El senderista loco

Miguel Ángel Cañada

Un día lluvioso de marzo en la Sierra de Andújar

Sobre las piedras pulidas por la lluvia, el agua murmura su canción eterna. Son las mismas rocas donde los linces se desperezan al alba

 Un día lluvioso de marzo en la Sierra de Andújar

Paraje de Andújar.

Llueve con la prisa de quien sabe que pronto será olvido. La tierra bebe con ansia, pero el tiempo, voraz, despojará pronto a la sierra de su efímera humedad. Hay que entregarse a esta llovizna tenue, dejar que nos empape la piel, que nos haga suyos por un instante entre la arboleda imperfecta del Parque Natural de la Sierra de Andújar.

Nos zambullimos en la espesura desde algún rincón cercano al Cerro del Cabezo, donde la Virgen Morena, dice la leyenda, se apareció a un pastor trashumante llegado de las tierras granadinas de Colomera. Era el año 1227 cuando el milagro vistió de fe estas montañas. Aquí, en este paisaje salpicado de historias y cicatrices, aún resuenan ecos de un pasado lejano y de otro más cercano, donde, según quién lo narre, hubo triunfadores y vencidos… aunque yo nunca veré victoria en la muerte de un solo hombre.



Pero a mí, peregrino de los senderos, solo me mueve el deseo de descubrir nuevos horizontes.

Los caminos por los que perderse son pocos. Vallas y carteles de "Prohibido el paso" se alzan como murallas invisibles, y los pocos senderos que aún resisten son a veces saboteados por quienes ven en el caminante un intruso y no un soñador.

Hoy nos aventuramos por un tramo del GR-48 de Sierra Morena, donde, a ratos, el antiguo camino de Marmolejo le toma el pulso al paisaje. Es un sendero de historias y pisadas, una de las rutas de peregrinación hacia aquel lugar donde, dicen, se celebra la romería más antigua de España y la segunda más multitudinaria.

Escogimos los albores de marzo para caminar estas veredas. La lluvia, generosa y pasajera, ha perfumado el aire con el aliento húmedo del pino recién mojado, con el aroma velado de las encinas y con el tímido susurro de las jaras, que aún guardan su floración como un secreto. Algunas han comenzado a desplegar sus pétalos de papel arrugado, pero la mayoría siguen siendo capullos expectantes, anhelando el pistoletazo de salida de un sol que aún duda en despuntar.

Sobre las piedras pulidas por la lluvia, el agua murmura su canción eterna. Son las mismas rocas donde los linces se desperezan al alba, enroscando sus lomos mientras otean el horizonte. ¿Quién hubiera imaginado, hace unos años, que al caminar por estos senderos se podría divisar un lince ibérico, majestuoso y esquivo, perdiéndose entre las sombras?

La lluvia cesa y las nubes se abren en desbandada, dejando paso a un sol tímido, como si aún dudara de su derecho a reinar. En un tronco, una señal roja y blanca nos susurra el buen camino. Los arroyos se deslizan entre las encinas, esas que escaparon hacia el monte dejando atrás a sus hermanas, prisioneras en la dehesa.

Los pájaros retoman su algarabía: algunos remontan el vuelo, otros parlotean en sus lenguajes indescifrables. Dicen que hay dos reinas en la Sierra de Andújar: una, la que guía a miles de almas en su peregrinaje; la otra, la que alza sus alas inmensas y dibuja con su sombra la soberanía del aire. Es el águila imperial, que acaba de abandonar su nido oculto en lo más alto de un eucalipto. Árbol forastero, intruso que roba el alimento de la tierra y silencia el rumor del bosque, pero que ahora, paradójicamente, cobija a nuestra reina de los cielos.

El sendero podría llevarnos hasta Marmolejo, pero la ruta es larga y mis piernas inquietas, que tantas veces me han llevado lejos, hoy amenazan con sabotear el viaje. No importa, otro día será. Volvemos sobre nuestros propios pasos. En los charcos, testigos de la batalla entre la lluvia y la tierra, se reflejan nubes pardas, desdibujadas por el barro en su espejo efímero.

El aire huele a hierba fresca, a promesas de primavera. En el paisaje, pequeñas flores blancas y moradas han irrumpido sin pedir permiso, salpicando el verde con pinceladas caprichosas.

Regresamos entre pinares cuando, de pronto, unas ciervas detienen nuestro aliento. Silenciosas y elegantes, nos miran sin temor, rodeadas de crías que danzan en torpes saltos. Es un instante suspendido en el tiempo, un regalo inesperado.

Cruzamos de nuevo el arroyo, que ha bajado su pulso tras la lluvia. El puente de madera cruje bajo nuestros pasos. La jornada llega a su fin.

Otro día subiremos al Cabezo por la otra línea de agitación mariana, pero esa será otra historia que os contaré en otro momento, con alguna que otra anécdota sobre unos vasos de cerveza.

Nos vemos por las sendas de Jaén. No te pierdas… o piérdete, y encuentra lo que no sabías que buscabas.