Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

¿Qué se rompe en España?

La desafección política no llega de golpe, como una explosión. No se cae el Congreso, no se declara el estado de excepción, ni se asalta Moncloa

Cuando, como ahora, los partidos intentan echar un manto de silencio sobre su corrupción endémica, en los medios comienza el paseíllo de nuevas caras, diferentes a las caídas en desgracia y, como si con este cambio se solucionara todo, nos trasladan la responsabilidad de la situación política a los ciudadanos. Como “ya no hay corruptos”, ahora tenemos que votar a los nuevos, a los limpios, porque no podemos permitirnos la desafección política, el gran mal del ciudadano: ¡Votad, que viene la ultraderecha! ¡Votad, que se rompe España! Pero, votad, porque si no, la culpa de todo es del votante.

Sin embargo, la desafección política no llega de golpe, como una explosión. No se cae el Congreso, no se declara el estado de excepción, ni se asalta Moncloa. No. Es más bien como cuando se descose el dobladillo del pantalón: apenas lo notas al principio, pero poco a poco arrastras los hilos por el suelo. Eso le pasa hoy a nuestra democracia. Y a este país. No se rompen. Se deshilachan. Por desgaste. Por abandono. Por desidia.



Porque, seamos sinceros: ¿cómo no vamos a estar desmotivados si, en plena crisis de vivienda, los partidos discuten más sobre el uso del español en Netflix que sobre los alquileres imposibles en cualquier ciudad de España? ¿Cómo no vamos a desconfiar si llevamos una década viendo a los mismos de siempre colocarse en los mismos sillones —sea en el Banco de España, en una embajada, o en la puerta giratoria de alguna eléctrica— mientras tú intentas pagar la hipoteca o que no te corten la luz por impago? ¿Y cómo no sentir que nada cambia cuando escuchamos, por ejemplo, que el gobierno presume de reducir la lista de espera en sanidad, mientras en muchas comunidades tienes que pagar una resonancia si no quieres esperar seis meses con dolor? O que se habla de igualdad mientras se recortan recursos a las unidades de violencia de género en ciertas autonomías que lo llaman “ideología de género” y lo despachan como si fuera una moda.

En España (y no solo), vivimos en un país donde votar se ha convertido en una mezcla entre penitencia cívica y ritual absurdo. Un país donde mucha gente vota sin esperanza, otros no votan por hartazgo y los más jóvenes ni siquiera saben muy bien para qué sirve votar. La democracia no peligra por un golpe de Estado —aunque alguno hay que anda con la toga puesta y el sable afilado— sino por la indiferencia que produce un sistema que no responde a lo esencial: la vida material de la mayoría.

Porque, seamos claros: ¿de qué sirve votar cada cuatro años si, entre tanto, sigues sin poder pagar el alquiler, sin acceso a una cita médica en menos de tres meses, con contratos que duran lo mismo que una historia de Instagram? ¿De qué sirve participar si el resultado siempre parece el mismo: la política como teatro, los medios como coro y la realidad como tragedia?

El discurso de “España se rompe” es una distracción. Un teatro. Un decorado hueco. Porque España no se rompe, pero sí se deteriora. Se deteriora cuando los pueblos pierden su médico de atención primaria. Cuando los trenes llegan con una hora de retraso, si es que llegan. Cuando los jóvenes deben elegir entre compartir piso con tres desconocidos o volver a casa de sus padres a los treinta y pico. Cuando te jubilas con una pensión que apenas te permite encender la calefacción. Y todo esto mientras en los parlamentos se gritan lemas patrióticos vacíos, se disputan competencias como si fueran cromos y se usan palabras como “traición” o “golpe” con la alegría con la que antes se jugaban partidos de chapas. Como si la política fuera una partida de Risk, no una herramienta para resolver problemas reales.

La democracia no peligra por los independentistas, ni por los comunistas, ni por los ultraderechistas, aunque algunos hagan lo posible por parecer amenazas. La democracia peligra cuando deja de importar. Cuando la gente ya no espera nada de ella. Cuando se vota por resignación, por miedo o directamente no se vota. Cuando el cinismo se convierte en sabiduría popular.

La desafección se va construyendo sobre una polarización política vacía, en la que en lugar de debates ideológicos sobre cómo redistribuir la riqueza o mejorar los servicios públicos, se instalan enfrentamientos emocionales y partidistas que desmotivan a quienes buscan soluciones reales. Se refuerza cuando sufrimos unas instituciones poco representativas o lentas, encabezadas por partidos cuyas estructuras (listas cerradas, falta de rendición de cuentas, escasa democracia interna en los partidos) generan la percepción de que el ciudadano "vota, pero no decide". Y se amplifica a través de unos medios de comunicación que refuerzan el cinismo, la crispación o el espectáculo, debilitando el sentido de lo público como espacio de construcción colectiva.

La desafección no es el problema. Es el síntoma. El síntoma de un sistema político que ha dejado de hablar el idioma de la gente. Que ha convertido la representación en espectáculo, la gestión pública en administración del desastre y la ideología en etiqueta para las guerras culturales. Mientras tanto, lo cotidiano, lo urgente —trabajo, salud, educación, vivienda, cuidados— se gestiona con burocracia, parches y mucha cara dura.

Y aquí llega la gran paradoja: cuando más necesitaríamos una ciudadanía activa, crítica, movilizada, nos encontramos con una masa desencantada que ha dejado de esperar nada. Y no les culpo. Hemos asistido en la última década a una montaña rusa de ilusión y decepción: del 15M al "Sí se puede", de la nueva política al regreso triunfal del turnismo con otro nombre. ¿Resultado? El escepticismo se ha instalado como filosofía de vida. Todo es postureo. Todo es mentira. Todo da igual.

Pero no. No todo da igual. Que muchos políticos se hayan comportado como cínicos no significa que la política lo sea por naturaleza. La política sigue siendo el único espacio legítimo para organizar la vida común. Renunciar a ella es dejar vía libre a quienes sí tienen tiempo, dinero y poder para influir. Es como decir: "Me roban, así que dejo la puerta abierta".

Hay que decirlo con claridad: el sistema político ha fallado. Ha fallado porque ha abandonado su función esencial: resolver las necesidades materiales de la mayoría. Y eso no se soluciona con una campaña de comunicación o una cuenta de TikTok. Se soluciona haciendo que el sistema funcione para los de abajo, no para los de siempre. No es una percepción sino una realidad que los gobiernos, sean del signo que sean, están más atentos a los intereses económicos dominantes que a los de la mayoría, lo que mina la legitimidad del sistema democrático, a lo que se le suma los continuos de corrupción, la impunidad o los castigos simbólicos, lo que refuerza la sensación de que las élites políticas se protegen entre sí.

Pero ojo: la desafección no es sólo culpa del sistema. También es responsabilidad nuestra. Porque mientras nos indignamos en Twitter, los presupuestos se aprueban sin nosotros. Porque hemos asumido que “todos son iguales” como si fuera un mantra sagrado, y eso sólo beneficia a quienes sí tienen claro lo que quieren: conservar privilegios. Mientras los de abajo se desencantan, los de arriba se organizan. Y es que si algo demuestra esta etapa política es que los privilegios no se desmontan solos. Que no basta con poner urnas. Hace falta voluntad, presión, participación y algo que escasea: coraje.

Coraje para exigir una vivienda accesible cuando algunos gobiernos se dedican a vender suelo público a fondos buitre. Coraje para defender lo público cuando hay quien pretende convertir hospitales y escuelas en negocio. Coraje para denunciar la corrupción estructural cuando se tapa bajo eufemismos como “irregularidades administrativas”. Coraje para llamar a las cosas por su nombre.

Porque mientras nos hacen mirar al dedo —Cataluña, Bildu, amnistía, el “golpe blando”—, la luna sigue siendo la misma: una España en la que cada vez es más difícil llegar a fin de mes, en la que las grandes fortunas pagan menos impuestos que tú, y donde los políticos más indignos siguen teniendo escaño, escolta y coche oficial. Pero cuidado con caer en el “todo está podrido”. Porque no es verdad. Hay miles de personas peleando cada día en barrios, sindicatos, asociaciones, cooperativas, plataformas vecinales. Hay técnicos honrados, funcionarios que se dejan la piel, concejales de pueblo que hacen política con presupuesto cero y alma infinita. Hay política digna. Solo que no sale en la tele.

España no se rompe porque alguien hable catalán o euskera. Ni porque se critique a la monarquía. Ni porque haya una amnistía que, nos guste o no, evita una década más de confrontación estéril. España se rompe —o mejor dicho, se deshilacha— cuando se rompen los lazos de solidaridad, cuando se pierde la fe en el proyecto común, cuando dejamos de cuidarla. Y eso no se arregla envolviéndose en una bandera ni cantando el himno a pulmón. Se arregla con presupuestos valientes, con servicios públicos dignos, con impuestos justos, con leyes que protejan a quienes más lo necesitan. Con democracia de verdad, no de cartón piedra.

Es legítimo estar harto. Es comprensible desconfiar. Pero lo que no podemos permitirnos es caer en la apatía. Porque si dejamos la política en manos de quienes sólo quieren enriquecerse o perpetuarse, entonces sí, entonces no se romperá España: nos la habrán vendido pieza a pieza. Porque mientras miramos hacia otro lado, el sistema se sigue deshilachando: se vacía el Congreso de debates reales y se llena de gestos para la galería; se deterioran los servicios públicos y se externalizan al mejor postor; se habla mucho de libertad, pero se calla cuando la pobreza te ata de pies y manos.

La solución no vendrá solo de los partidos —aunque tienen una responsabilidad inmensa— ni de las élites —que, por definición, no tienen ningún interés en cambiar el statu quo—. La solución vendrá, si viene, de abajo arriba. De los barrios que se organizan. De los sindicatos que se renuevan. De las plataformas ciudadanas que presionan. De las personas que deciden implicarse, aunque sea en lo pequeño.

Hay que dejar de romantizar la política como un espacio noble gestionado por sabios, y empezar a verla como lo que es: un campo de disputa, donde lo que no se defiende, se pierde. Si no estamos en ese campo, alguien lo ocupará. Y muchas veces será gente que no cree en los derechos, ni en la justicia social, ni en la democracia misma. A esos no les afecta la desafección: se alimentan de ella.

Así que, sí: es legítimo estar harto. Es normal estar enfadado. Es comprensible no creerse ya casi nada. Pero que no se nos olvide: quedarnos al margen no es neutral, es resignarse. Y cuando uno se resigna, otros deciden por él. Es tiempo de dejar de esperar al político ideal. No va a venir. Pero sí podemos exigir instituciones más transparentes, procesos más participativos, medios menos vendidos, políticas más valientes. Y, sobre todo, podemos dejar de asumir que la política es un juego ajeno. Porque si no la hacemos nosotros, la harán contra nosotros.

Ni España ni la democracia se rompen de un día para otro. Se deshilachan. Pero está en nuestras manos volver a coserlas. Con hilo común. Con dignidad. Con memoria. Con lucha. Porque este país no necesita más patriotas de pulsera. Necesita ciudadanos valientes. Que no se resignen. Que no se callen. Que no se vayan. Que se queden para reconstruir lo que otros intentan dejar en ruinas.