Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Mucho, mucho ruido

La política y los medios han perfeccionado una economía emocional donde cada semana España se rompe

Hay una cosa que la política española ha convertido en ciencia: producir crisis como quien embotella refrescos. Se fabrican, se distribuyen y se consumen a un ritmo industrial, con la peculiaridad de que ninguna sacia, ninguna alimenta y ninguna tiene efectos duraderos más allá del regusto ácido que dejan en la boca. La reciente condena al Fiscal General del Estado es solo el último producto de esta cadena de montaje: brillante por fuera, escandaloso en redes, de consumo rápido y, sobre todo, absolutamente irrelevante para cualquier persona que no viva profesionalmente de la indignación.

Porque la política y los medios han perfeccionado una economía emocional donde cada semana España se rompe, se recompone, se vuelve a romper y así hasta la muerte térmica del universo. Las “crisis institucionales” ya han perdido su capacidad de conmover. La ciudadanía se ha acostumbrado tanto a las alertas rojas que ya no oye ni la sirena. Nadie se cree nada, y eso, paradójicamente, es lo más antisistema que tenemos ahora mismo: no la protesta en la calle, no las nuevas organizaciones políticas, sino una indiferencia social sorda, persistente, que no necesita gritar para demostrar que ya no compra el producto.



Mientras tanto, la palabra “antisistema”, que en su día describía proyectos políticos que cuestionaban el poder, se ha convertido en un insulto que los propios guardianes del sistema utilizan entre ellos. La derecha acusa al Gobierno de vaciar instituciones con la pasión de quien ha descubierto la democracia ayer; la izquierda devuelve la pelota asegurando que la oposición prepara retrocesos civilizatorios que harían temblar al mismísimo Cicerón. Ambos discursos funcionan como dos megáfonos enfrentados, a todo volumen, que terminan anulándose mutuamente. En el centro del ruido solo queda una ciudadanía mirando el móvil y pensando que, si ambos bandos dicen que el otro es un peligro para la democracia, lo más probable es que ninguno tenga razón… o que la democracia aguante mejor de lo que sus supuestos defensores creen.

Ahí entra la parte realmente peligrosa: ese descreimiento generalizado está creciendo, no se articula políticamente y no tiene un cauce institucional. Flota. Se desplaza. Y cuando encuentra un canal que esquiva el ruido tradicional —un partido, un líder, un discurso— vota sin mirar atrás. Esto lo ha entendido solo un actor: la ultraderecha. No porque sea antisistema —nada les gustaría menos que desmontar el sistema que les ha dado voz, posiciones y recursos—, sino porque han tenido la astucia de ocupar el espacio simbólico que la izquierda decidió abandonar en nombre de la respetabilidad. Vox ha sabido interpelar a personas que se sienten perdedoras de la globalización, maltratadas por la burocracia, cansadas de la precariedad. Y lo ha hecho con un tono que huele a protesta y a revancha, aunque debajo solo haya una máquina perfectamente integrada en el sistema.

Mientras tanto, la izquierda institucional parece atrapada en una defensa casi litúrgica de la Constitución, el orden y la gobernanza. Una especie de progresismo administrativo, impecable en teoría, pero incapaz de hablarle a quien siente que su vida se desvanece entre alquileres imposibles, salarios insuficientes y servicios públicos que ya no responden como antes. El resultado es que la izquierda habla de instituciones, y la gente habla de supervivencia.

Volvamos al caso del Fiscal General. La condena es la mínima, el tipo básico, sin prisión. No estamos ante un crimen épico, sino ante una imprudencia profesional de quien tenía que ser el máximo garante de la imparcialidad estatal. El delito no derriba el Estado, pero sí deja claro que un poder público usó su posición para influir en una disputa política en la que participaba también el PP, el de Ayuso y Miguel Ángel Rodríguez. Dejémonos de rollos. Por ello, lo más relevante no está en el Código Penal, sino en la lectura moral que los partidos han hecho del caso, un caso político y no jurídico, donde su importancia es menor. El PP denuncia un asalto institucional olvidando, casualmente, que el origen del proceso es el fraude de un empresario en plena pandemia, novio de una de sus líderes. El PSOE denuncia una cacería judicial olvidando que el mismo tribunal al que acusa ha avalado condenas durísimas contra la corrupción conservadora. Ambos olvidan que no hemos conocido ningún FGE verdaderamente independiente del Gobierno y que no participara en política. ¿A quién le sorprende? El guion es siempre el mismo: el problema no es lo que se hace, sino quién lo hace. Una justicia a medida de cada relato.

En realidad, nada de esto es una amenaza para la democracia. Al contrario: que un Fiscal General pueda ser investigado, juzgado y condenado es una señal de salud institucional. Lo que sí amenaza a la democracia es el espectáculo permanente que rodea a estos episodios, la teatralización de cada conflicto, la conversión de cualquier irregularidad en un apocalipsis y de cualquier sentencia en una cruzada. Ese ruido no mejora la vida de nadie, pero desvía la atención de lo que sí importa: los salarios que no suben, la vivienda que se hace inalcanzable, la salud mental que se degrada, la productividad que no despega, la precariedad que devora décadas de esfuerzo.

La democracia no está en peligro porque un Fiscal General haya cometido un delito. Ha dimitido; es lo que debía hacer. Igualmente, si un empresario defrauda, se le juzga y se e condena y si una dirigente política comparte residencia o intereses con dicho defraudador, su responsabilidad pública queda comprometida, por lo que debería ser apartada. Eso ocurriría en una democracia que funciona. No hay drama. No hay colapso. No hay golpe institucional.

Nuestra democracia está en peligro porque hemos sustituido el debate político por un concurso de gritos y porque quienes deberían hablar de los problemas materiales compiten por ver quién dramatiza mejor la crisis de la semana.

Si alguna vez esta democracia se rompe, no será por el FGE. Será por agotamiento ante tanto ruido inútil, por irrelevancia, por puro cansancio de una ciudadanía que observa, silenciosa, cómo los actores del sistema se acusan de dinamitarlo mientras dejan sin atender aquello que realmente podría salvarlo.