El senderista loco

Miguel Ángel Cañada

Llanos de Palomares, un lugar con mil historias

Una altiplanicie, a más de mil cien metros de altura, rodeada como si fuera un anfiteatro natural por los cerros Matamulos, Grajales y Palomares

 Llanos de Palomares, un lugar con mil historias

Foto: Miguel Ángel Cañada

Llanos de Palomares.

Hablar de los Llanos de Palomares es abrir un cofre antiguo lleno de voces, de pasos que se pierden entre los ecos del viento. Es hablar de aquellos que vivieron entre encinas y quejigos, y también de nosotros, los que llegamos con los pies gastados y el alma abierta, dispuestos a perder la noción del tiempo en esa penillanura suspendida entre cielo y tierra.

Antes de contar historias, hay que detenerse en el lugar. Una altiplanicie, a más de mil cien metros de altura, rodeada como si fuera un anfiteatro natural por los cerros Matamulos, Grajales y Palomares. Todo allí tiene un nombre que ha nacido de la tierra y de los hombres. Los llanos, anchos como la calma, están atravesados por una pista de tierra que une la Cañada de las Hazadillas con Cárcheles. Y hay montículos suaves, casi tímidos, que separan el campo abierto de otros pequeños claros, como el que se acuesta a los pies del Matamulos, mi rincón preferido, y el de cualquiera que alguna vez se haya detenido a escucharlo.



Ese llano guarda mi historia. O quizá yo guardo la suya.

Recuerdo una noche de invierno, al llegar a la Cruz de Chimba. El refugio estaba ocupado. No llevábamos tienda, ni pensábamos encontrar a nadie; en aquellos tiempos éramos pocos los que buscábamos el silencio de esas alturas para dormir. La oscuridad nos envolvía, el frío nos calaba, pero seguimos adelante, hacia el cortijo Las Pilas, que entonces aún respiraba, aunque fuera en abandono. Allí dormían caminantes, pastores y alguna sombra furtiva que huía de la mirada de la ley. Una vez, unos guardias civiles nos despertaron buscando a otros. Nos vieron con los cuerpos cansados y las manos vacías, y solo nos preguntaron si no dormiríamos mejor en casa. Pero la casa, esa noche, era el campo.

Cuando llegamos al llano, la niebla lo había tomado todo. No como amenaza, sino como un velo sagrado. Nuestros pies desaparecieron. El suelo era nube y el cielo, una sábana de estrellas. Caminábamos como en un sueño. Cada paso era una decisión delicada, una danza con la piedra invisible. El frío no podía vencernos. Había belleza en esa escena sin artificios: el cuerpo suspendido en la neblina, el alma despierta, la noche viva.

Ese llano, cuando la lluvia llega, se transforma. Al fondo nace una pequeña laguna. No es honda, pero basta. Beben de ella el ganado del pastoreo y también los animales salvajes que todavía habitan en aquella zona. Es un espejo breve, pero suficiente para reflejar la vida.

Allí, entre los arbustos, hay piedras con formas extrañas. Algunas parecen huevos partidos, con un centro rojizo como si escondieran un fuego antiguo. Jugábamos a imaginar que eran fósiles, restos de un tiempo detenido por una hecatombe. Nos inventábamos aterrizajes de ovnis, luces ocultas, avionetas caídas. Cualquier cosa podía ser verdad en ese rincón sin testigos. Éramos jóvenes, y todo lo posible vivía en nosotros.

Después, con los años, regresamos distintos. Más serenos, tal vez. Pero con los ojos aún encendidos. En ese mismo llano, lejos del ruido y la luz de la ciudad, aprendimos a mirar el cielo como lo hacían los antiguos. Las Perseidas en agosto eran una lluvia lenta de promesas. Recuerdo una Nochebuena, en el cortijo de Las Pilas. Chimenea encendida, aire puro, un cielo tan limpio que parecía recién creado. Nos quedamos mirando en silencio. No había palabras que pudieran competir con tanta estrella.

Pero no solo de sueños se nutre este lugar. También guarda memoria de quienes lo trabajaron. A finales del siglo XIX, y bien entrado el XX, los rancheros subían con sus familias a estas soledades. Venían a hacer carbón, a transformar leña en sustento. Construían chozos de piedra: uno para los animales, otro para los hijos, para los cuerpos cansados que se abrigaban con trabajo. Eran vidas duras, de jornadas largas, de manos que conocían la tierra por dentro. Pastores, arrieros, recoveros, agricultores que abrían la roca para sembrar un pedazo de esperanza.

Yo podría contarte mil historias. Las mías. Las de los otros. Todas esas que el viento guarda entre encinas y espinos. Porque los Llanos de Palomares impresionan la primera vez, sí. Pero lo que de verdad asombra es que siguen impresionando cada vez que vuelves.

Nos vemos por las sendas de Jaén.

No te pierdas… o sí.