primigenio. Nos enseñaban a acariciar las frases, o desestructurarlas, para obtener su sentido y de esta manera íbamos percibiendo para siempre el valor de lo público, la nobleza de la política, el sentido del deber, el orgullo de pertenecer a una comunidad, la veneración a los ancianos, la compasión hacia el vencido, la exaltación de la dignidad del ser humano… y sobre todo el valor de las leyes como fundamento del estado de derecho. En este punto Sócrates, un filósofo ágrafo, uno de los más importantes de Occidente, me deslumbraba. Lo que más me sorprendía y admiraba de este ateniense era su templanza, su entereza, su honestidad ante la sentencia desatinada e injusta que lo condujo a la muerte. Me impresionaba su acatamiento de la ley hasta el punto de rechazar la oportunidad de huir para evitar la condena. Admiraba su coherencia que le hacía dar más importancia a la ley, como norma común que estructura el estado de derecho, que a la propia vida. Intuía entonces el valor profundamente ético de aquel gesto, última clase magistral ante el auditorio de sus discípulos. A mi me enseñó que es un deber democrático respetar las reglas de juego que se da la propia sociedad.

Y ahora me doy cuenta de que no son las fotografías del periódico sobre el inicio del curso escolar. No. Lo que ha desempolvado mi memoria son los titulares que recogen la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso de los ERE. Y lo que ha aguijoneado mi memoria es la palabra INDULTO, manejada por algunos que, sin duda, no tuvieron la suerte de oír hablar de Sócrates, de su respeto a las leyes y a la sentencia de los jueces, a pesar de que, en su caso, la sentencia fuera injusta.