Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Las víctimas

Lo más insultante no es ya su impunidad legal o su cinismo, sino el intento constante de hacernos comulgar con ruedas de molino

El pasado jueves asistimos a una escena propia de un melodrama. La comparecencia del Presidente del Gobierno tuvo todos los componentes de una puesta en escena estudiada, cuyo único objetivo era la presentación de un personaje que se había convertido en la victima absoluta. Desde el maquillaje al traje, pasando por el decorado y el tono de voz y el gesto compungido y contenido, todos los elementos transmitían los valores que caracterizaban a nuestro protagonista: fragilidad y autocompasión.

A pesar de la excelente representación, tampoco resultó una novedad, la verdad. Se trata de una escena que se repite con la misma cadencia que los anuncios de colonias en Navidad: un político aparece ante las cámaras, gesto compungido, mirada de perro mojado, y pronuncia con voz entrecortada algo parecido a esto: “Estoy devastado por el daño que esta campaña contra mi partido está causando a nuestras siglas y a nuestros votantes. Esto es un linchamiento. Somos víctimas.  Yo no sabía nada”.



¿Víctimas? ¿Ellos? Disculpen, pero nos reímos por no llorar, porque es increíble que sea así cómo intentan presentarse en estas situaciones. Víctimas; todos son víctimas. Ahora le ha tocado a Sánchez, pero antes fueron Rajoy, Aznar y Felipe. Si hasta Feijóo, el amigo del narco Marcial Dorado, no uno cualquiera sino alguien con mucha influencia en el PP gallego de Fraga y en la Xunta, al que conocía toda Galicia, menos él, tampoco sabía nada; era un ingenuo y ya está. Podríamos hablar de las y los Aguirre, Ayuso, Griñán, Chaves, Guerra, etc. Todas víctimas y así han seguido durante años. Por eso, porque han terminado siendo víctimas inocentes, estos días hemos escuchado a muchos de ellos opinando o dando lecciones morales, como si no tuviéramos menoria de cuando pasaron por lo mismo: González (GAL, Filesa, etc.) Aznar (Rato, Zaplana, Matas, etc.), Rajoy (Gürtel, Púnica, etc.), Aguirre (I. González, Granados, etc.), …

Hace unos días también el tal Aldama, conseguidor, comisionista y empresario corrupto, se lamentaba en una entrevista televisiva de haber estado dando dinero a “unos sinvergüenzas”. Menuda jeta tiene la pobre víctima, que daba dinero casi obligado o engañado, ¿no?

Nuestra historia con estas víctimas es larga. En 2013, cuando salieron los papeles de Bárcenas y supimos que ahí estaba apuntado con nombres y apellidos todo el mundo, conocimos a un montón de nuevas víctimas, incluido el tal M. Rajoy al que la UCO, otra víctima, sigue intentando localizar. Unos días después, el presidente Rajoy dijo textualmente: “Me equivoqué al confiar en Bárcenas pero no voy a dimitir, no me voy a declarar culpable”. ¿No les suena de algo? ¿Le copió el discurso Sánchez?

¿Recuerdan las postrimerías del mandato de González? La acumulación de casos de saqueo de lo público y desprecio y chulería ante lo común era muy similar a lo escuchado estos días. La victimización del PSOE y sus dirigentes, también.

El PP de Aznar no se quedó muy atrás. Consiguió batir un récord: 12 de los 14 ministros que formaron su gobierno de 2002 han estado imputados, encarcelados o implicados en el cobro de sobresueldos de la caja B que manejaba el extesorero del partido, Luis Bárcenas. Eso si es “¿mafia o democracia?” Durante años hemos escogido la democracia y la mafia, claro está. No había otra cosa.

Que un político envuelto en un caso de corrupción (o rodeado por los que sí lo están, que para el caso es lo mismo) se presente como víctima es como si el carterista, tras vaciarnos los bolsillos, se quejara de lo mucho que le duele la muñeca de tanto robar. Una cosa es tener cara, y otra, una máscara de titanio.

La corrupción no es un problema de imagen. No es un tema de “percepciones sociales”. Es un agujero negro que se traga el dinero público, la confianza ciudadana, el valor del mérito, la calidad de nuestros servicios y la fe —ya maltrecha— en que esto de la democracia funciona. Cada euro que se escapa por una mordida es un euro que no llega al centro de salud del barrio, a la escuela pública, al transporte digno o a la investigación científica. Y no, eso no es una exageración: es una resta directa.

Los políticos profesionales (los de la especie resistente, los de la estirpe que siempre sobrevive a las mareas) han desarrollado un manual de supervivencia infalible para estos casos y se repite en cada caso:

  1. Negarlo todo. Aunque haya grabaciones, facturas falsas, y hasta selfies con el maletín. El “yo no sabía nada” es la vacuna retórica básica.

  2. Atacar al mensajero. Si un medio de comunicación destapa la cloaca, el problema no es la cloaca, sino “la campaña orquestada” o “el intento de desestabilizar”.

  3. Compararse con un mártir. Aquí llega la frase estrella: “Mi familia está sufriendo mucho”. Una estrategia emocional con la que no buscan empatía, sino inmunidad.

  4. Seguir cobrando el sueldo. Por supuesto. No faltaría más. Que uno puede estar “investigado” (eufemismo de imputado), pero no va a renunciar a su escaño, su dieta, su coche oficial ni su aforamiento. Que para algo se han dejado la piel por España.

Pero lo más insultante no es ya su impunidad legal o su cinismo, sino el intento constante de hacernos comulgar con ruedas de molino. De convencernos de que ellos también sufren, que la corrupción les duele (como al toro la estocada), que son piezas de un engranaje sucio que ellos jamás lubricaron.

No, señores. La corrupción no es un fenómeno meteorológico. No cae del cielo. No brota espontáneamente en las instituciones. La corrupción se fabrica. Se cultiva. Se riega con favores, se abona con impunidad, y se cosecha en las campañas electorales y los contratos públicos.

Y como en todo cultivo, hay agricultores. No sólo políticos, no sólo cargos públicos. También —y aquí viene el punto clave que tanto se omite— empresarios. Sí, esos que siempre salen de perfil en los titulares o con iniciales en los sumarios judiciales. Esos que ofrecen, presionan, compran, untan, y luego también se presentan como “víctimas del sistema” cuando les pillan.

¿Quién prepara los sobres? ¿Quién paga las comisiones? ¿Quién factura en B? ¿Quién infla presupuestos? ¿Quién construye un hospital con goteras y cobra el doble por ello? Empresas. Grandes, medianas, familiares. Las mismas que luego patrocinan actos institucionales, pagan campañas, colocan a los expolíticos como asesores y ganan concursos “por méritos propios”. ¿Quién corrompe a quién? ¿Quién busca a quién?

La corrupción en España tiene una coreografía perfectamente ensayada: cae el asesor, dimite el político menor, se allana una sede de partido en horario de máxima cobertura. Pero el poder permanece intacto. El poder verdadero. El que no se sienta en el Congreso sino en los consejos de administración. ¿Alguien va a registrar la sede de Acciona estos días? ¿Verdad que no? Ya sabemos que allí ni entra la UCO ni son llamados ante un juez porque son las empresas de siempre, las que llevan años pagando mordidas, sobrecostes y favores políticos que luego se cobran en diferido, vía contratación pública y rescates del estado en el BOE.

 Entre política y negocio no hay separación, y ellas también se presentan como víctimas, víctimas de un sistema que las obliga a acabar con la competencia, hacer prácticas monopolistas, pagar comisiones, ejecutar planes urbanísticos propios, ordenar recalificaciones y redactar pliegos con sus condiciones para los técnicos de las Administraciones. Son víctimas y por ello, quizás, nunca se cancela una adjudicación amañada, no vaya a ser que nos quedemos sin poder construir hospitales, carreteras o vías de trenes, prisiones o cuarteles.

Tras lo del jueves, Acciona emitió un comunicado delirante en el que decía no saber nada como empresa y anunciaba una investigación interna. Recordemos que fue su CEO, José Manuel Entrecanales, quien se reunión con Ábalos dos días antes de que Koldo les amañara la primera de muchas contrataciones. La investigación será breve y se limitará a preguntar al Presidente, otra víctima. Por cierto, la misma Acciona que ya estaba presente en la caja B del PP, en la Gurtel, pagando comisiones y sobresueldos, y que curiosamente acaba de obtener la adjudicación millonaria del pelotazo de la Fórmula 1 en Madrid gracias a Ayuso.

Visto este modus operandi nada disimulado, ustedes se preguntarán si no existe la prohibición de participar en contratos públicos en la Ley de Contratos del Sector Público cuando se ha sido condenado por este tipo de prácticas, una medida muy sencilla. Pues sí, y con un procedimiento muy simple que se puede iniciar de oficio. El problema es que habitualmente estas empresas (Acciona, Ferrovial, Sacyr, ACS, OHLA o FCC) nunca son condenadas. Como mucho, multadas, y con cantidades ridículas comparadas con los beneficios que obtienen. Y con ese dinero se puede seguir engordando ese sistema empresarial parasitario, que se vale de políticos corruptos para enriquecerse con nuestro dinero y que riegan los medios de comunicación con dinero y presiones para escapar de cualquier consecuencia penal o de imagen. ¿Nos acordamos de los audios de Villarejo con Ferreras y Ana Rosa Quintana? ¿Y los de Florentino Pérez hablando de Ferreras y el Grupo Prisa? ¿Mantienen la credibilidad y el altavoz en nuestras vidas después de todo eso? ¿No es increíble? No, porque son también víctimas. Todos víctimas.

No nos engañemos: sin empresarios dispuestos a corromper, la mitad de los corruptos políticos tendrían que volver a trabajar de verdad. Pero claro, eso es mucho más incómodo de decir. Queda feo en el discurso oficial. Porque aquí el corrupto parece un demonio aislado, un “desviado”, un error en el sistema. Cuando en realidad, la corrupción es el sistema. Se trata de un círculo vicioso, regado de dinero público, del suyo y del mío, que se mueve entre adjudicaciones amañadas, comisiones y sobresueldos, financiación ilegal de los partidos, publicidad, contribuciones y gastos pagados a medios de comunicación y sociedad civil de todo tipo (asociaciones de jueces y fiscales entre otros) y así vuelta a empezar. Siguiendo el círculo de nuestro dinero, se conoce a todos los participantes, que lógicamente se presentan todos como víctimas.

La corrupción no es la excepción: es la norma encubierta. Y si hay tanta resistencia a cambiarla es porque funciona para quienes mandan. El andamiaje institucional está lleno de fisuras calculadas: Tribunales de cuentas que tardan años en emitir informes, contrataciones públicas diseñadas con criterios a medida, comisiones parlamentarias que se usan como cortinas de humo, partidos políticos opacos, financiados con dinero público y privado sin un control real y ciudadanos que —hastiados— se resignan o votan tapándose la nariz.

¿Qué consecuencias ha tenido la corrupción en España para sus responsables reales? ¿Cuántos están en la cárcel? ¿Cuántos han devuelto lo robado? ¿Cuántos partidos han sido ilegalizados por financiación ilegal? La respuesta es tan deprimente como reveladora: prácticamente ninguno.

Y mientras tanto, seguimos escuchando el mantra de siempre: “esto ya no pasa”, “eso era antes”, “hemos aprendido”. Como si el simple paso del tiempo lavara las manchas. Como si cambiarle el nombre a una fundación, una empresa o una consejería fuera suficiente para resetear la memoria colectiva. Pero el problema es que aquí: la corrupción desgasta poco. González, Pujol o Aznar siguen teniendo audiencia y prestigio. Quizás sea por el perdón católico, tan efectivo. O porque todos nos sentimos víctimas.

No nos confundamos: aquí no hay una crisis de valores. Lo que hay es una lucha por el control de los recursos públicos. La corrupción es una herramienta de poder. Y si no se elimina, es porque da poder a quienes la utilizan. Porque permite ganar elecciones, financiar campañas, silenciar conciencias y colocar amigos. La corrupción es funcional. Y por eso se mantiene.

Si mañana se aprobara una ley que estableciera que cualquier corrupto pierde automáticamente el cargo, el sueldo, la pensión y la posibilidad de contratar con la Administración durante 20 años, otro gallo cantaría. Pero no. Lo que se hace es esperar a que escampe, a que prescriba, a que el caso lo herede otro juzgado con menos medios. O a que la indignación ciudadana dure lo justo para que no moleste en las encuestas.

Ahora, como siempre, se activará la maquinaria del olvido. Como ellos no saben nada; nosotros olvidamos. La noticia bajará de portada. El político implicado será recolocado. La empresa corruptora cambiará de denominación social. Y todos a seguir como si nada. Hasta el próximo escándalo. Porque da la sensación, parafraseando a un escritor español, que la democracia se demuestra en ese momento “en el que salen del poder los que roban y entran otros a robar y, con la confusión, no se roba durante un par de meses.”

Realmente, las víctimas somos nosotros, que sufrimos la enfermedad y el drama de la aceptación, resignados en lo inevitable de que nos roben entre todos. Ya parece que no nos afecta; somos unos pacientes/víctimas crónicos. Y si nos quejamos, es que nos dejamos llevar por la antipolítica, como si la antipolítica no fuera mantener un sistema podrido. La crítica no es generalizada sino extensa, puesto que nos mueve el sentido común de saber cómo funciona. ¿Nos tenemos que limitar a la indignación puntual cada cierto tiempo?; ¿a encontrar a los responsables concretos de cada caso? ¿Nos limitamos a un concurso de quien es menos corrupto?, ¿de quién tiene menos casos?; ¿a la competición para defender a “mis” ladrones, que han robado menos que los “tuyos”?

En este caso concreto, Pedro Sánchez tiene pocas salidas, que no pasen por afrontarlo de frente, someterse a la confianza de sus socios y, si no la tiene, dimitir. Se le ha acabado el relato de luchar contra la ultraderecha, ha perdido el relato de los pseudo-medios, el acoso judicial y la regeneración democrática. Y, además, porque es más grave de lo que parece el asunto de las primarias. Una sola papeleta irregular plantea toda una sombra de duda sobre el origen de su carrera política, independientemente del resultado. Es una trampa en origen que invalida lo posterior. No puede seguir haciéndose la víctima porque hemos oído demasiadas cosas en estos días y las víctimas reales somos quienes hemos sufrido el robo en nuestras administraciones

Pero lo importante es que, a nivel general, el problema lo tenemos nosotros. Conocemos el sistema, sus mecanismos y sus protagonistas. El círculo de nuestro dinero acaba termina siempre en las manos de quienes sabemos, mientras que nos faltan servicios públicos que atender.

Por eso es vital que no traguemos. Que no aceptemos el papel de público pasivo. Que no nos creamos el cuento de que la corrupción es inevitable. No lo es. Lo que ocurre es que a muchos, a demasiados, les conviene que lo parezca.

No podemos permitir que quienes saquean lo público se cuelguen la medalla de víctimas. Porque eso sólo profundiza la degradación democrática en la que estamos inmersos. Y porque las únicas víctimas reales aquí somos nosotros: los ciudadanos que pagamos, votamos, confiamos... y seguimos viendo cómo se ríen en nuestra cara.