Agenda constitucional

Gerardo Ruiz-Rico

Israel no es una Democracia

La Democracia se mide sin duda por el respeto a los derechos y libertades

En el argumentario de algunas formaciones políticas existe una resistencia a llamar las cosas por su nombre. Me refiero obviamemente a calificar como genocidio la masacre sistemática y planificada del pueblo palestino que vive –agoniza- en la franja de Gaza. Me refiero igualmente, por identificar a quienes la justifican, a los partidos situados en la derecha del espectro político; léase Partido Popular y sus replicantes más ultras.

Cuando abordamos, como especialistas en Derecho Constitucional, en las primeras clases que se imparten en las aulas de la Facultad de Derecho el tema de la transición política en España, recurrimos a una ley clave para entender el significado del tránsito de una dictadura a la Democracia.



En aquella norma que facilitó ese tránsito con el que superamos como sociedad la historia cainita de nuestro país, se declaraba que el “La democracia, en el estado español, se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”. Y añade a continuación: “Los derechos fundamentales son inviolables y vinculan a todos los poderes del Estado”.

La ley para la Transición Políticasería aprobada por unas Cortes representativas sólo de un Estado autoritario (siempre lo fue hasta su extinción, y sin graduaciones con las que algunos quieran matizar su despotismo). Parece evidente que incluso para la clase política franquista la democracia suponía no sólo un “método” para canalizar la voluntad política de la sociedad hacia sus instituciones. Integraba también un contenido de valores, principios y derechos, sin los cuales esa definición quedaría incompleta.

Aunque es sólo una referencia paradigmática, me parece muy claro a efectos de simple pedagogía constitucional, que un verdadero estado democrático no lo es sólo por organizar de manera periódica unas elecciones para determinar quiénes deben representar al pueblo soberano. La Democracia se mide sin duda por el respeto a los derechos y libertades con los que se perfila el valor identitario de aquélla; esto es, la dignidad humana.

La conclusión es simple. Un régimen político que no respeta esa dignidad, o la limita exclusivamente a sus ciudadanos, no puede llamarse, ni nadie debería calificarlo como democrático. Lo contrario sería aceptar la idea de que ese mismo Estado ha decidido “cosificar” a quienes no son sus propios nacionales; regresar a los tiempos en donde la mayoría de la humanidad carecía de libertad, y se consideraba que había razas, etnias o grupos sociales inferiores, sin derecho a una vida digna, y menos aún a su propia existencia.

Si aplicamos estos parámetros al Estado de Israel, y a la brutalidad que está practicando con los gazatíes, resulta obvia la conclusión que encabeza esta reflexión. Se trata de un Estado que se ha puesto a la altura, y ha superado, a esos indeseables que juegan con la vida de los que no siguen sus consignas terroristas.

Va siendo hora, por tanto, de que esa parte de nuestros representantes políticos no se engañen a sí mismos intentando eludir el valor de esa palabra maldita: genocidio.