Imagina un
corredor de piedra donde la voz del viento repite secretos que no caben en el
tiempo.
Un desfiladero profundo, con muros verticales que el agua y los siglos tallaron
a golpe de paciencia, dejando en sus entrañas los pliegues de la historia:
capas geológicas como páginas de un libro escrito por la Tierra para quien sepa
leer sin palabras.
Dicen los
sabios que aquí, donde hoy caminamos, el Quiebrajano fue el tapón de un lago
primigenio, un paleolago que soñaba con el cielo hace más de quince mil años.
Su fondo, ahora valle, guardó sedimentos fértiles, herencia mineral de aquella
inmensidad acuática. En otros tiempos lo llamaron Candelebrage, nombre
de fuego y misterio; hoy lo conocemos como Quiebrajano, eco de una
garganta que aún respira historia.
Entre las
cuevas que asoman al cauce —la de la Lámpara, la del Cañón, la de las Palomas
suspendida en lo alto— laten los latidos de quienes nos precedieron.
En sus paredes, el arte rupestre es una oración de piedra y pigmento: manos que
hablan desde hace seis milenios y miradas que aún nos observan desde el humo
del tiempo.
Bajo la arena de la Lámpara hubo un dolmen; otro más arriba, en la Cañada de la Bríncola, y un último vértice en el Collado de los Bastianes. Triángulo sagrado, herido por la ignorancia, pero aún vivo en la memoria de la tierra.
El investigador Juan A. López Cordero creyó ver aquí el paso de Asdrúbal, hermano de Aníbal, cuando las legiones de Escipión vencieron en Baécula.
Tal vez cruzó este cañón sin elefantes, solo con la sombra de la derrota pisando su espalda, buscando refugio entre estas rocas que siempre fueron frontera y esperanza.
Luego llegaron los árabes, y el valle se volvió jardín.
De las cenizas del lago nacieron huertos y pastos, y sobre las colinas se alzaron fortalezas: el castillo de Otíñar, aún en pie como un viejo guardián, y el de Cerro Calar, ya rendido al polvo.
Más tarde, los colonos cristianos del norte trajeron nombres nuevos —Otíñar, Bríncola, Valdearazo, Orozco— y caminos que iban a Granada, labrados sobre el rumor del río.
El tiempo, incansable albañil, siguió construyendo y borrando; los hombres se enfrentaron, se olvidaron, y solo la piedra mantuvo la memoria.
Y en medio de esa memoria pétrea, un hombre del siglo XX —el doctor Eduardo Arroyo— se detuvo con su cámara.
Sus fotografías, envejecidas como el papel de los sueños, nos devuelven los caminos suspendidos sobre el cauce, los pasos que el tiempo casi borró.
En sus imágenes, la luz se posa con respeto sobre los muros del Cañón, recordándonos que mirar también es una forma de preservar.
Hoy, entre los
saltos de la Bríncola y de la Cabra, el Cañón del Quiebrajano continúa
latiendo.
Sus profundidades son una máquina del tiempo: los siglos se disuelven como segundos,
los milenios respiran como horas.
Las rocas caídas se encajan unas sobre otras, componiendo un palacio natural
donde el ser humano se convierte en un insecto asombrado que cruza pasillos de
eternidad.
Nos vemos por
las sendas de Jaén.
No temas perderte: en este lugar, perderse es encontrarse con la historia, con
la Tierra y con uno mismo.
 
                     
                 
               
            