Cuentan los viejos libros que, entre 1147 y 1169, Ibn Hamusk veló por la comarca de Saqüra, la Segura que hoy conocemos. Durante casi veinticinco años, este hombre —piedra firme junto al rey Lobo, su yerno— sostuvo la frontera oriental contra el avance almohade. Y en estas montañas dejó obras que aún respiran su memoria: el embalse de la Albuera, la presa que reposa como un animal dormido en el Trujala, y el rafal de Armujo, donde el agua obedecía a la inteligencia humana. Son trazos de una época en la que el agua modelaba la tierra con la precisión de un artesano, en pleno siglo XII de al-Ándalus.
Dicen también que la huella de aquel señorío quedó sembrada en los nombres del paisaje, como semillas que el tiempo se negó a borrar. Amurjo, fuente y remanso en Orcera, y esta peña —Peña Amusgo, Peñamujo, o simplemente La Peña— a la que hoy dirijo mi voz, conservan esa memoria desgastada pero viva.
Hablemos, entonces, de una de las atalayas más bellas de la Sierra de Segura: un balcón donde el tiempo parece plegarse y detenerse, donde —aseguran— Ibn Hamusk encontró la roca exacta para sostener su defensa. Desde allí se contempla un reino de montañas, un mapa que solo se abre de verdad a quien se eleva por encima de él.
La gran roca bicéfala se yergue dividida en dos almas, asomada al Guadalquivir que, domado hoy por el Tranco de Beas, refleja la historia como quien devuelve un secreto antiguo. Quien desciende desde el cerro El Talaíllo, con sus 1609 metros de silencio, entra sin darse cuenta en un escenario de piedra que mira al agua: un mar interior que despierta la memoria medieval de las tres cuencas vigiladas por Ibn Hamusk —Guadalquivir, Segura y Guadalimar—, como si cada una fuera un latido que él seguía atento.
El pino laricio derrama su verde profundo sobre el horizonte, donde se funde con el azul del embalse y el del cielo. Y la roca —enorme, herida, casi sagrada— se alza con la dignidad de quien nació del cielo mismo, en formas descomunales capaces de sostenerlo.
Ante tal grandeza, el caminante se reconoce pequeño, pero también partícipe de algo más amplio. Peña Amusgo, Peñamujo: lugar al que se debería acudir al menos una vez, como quien visita un santuario que pertenece tanto a la naturaleza como a la memoria. Son muchos los caminos para llegar, pero el más suave nace en la humilde aldea de El Artuñedo, donde las sendas parecen abrirse solas, como invitaciones silenciosas.
Muy cerca, las aldeas abandonadas —Las Espumaderas, Las Huelgas— cuentan otra historia, más reciente y no menos amarga: la de familias enteras que dejaron su hogar para que otros extendieran el dominio del Coto Nacional de Caza. Sus paredes descarnadas aún guardan el frío del desarraigo.
Tal vez, en alguna de esas sendas, nos crucemos sin vernos, en esos lugares donde la historia se aferra a la piedra y el viento murmura nombres que no quieren caer en el olvido. No temas perderte… o piérdete, si es que perderse también es, en el fondo, una forma de encontrar.