Durante décadas, España ha cimentado buena parte de su modelo económico, social e incluso identitario sobre un pilar que hoy se tambalea: el acceso a la vivienda. Comprarse una casa ha sido, para varias generaciones, la aspiración suprema, casi un rito de paso hacia la vida adulta. Se podría considerar que esta aspiración social fue elevada a “dogma de fe”, una verdad revelada por alguna autoridad casi divina y que es aceptada como infalible e indiscutible. De esta forma, nuestra fe en el sector inmobiliario, en la construcción y en la vivienda, se ha mantenido inquebrantable a pesar de los pesares. No en vano, el lema no escrito del llamado milagro inmobiliario español era claro: mejor pagar una hipoteca que tirar el dinero en un alquiler. Así fuimos construyendo un imaginario colectivo donde ser propietario no solo era deseable, sino casi obligatorio, una invocación divina al paraíso.
Sin embargo, si buceamos nuestra historia más reciente, la autoridad responsable de este constructo se antoja más terrenal. Se suele identificar a José Luis Arrese, ministro de Vivienda franquista, como el responsable de una idea de evidente carga política y social: "Hagamos un país de propietarios, no de proletarios". Se consiguió y de aquellos polvos, estos lodos.
Esta fe en el ladrillo es la responsable última de la crisis de la vivienda en España. Si tomamos, por ejemplo, otra de las patas de ese dogma asentado desde la Dictadura, como es el de que “garantizar el acceso a la vivienda requiere de más construcción”, la solución estaría clara. Pero nunca nos ha funcionado. A pesar de haber estado décadas construyendo por encima de nuestras necesidades, hasta el punto de ser el sexto país de la OCDE con más viviendas por habitante, los precios no han dejado de subir. Y es que la mera construcción de viviendas no supone en sí misma un aumento de la accesibilidad, sino que ésta depende del contexto económico y legislativo. La construcción descontrolada sólo nos ha traído el aumento de los precios, ha agrandado las brechas sociales y ha degradado el medioambiente.
Hoy nos enfrentamos a un mercado de la vivienda desbocado, especialmente en las grandes ciudades y zonas turísticas, donde comprar o alquilar se ha vuelto un lujo. La juventud vive atrapada en una paradoja: necesita emanciparse para construir su vida, pero no puede pagar los precios del mercado. El resultado es un retraso crónico en la edad de independencia, una natalidad en mínimos históricos y un profundo sentimiento de frustración y precariedad. Los datos muestran que los jóvenes participan cada vez menos en el mercado de la vivienda, y no por pérdida de interés, sino por la sensación de que el mercado está fuera de su alcance. Ya ni siquiera buscan, siendo plenamente conscientes de la dificultad para encontrar una vivienda ajustada a sus posibilidades.
Cuando un dogma de fe falla, habrá que cuestionarlo y, para ello, nada mejor que empezar por su primera afirmación. Ya hemos visto que a pesar de que se hayan construido más viviendas, el precio no ha bajado y esto se debe a que, a diferencia de otros bienes, la vivienda no se rige sólo por la ley de oferta y demanda, sino que depende de un recurso que puede escasear, el suelo, y cuyo valor depende de su ubicación en determinados núcleos. Esto hace que el valor del suelo no varíe a pesar del nivel de la construcción, y, por tanto, tampoco varía el precio de la vivienda. Sobre esta realidad es donde hay que actuar política y socialmente, pero rara vez se hace. El suelo se ha convertido en una mercancía sobre la que asentar toda la fe, la de la recalificación y el pelotazo urbanístico.
Por tanto, ¿en qué hemos fallado? La respuesta es incómoda, pero evidente: fallamos al confiarlo todo al ladrillo, en esa fe ciega en un negocio especulativo sin control. Fallamos al convertir un derecho en una mercancía, y una necesidad básica en un activo de inversión. Mientras países de nuestro entorno regulaban el suelo y desarrollaban robustos parques de vivienda pública, nosotros apostábamos por el casino de los mercados y la propiedad privada como solución universal. Y cuando llegaron las vacas flacas, nos quedamos sin red.
Hoy, apenas el 2% del parque de viviendas en España es de titularidad pública y en alquiler social, frente al 15-20% de países como Austria o Países Bajos. No solo construimos poco para alquiler asequible, sino que lo poco que hicimos acabó muchas veces en manos privadas por la vía de la venta o la especulación. Y mientras tanto, los fondos de inversión —grandes y pequeños— han encontrado en nuestro país un filón para convertir viviendas en productos financieros. Hoy en día, el acceso a la vivienda ya no depende solo del esfuerzo, sino de herencias, contactos o suerte. Es el nuevo factor de desigualdad intergeneracional.
Esta situación no se resuelve simplemente construyendo más. De hecho, construir más sin un modelo social detrás puede agravar el problema. Ya lo vimos en la burbuja de 2008: se levantaron urbanizaciones enteras donde no vivía nadie, se recalificaron suelos sin sentido y se vendió la ilusión de que el crecimiento era infinito. Pero la vivienda no es solo ladrillo; es comunidad, tejido urbano, dignidad y futuro.
El primer paso es asumir que el mercado, por sí solo, no garantiza el derecho a la vivienda. Se necesita una acción pública decidida, valiente y sostenida en el tiempo. Esto implica recuperar suelo para vivienda pública, blindar legalmente que ésta no se pueda vender a fondos especulativos, y regular el alquiler en zonas tensionadas para frenar la espiral de precios. También implica gravar la vivienda vacía en manos de grandes tenedores y poner en marcha políticas que desincentiven su uso como mero activo financiero.
Además, es urgente repensar el imaginario social del propietario como modelo único. Vivir de alquiler no debería ser sinónimo de inseguridad o fracaso. Para ello, hay que construir un parque estable de alquiler asequible, fomentar cooperativas, cesiones de uso y modelos de vivienda colaborativa. Y, por supuesto, garantizar que quienes viven de alquiler tengan estabilidad, protección y precios justos.
No se trata de demonizar la propiedad, sino de ponerla en su sitio. El problema no es que alguien quiera tener una casa en propiedad, sino que esa aspiración se haya convertido en la única vía posible, y que todo el sistema —legal, económico y cultural— se haya articulado en torno a ella. Esa rigidez ha dejado fuera a millones de personas que no pueden, no quieren o no deben hipotecarse de por vida. No se trata de limitar el derecho a la propiedad sino de que ese derecho no sea la excusa para permitir el negocio de los multipropietarios rentistas y de los fondos que especulan con un bien de primera necesidad, igual que no lo permitiríamos con la comida, el agua o electricidad.
La fe en la construcción y la vivienda en propiedad no nos ha abandonado, a pesar de haber mostrado su infalibilidad. A diferencia del regulado sector del ladrillo en otros países europeos, donde se aboga por viviendas de calidad, con regulación medioambiental y beneficio limitado al interés general, en España sigue primando el compadreo entre constructores y Administraciones que evitan el control y fiscalización de un derecho constitucional como debería de ser la vivienda.
España necesita un giro cultural y político en su forma de entender la vivienda. No podemos seguir aceptando que una necesidad básica esté sometida a las reglas de un mercado voraz. Ni resignarnos a que la juventud vea su vida bloqueada por no poder pagar un alquiler. El derecho a la vivienda debe volver al centro del debate. Y eso no se logra con más grúas, sino con más compromiso, más regulación, más justicia social. Para superar el dogma del ladrillo, deberíamos empezar a entender que garantizar el derecho a la vivienda sólo se consigue construyendo menos y construyendo mejor.
Porque una sociedad donde solo unos pocos pueden permitirse un hogar digno no es una sociedad libre. Y porque, al final, lo que está en juego no es solo dónde vivimos, sino cómo queremos vivir.