Comienzo esta temporada con un
artículo que escribí hace más de quince años. Lo recupero porque, por
desgracia, los incendios forestales han vuelto a ser actualidad este último
mes: en España se han calcinado casi 400 000 hectáreas. Como testigo cercano de
un gran incendio que aconteció en nuestras sierras a finales de agosto y
principios de septiembre de 2005, os dejo mi testimonio.
Se quemaron más de 5000 hectáreas de la Sierra de las Villas, en el Parque
Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas. Hubo unos 1500
desalojados y, aunque no se perdieron vidas humanas, las pérdidas de fauna,
flora y patrimonio forestal fueron cuantiosas.
Hace algunos años, mi hermano Paco me pidió que lo sustituyera en el reparto de prensa durante sus vacaciones. Él, con su furgoneta infatigable, recorre día tras día los caminos de la Sierra de Segura y Las Villas, llevando periódicos a quioscos, campings y papelerías. Más de cuatrocientos kilómetros diarios, desde Villacarrillo hasta Pontones, desde Villanueva hasta Segura.
Acepté, no solo por el respiro económico que suponía aquel trabajo, sino por el privilegio de adentrarme, durante varias jornadas seguidas, en el corazón de la Sierra.
En una de aquellas madrugadas, mientras cumplía con la ruta, me alcanzó la noticia como un relámpago: una tormenta seca, feroz y muda, había lanzado al cielo cientos de rayos que encendieron la montaña en múltiples focos de fuego.
Al amanecer, el reparto se multiplicó. Los diarios locales y nacionales aumentaban sus tiradas; todos —vecinos, turistas, viajeros— ansiaban comprender la magnitud del desastre.
Y fue en Villanueva del Arzobispo
donde el horror se me mostró sin máscaras: el fuego, antiguo dios destructor,
devoraba con furia el bosque.
«Vampiro traidor que destruyes sin piedad», pensé, mientras las llamas se
erguían como colmillos encendidos.
El humo enturbiaba el aire, y nubes grises caían sobre la tierra como un telón de tragedia.
En la plaza, un grupo de hombres
con trajes amarillos, tiznados y exhaustos, descansaba tras la interminable
batalla nocturna. Me acerqué a uno de ellos y le pregunté:
—¿Cómo va eso?
Con la voz quebrada, los ojos
hundidos y la rabia contenida, murmuró:
—Mi Sierra se está quemando.
No hizo falta más. Nos abrazamos y lloramos como hermanos desconocidos, unidos por una misma herida: «Nuestro bosque se quema, y con él arde un pedazo de nuestra alma».
Muchos recordaréis aquel mes de agosto en que hubo que evacuar familias enteras. Aquella herida colectiva no se borra, como tampoco se borra el recuerdo del abrazo de aquel retén que luchaba no solo por cumplir su deber, sino por defender su tierra, su bosque, su vida. Tras un breve descanso, volvió al combate, con el fuego aún reflejado en la mirada.
Hoy, los parajes han cambiado su fisonomía. La flora y la fauna se recuperan lentamente, como cicatrices que nos recuerdan el dolor vivido.
En aquella ocasión, la naturaleza fue la causa. Pero en otras —demasiadas— es la mano del hombre la que desata la destrucción: un vidrio abandonado que se vuelve lupa cruel, una barbacoa mal apagada, una colilla lanzada con desprecio desde la ventanilla de un coche. Imprudencias casi siempre; crímenes, a veces.
El bosque no es solo un lugar para recorrer o visitar: es un ser vivo que nos acoge, un corazón verde que late bajo nuestros pasos. Cuidémoslo, honremos su memoria y su fragilidad.
Porque cuando el bosque muere, no solo se apagan los árboles: también se apaga algo dentro de nosotros.
Los acontecimientos de este año han dejado a la intemperie una amalgama de sentimiento encontrados, que iré analizando con el paso del tiempo. No somos conscientes de la gran tragedia que supone el fuego en el bosque, en la montaña e incluso, en los pastos y campos de cultivo. Dejo mi deseo para que no se repita de esta forma tan brutal.
Nos vemos por las sendas de Jaén. No te pierdas…O sí, siempre respetando el entorno, y si dejas alguna huella, que sea tu pisada en el barro.