Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Clase improductiva

Si de verdad creéis en el mercado y en la competencia, sed los primeros en alzar la voz contra los rentistas 2.0

El problema de la vivienda en España no deja de generar noticias y debates. Ya decíamos por aquí hace unas semanas que la subida de los precios estaba alcanzando niveles no vistos desde 2007. Este aumento, debido a factores como el desajuste entre la oferta y la demanda, la concentración de la propiedad en pocas manos y la especulación inmobiliaria, está dificultando el acceso a la vivienda especialmente para los jóvenes, cuyo porcentaje de independencia ha caído a mínimos históricos.

Así, el Banco de España ya ha advertido que los precios superan los niveles de equilibrio de largo plazo, lo que recuerda a los años previos al estallido de la burbuja: oferta limitada, demanda creciente, precios que suben más rápido que los salarios y especulación por doquier, con inversores que acaparan propiedades y limitan el acceso a la vivienda de la población. Por ello, el Gobierno ha propuesto estos días un pacto para triplicar la inversión pública en vivienda, hasta los 7 mil millones de euros, y penalizar fiscalmente a quienes posean viviendas vacías. Sin embargo, la efectividad de estas políticas aún está por verse, entre otras cosas porque ya tenemos experiencia en adoptar medidas como ésta, que aún necesaria no puede ser la única, ya que refuerzan el modelo inmobiliario español en lugar de corregirlo. Es decir, si estamos en una burbuja inmobiliaria, intentar actuar sólo para que más españoles se incorporen al negocio especulativo no parece una buena idea para frenarla, si no, al contrario, es ideal para inflarla aún más.



De la misma forma, algunos promotores inmobiliarios, alarmados sobre la posibilidad de que el mercado pueda “colapsar en un par de años”, han planteado la posibilidad de hipotecas a 70 años heredables como una solución para hacer más accesible la compra de vivienda en España. Esta “ayuda” para acceder a la financiación puede significar que muchas personas pasarían toda su vida pagando su vivienda, lo que generaría una carga financiera difícil de sostener, además de asegurar que serán sus herederos los que terminarán pagando la deuda.

Cuando lo leí, la semana pasada, me quedé pensando: “hipotecas a 70 años heredables… ¿a qué me suena eso?” Y, justo mientras repasaba con mi hijo su examen sobre las clases sociales en la Edad Media, caí: la vuelta de la servidumbre. Volver a aquellos hombres libres pero que seguían dependiendo del señor feudal porque éste tenía la propiedad final de la tierra, sujeta a obligaciones que los siervos debían cumplir con el señor, tanto en forma de trabajo como de productos o dinero, y que se heredaban a sus hijos. Si la tierra era en ese momento la base de la riqueza y el poder feudal, la vivienda lo puede ser ahora, en este neofeudalismo especulativo al que nos dirigen.

Bueno, dirán ustedes, una idea extravagante y “cogida con pinzas” para justificar su crítica. No vivimos en la España feudal ni nada parecido; ya acabamos con eso afortunadamente. Pero el caso es que, al día siguiente, me encontré con otra señal. No sé si han visto ustedes en redes sociales el vídeo del debate en Catalunya Radio entre una portavoz de un Sindicato de Inquilinos y la presidenta de una patronal de propietarios. En un momento dado, la “rentista”, porque así se identifica la representante de los propietarios asegura que «tener inquilinos es como tener hijos. Te enteras si se separan, si se divorcian, si se muere la pareja, si pierden el trabajo, si tienen goteras, si se les estropea la caldera… es un “incordio”, perdona que lo diga así.» Pues sí, una auténtica desgracia la actividad que deben realizar estos rentistas. Todos sabemos que tener hijos es un incordio y que no está pagado suficientemente. Normal, por ello, que los precios suban y suban, intentando compensar una actividad tan desagradable. Menuda caradura; la misma que los rentistas medievales.

Imaginemos por un momento que Adam Smith se despertara de su largo sueño ilustrado y aterrizara en la España de 2025. Es probable que le diera un pasmo al ver que los rentistas que tanto criticó en La riqueza de las naciones han mutado y se han multiplicado; que ya no llevan peluca ni cazan zorros en sus tierras, sino que ahora tienen aplicaciones móviles para gestionar sus decenas de pisos turísticos; que ahora son fondos de inversión que compran edificios enteros para alquilar al mejor postor.

Smith, que no era precisamente un radical comunista, advirtió en su momento que los terratenientes (los rentistas de su época) “se enriquecen a costa de todos”, porque su renta es un precio que pagamos por el simple hecho de que la tierra (o la vivienda) es un recurso escaso. Su actividad económica consistía, básicamente, en sentarse a esperar mientras otros —comerciantes y trabajadores— generaban la verdadera riqueza. La renta, en ese esquema, era un impuesto privado que distorsionaba el mercado. Los rentistas, como ahora, no contribuían directamente a la producción de riqueza, a diferencia de los empresarios (capitalistas productivos) y los trabajadores. Para Smith la renta de la tierra era un ingreso pasivo y, en consecuencia, considera a los rentistas como una clase menos productiva y, en cierto modo, parasitaria.

Ahora que lo pienso, ¿no suena esto terriblemente actual? Hemos sustituido a los viejos terratenientes por multipropietarios con carteras de pisos y fondos de inversión inmobiliaria (SOCIMIs y similares) que han convertido la vivienda en el nuevo oro líquido. Se dedican a comprar a precio de saldo y luego inflar el alquiler hasta donde el mercado —o el miedo a quedarse sin techo— lo permita. Mientras tanto, los salarios se estancan y la oferta pública de vivienda brilla por su ausencia.

Lo más fascinante —y aquí viene la ironía— es que algunos liberales de tertulia y columnista de café defienden a estos nuevos rentistas con la misma fe que un fan de la Selección el día del debut en el Mundial. Se nos dice que los fondos de inversión son la encarnación del libre mercado, y que el derecho a rentabilizar un piso (o veinte) es sagrado. Pero si hacemos un poco de memoria económica —y recordamos a Smith— descubrimos que, para el padre del liberalismo, el verdadero enemigo de la competencia eran precisamente los rentistas.

En su época, la renta era el resultado del privilegio de propiedad de la tierra, que se transmitía por herencia o por compra, pero que no tenía nada que ver con crear riqueza productiva. El rentista simplemente cobraba a quienes querían cultivar o habitar esa tierra. Hoy, el multipropietario cobra a quienes quieren algo tan revolucionario como vivir bajo techo. En ambos casos, el resultado es el mismo: el rentista no invierte en productividad, ni en innovación, ni en mejorar la economía; se limita a aprovechar la escasez y el poder de su posición.

Adam Smith lo dejó claro: el interés de los rentistas suele ser “directamente opuesto al interés de la sociedad”, porque su renta sube cuando los demás pagan más por lo mismo. Si se encarece la tierra o la vivienda, el rentista aplaude. Si baja, llora. No hay incentivos para producir más o mejor, ni para ofrecer un servicio más competitivo, porque la renta es un ingreso pasivo, garantizado por la propiedad y la escasez.

Aquí es donde debería entrar la crítica liberal. Porque si algo defendía Smith —y después, John Stuart Mill, David Ricardo y compañía— era que la competencia y la productividad son las claves para que el mercado funcione bien. Pero los rentistas, ayer y hoy, son enemigos de la competencia. Al vivir de un recurso escaso y de la regulación (o la falta de ella), bloquean el acceso a la vivienda y distorsionan el mercado.

Por eso resulta tan chocante que muchos liberales —al menos de boquilla— acepten sin rechistar la financiarización de la vivienda. Mientras se nos inunda con discursos sobre la eficiencia del mercado y el emprendimiento, resulta que el mayor negocio en el mercado inmobiliario no es construir, ni reformar, ni mejorar; es comprar barato y alquilar caro, a ser posible a través de un fondo de inversión que apenas paga impuestos. El capitalismo productivo —el que construye fábricas, contrata trabajadores y se la juega para crear riqueza— queda relegado a un segundo plano, mientras el rentismo inmobiliario se lleva el aplauso.

En este sentido, Adam Smith nos da una lección que deberíamos recordar: el capitalismo productivo necesita competencia y dinamismo, y el rentismo es su parásito natural. Si de verdad queremos un mercado libre que funcione y beneficie a la mayoría, deberíamos estar luchando contra la concentración de viviendas en manos de unos pocos, y fomentando que se construya vivienda asequible, pública y privada, para que la competencia funcione de verdad.

Como en tiempos de Smith, la especulación con activos escasos (tierra antes, vivienda ahora) restringe el acceso a un bien esencial y genera desigualdad social. Los verdaderos liberales creían que la competencia y el libre mercado (con ciertos límites) ayudarían a reducir el poder de los rentistas, por lo que hoy tendrían claro dónde tendría que estar. Enfrente de los propietarios y exigiendo la regulación del mercado del alquiler (topes o índices de precios, mayor transparencia, etc.), un aumento de la oferta de vivienda pública o social, una subida del gravamen de las rentas de capital inmobiliario de forma progresiva y luchando contra la concentración de la propiedad mediante políticas antimonopolio. Es decir, en contra de la clase improductiva que nos perjudica a todos como sociedad, para salir de este Feudalismo 2.0.

Así que, amigos liberales, aquí va el reto: si de verdad creéis en el mercado y en la competencia, sed los primeros en alzar la voz contra los rentistas 2.0 que viven de la escasez y nos alquilan nuestras propias ciudades a precio de oro. Porque, como decía Adam Smith: “Los rentistas se enriquecen a costa de todos”. Y, hasta donde yo sé, eso no tiene nada de liberal.