Correcalles

Sonia Jiménez Tirado

La herencia y la querencia

Soy “Correcalles”, y esa es mi herencia: una herencia de memoria, de pertenencia y de querencia, más rica que cualquier caudal

Hay quienes miran atrás en el tiempo y contabilizan heredades: cúmulos de bienes materiales que han ido pasando de padres a hijos desde tiempos inmemoriales. Hay quienes levantan testamento y leen últimas voluntades para legitimar el peculio y los caudales de los que se marchan, lapidando detrás de un mármol tallado el esfuerzo y el trabajo de los que se convierten en polvo; aireando, muchas veces, el patrimonio y, otras tantas, relegándolo al olvido, a la ceniza y al dispendio.

Pero yo quiero hablaros de otra herencia, de esa que se compone de haberes inmateriales, de todas esas cosas que no necesitan escriturarse y que pasan de una generación a otra por derecho de sangre, como la pertenencia y la querencia a los lugares.

Porque ¿quién no guarda en la memoria el olor de la casa de sus abuelos? Díganme, ¿quién no ha vuelto a las calles en donde fue niño?, ¿quién no ha querido regresar a los brazos de su abuela? Díganme, si es que ya no tienen padres, ¿cuánto no darían por volver?



Y esa otra herencia que no consta en registro, que no tiene página, ni tomo, ni sección, que no posee más sustento que la memoria, que se sostiene únicamente en el recuerdo imborrable de los que fueron y de lo que fuimos estando con ellos, es la fortuna que ningún tiempo, por voraz que sea, nos puede arrebatar, ni nadie puede gastar.

Es, quizá, por otra parte, la querencia, de todas las cosas intangibles, la más bella de heredar: ese amor que nace de las entrañas hacia la tierra de la que procedemos; esa saudade que no te deja irte del todo, aunque te marches; esa nostalgia que te pide siempre volver; esa raíz invisible que te ancla y te atrae hacia la patria de los tuyos. Y es que, tal vez, alguna memoria sí que tiene la tierra, porque también ella nos recuerda, y en su silencio guarda nuestras huellas, nuestros pasos y hasta nuestras ausencias.

La herencia material puede agotarse, dividirse o desaparecer, pero la querencia permanece intacta, como un hilo invisible que nos cose a quienes fuimos y a quienes vendrán. Se transmite en los gestos, en las palabras, en la forma de mirar el horizonte o de sembrar un huerto, en las canciones que arrullaron la infancia y en los silencios que acompañaron el duelo. Es un legado que no se mide en oro ni en escrituras, sino en afectos, en recuerdos y en raíces compartidas.

Sea lo que fuere, de todo lo que nos pertenezca, sea legítimo o no, el nombre es la más contundente seña de identidad. Un nombre guarda historias, vidas, risas y fatigas; es una herencia que no se escribe, pero que se porta con orgullo.

Todo esto, para acabar diciendo que a mi bisabuelo Jacinto lo llamaron “Correcalles”, y que mi abuela materna, por Carmen “Correcalles”, era conocida en La Guardia de Jaén.

Soy, pues, “Correcalles”, y esa es mi herencia: una herencia de memoria, de pertenencia y de querencia, más rica que cualquier caudal, más eterna que cualquier testamento.