En esta era de hiperconectividad e inmediatez, donde la visibilidad es moneda de cambio y las redes sociales amplifican cada palabra, cuando cada declaración puede convertirse en un titular y cada opinión en un campo de batalla digital, la neutralidad de las figuras públicas frente a temas sociales y políticos no es simplemente una opción personal, sino una declaración con implicaciones éticas y, sobre todo, económicas. Muchos “famosos”, signifique lo que signifique esto, se enfrentan a un dilema constante: ¿deben pronunciarse sobre temas sensibles o es mejor guardar silencio? ¿Cómo les va a repercutir el hecho de que sus opiniones sean conocidas? Les anticipo que no tengo una respuesta pero sí muchas preguntas.
La reciente polémica en torno a Melody y su postura sobre Israel en Eurovisión nos vuelve a mostrar cómo el silencio o las declaraciones ambiguas pueden ser interpretadas como posicionamientos en sí mismos, generando debates sobre la responsabilidad de quienes ocupan espacios de influencia y condicionando el comportamiento tanto de la figura pública como de los distintos grupos de opinión, e interés, que se crean sobre multitud de temas.
Ya sabemos todos que, además de las críticas sobre la cuestión “artística” y su papel en el certamen (lo normal, por cierto; tanto las críticas como el pobre papel de España), la cantante ha estado en el foco por su postura frente a la inclusión de Israel en Eurovisión. Y, a pesar de que haya alegado restricciones contractuales que le impedían hacer declaraciones políticas, lo que se ha demostrado incierto, esta ambigüedad ha generado cuestionamientos sobre si su silencio no era más que una estrategia para evitar controversias, por el temor a repercusiones, lo cual es más habitual de lo que podamos pensar. Y tanto es así que es posible que sus comportamientos posteriores (a que medios acude, con quien habla, quién le ataca o quién le defiende, etc.) no sean más que episodios de esa “guerra de opinión”, con sus respectivos bandos, en la que se sitúa cualquier cuestión pública.
Como decíamos antes, este no es más que un nuevo ejemplo del debate sobre cómo y quienes determinan los debates de opinión públicos. Y las posiciones son diversas. Desde un punto de vista ético, se podría decir que los personajes públicos, más allá de las cláusulas contractuales, tienen la responsabilidad ética de posicionarse frente a situaciones de injusticia, ya que como parte de la sociedad no pueden desvincularse de la realidad social y política, y, por su relevancia e influencia, tienen un papel de mayor responsabilidad. Desde una posición individual, sin embargo, es necesario señalar que nadie tiene la obligación de expresar públicamente sus opiniones privadas, especialmente cuando no tiene formación ni responsabilidad en los hechos sobre los que se le pide opinión. Y, menos aún, cuando esta opinión les puede acarrear un perjuicio económico y/o profesional.
Incluso, socialmente, se podría discutir si aporta algo positivo el pronunciamiento sobre determinadas cuestiones de personajes que no tienen conocimientos sobre ellos pero que sí pueden generar corrientes de opinión pública a favor de cualquier argumento erróneo o incluso descabellado que se les pueda pasar por la cabeza. Es decir, ¿nos sirve de algo lo que pueda pensar de geopolítica, cuestiones de Estado o economía, un tenista o un cantante? ¿Tiene que darnos su opinión? No necesariamente, y tampoco debe de importarnos públicamente. Eso no significa que no tengan opinión, como algunos quieren hacernos creer, o que su opinión deba ser tenida en cuenta o respetada. Es posible que tengan una opinión que sepan que no es “respetable” o “políticamente correcta” y de ahí su temor a hacerla pública. ¿Están en su derecho? Por supuesto. En un mundo en que la imagen lo es todo, es normal que se preocupen por una imagen que les reporta beneficios económicos.
En el caso concreto de Melody, yo puedo pensar que pronunciarse sobre el genocidio de Israel en Gaza no es una cuestión política sino de simple humanidad. Pero, por un lado, ¿cómo le vamos a pedir a una cantante que se pronuncie sobre una cuestión a la que Feijóo le tiene miedo, por lo que se refiere a ella con la boca pequeña, y que aún es negada por Ayuso? Y, por otro lado, ¿qué importa que Melody pueda pensar del tema lo mismo que Ayuso? ¿Qué tiene que ver eso con su canción y su actuación? Me preocupa más que alguien con responsabilidad, como la presidenta de una Comunidad Autónoma, sea capaz de negar y defender una masacre de estas características. Porque, a estas alturas, cansados de ver y permitir tanta barbarie, lo de menos es lo que pensemos unos y otros de lo que está pasando en Gaza. Está claro que se trata de un genocidio; es incuestionable que Occidente, la OTAN, EEUU y la UE, y todos los que usted quiera nombrar, lo permiten por intereses económicos y políticos; es indudable que si se tratara de cualquier otra población, incluso con grupos terroristas bárbaros de por medio, como Hamás, se habría detenido hace tiempo; … Son tantas las evidencias de la responsabilidad ante la masacre que está de más cualquier “pero”, cualquier objeción, por parte de Israel y sus aliados, tanto países como aquellos que los justifican.
Llevamos 54 mil muertes, 17 mil de ellos niños y 800 con menos de un año. 14 mil más muriéndose de hambre. ¿Necesitamos saber qué piensa tal o cual “artista”? ¿Qué más da? La cuestión es quién y por qué no detiene a Israel. Nada más. Lo demás son debates para distraer la atención. Exactamente igual no es necesario discutir si se trata de un genocidio o no. El propio debate descalifica a quien lo promueve. Porque el problema real es que se permita que Ayuso y alguno más (parece que Feijóo, siguiendo a Moreno Bonilla, va reculando conforme más voces en Occidente se dan cuenta del tamaño de la barbarie), siguen justificando esta situación como la defensa justa y proporcionada de una democracia. Aunque no nos pueda extrañar de quienes ni piden perdón por los 228 muertos de la DANA o los 7.291 en las residencias.
Israel lleva atacando Gaza desde el día después de los atentados de Hamás en octubre de 2023. Pero esa defensa frente a un ataque no puede jamás servir para la matanza de miles de civiles, los ataques sistemáticos a hospitales y cultivos, el desplazamiento forzoso, el bloqueo de suministros y ayuda humanitaria y el sometimiento a condiciones de vida extremas de la población gazatí. Eso es simplemente un genocidio. Y lo es no solo por los actos reportados sino por las intenciones declaradas de responsables del Gobierno y las Fuerzas de Defensa. Existen precedentes. En enero de 2024, la Corte Internacional de Justicia ya ordenó a Israel tomar medidas para evitar “un genocidio en Gaza” y consideró plausibles los actos denunciados por Sudáfrica contra Israel por este crimen. Además, la Corte Penal Internacional ordenó el arresto del primer ministro, Benjamín Netanyahu, y del entonces ministro de Defensa, Yoav Gallant, por crímenes de guerra y lesa humanidad, incluyendo el exterminio.
Pese a la complejidad jurídica de este concepto, hay un consenso académico cada vez más amplio. La definición de genocidio está establecida por la ONU y la Corte Penal Internacional y se tratan de actos llevados a cabo con la intención de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial o religioso: matanza o lesiones graves ante la integridad física o mental de sus miembros, sometimiento intencional a condiciones de existencia que supongan su destrucción física, total o parcial, medidas destinadas a impedir nuevos nacimientos o el traslado forzoso de los niños a otro grupo. Según el derecho internacional, no depende del número de muertos, de la duración del daño ni del grado de sistematización, sino de la intencionalidad. Por tanto, los ataques de Israel en Gaza supondrían un crimen de genocidio si se demuestra que el objetivo es eliminar, parcial o totalmente, a esta población. Y basándonos en las declaraciones de las autoridades israelíes, unidas a los actos que las corroboran, es evidente que Israel está defendiendo y justificando el asesinato de los palestinos, el desplazamiento forzado y el castigo a la población de gaza.
Pero, volviendo a nuestro debate, y viendo que se trata de un genocidio, lo importante es por qué no se detiene. Nos mantenemos en debates absurdos, sólo para ocultar que no se actúa: “hay que condenar a Hamás para condenar a Israel”; “no es lo mismo antisemitismo que antisionismo”; etc. y así hasta llegar a Eurovisión, Melody y demás… dejémonos de opiniones y volvamos a los hechos, a la realidad, a lo que importa, que en este caso son las víctimas, y dejemos de valorar opiniones.
Quizás el fondo del asunto es que hemos asumido un error de difícil encaje ético. Se suele aceptar la aseveración de que “todas las opiniones son respetables” y eso es falso. Lo que son respetables, y es obligado respetar, son los seres humanos, las personas, sean quienes sean. Pero las opiniones pueden ser respetables o no serlo. Pueden ser detestables e incluso puede que deban ser erradicadas. De forma parecida, respetar y admirar a cualquier persona por su profesión, sus habilidades, sus capacidades, etc., en definitiva, por su arte, no implica necesariamente respetarlo por cómo es, cómo actúa o cómo se comporta. Lo contrario es no conocer la complejidad de la naturaleza humana y no respetar el derecho de cualquiera a ser libre y tener opiniones propias, sean como sean, sin que eso le afecte a su vida privada. ¿Se supone que las figuras públicas deben de asumir la responsabilidad de “dar ejemplo”, de que sus comportamientos y opiniones tienen incidencia social? En ese caso, habría que prepararlos para ello, ¿no?
Más ejemplos. El futbolista Dani Carvajal también se vio envuelto en una polémica al referirse al caso del beso no consentido de Luis Rubiales a Jennifer Hermoso. Carvajal expresó que no podía posicionarse sin conocer todos los detalles y defendió la presunción de inocencia, lo que fue interpretado por muchos como una forma de minimizar el incidente. Pero no es de extrañar que no se pronuncie cuando él mismo sabe que sus opiniones en ese tema van a suponer un daño a su imagen y al club que representa, y le paga. Pero ¿pueden aceptar sus seguidores que un futbolista que les gusta es un machista de ultraderecha? Ya está; no pasa nada. Se supone que sólo van a verlo jugar, no tienen que votarlo. Es más, cuando se relajan pensando que sus opiniones no van a suponerle un perjuicio, éstas salen y así, el mismo Carvajal, al recibir de Ayuso la medalla de la Comunidad de Madrid, expresó: “Estamos haciendo, gracias a la presidenta, una Comunidad fantástica para vivir, que no toca techo nunca y que no para de crecer”. Lo dicho; no es que no tenga opinión; es que en ocasiones no quiere hacerla pública. Seguro que tampoco va a opinar sobre las recalificaciones urbanísticas realizadas por el Ayuntamiento de Madrid para favorecer los negocios futbolísticos de su presidente/empresario, aunque estos supongan un perjuicio evidente al dinero de todos los madrileños, y fomente la especulación que sufre la clase trabajadora de Madrid, y del Madrid. Pero, es evidente que prefieren mantenerse neutrales cuando creen que opinar les puede perjudicar ¿Está eso mal?
El caso de Karla Sofía Gascón es diferente, pero igualmente revelador. La actriz española fue objeto de una campaña crítica por antiguos tuits con contenido racista y xenófobo. Aunque pidió disculpas e intento justificarse, la controversia afectó a su participación en eventos y premios y seguramente a su carrera profesional. El problema de fondo era la imposibilidad de aceptar que alguien de un colectivo minoritario pudiera tener opiniones inaceptables sobre otras minorías. Pero es que así somos los humanos. ¿Por qué pensamos que no es posible? Si nos gusta su película, ¿tenemos que dejar de verla porque sea una racista? ¿No se puede ser trans y racista a la vez?
Estos casos reflejan la complejidad de ser una figura pública en tiempos donde cada declaración o silencio es escrutada. Si bien es comprensible que artistas y deportistas deseen proteger su carrera y evitar controversias, también es cierto que su influencia les otorga una plataforma poderosa para promover valores de justicia, igualdad y respeto.
En definitiva, mezclamos debates sobre imagen, política y opiniones, sin tener claro qué es lo importante ni algunas cuestiones éticas esenciales. ¿Las figuras públicas tienen la obligación de pronunciarse sobre temas importantes, o su silencio es una estrategia legítima para proteger su imagen y carrera? En un mundo donde la opinión puede ser un arma de doble filo, muchos optan por la prudencia, pero ¿no es también una forma de evasión? Por otro lado, el argumento de que "todas las opiniones son respetables" pierde validez ya que existen opiniones que perpetúan el odio o la discriminación. Respetar a las personas no implica validar ideas que atentan contra los derechos humanos.
La neutralidad aparente de las figuras públicas frente a temas sociales y políticos no es una postura inocua, sino una elección con consecuencias. Pero tampoco seamos cínicos. La realidad es que opinar conlleva riesgos, y no todos están dispuestos a asumirlos. ¿Es justo exigirles que hablen, o debemos aceptar que el silencio también es una postura? ¿Por qué nos importan o debemos valorar sus opiniones como trascendentes? ¿No deben ser trascendentes sólo las opiniones de aquellos que tienen responsabilidad y, por tanto, convierten sus opiniones en acciones? Todos opinamos pero ¿nos interesa lo que otros opinan?