Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Ese nombre ruso

España necesita un cambio profundo en su forma de entender la responsabilidad

Durante el 15M se hizo famoso un lema, un poco infantil pero muy certero, que venía a reflejar una realidad muy española: “Dimitir no es un nombre ruso”. Igual lo recuerdan. Pues bien, pasados unos años, podemos afirmar que la falta de asunción de responsabilidades en nuestro país sigue ausente, en cuestiones muy dispares y a todos los niveles, configurando una forma de actuar que se podría resumir en que aquí: “no dimite ni dios; nadie asume la responsabilidad de un problema; todo el mundo piensa que la culpa es de otro porque que él lo ha hecho perfecto.”

Pensaba en ello estos días a consecuencia de la investigación por el apagón del día 28, aunque se podría aplicar igual a la DANA, al Yakovlev, al Alvia de Santiago, al Madrid Arena, al Prestige y a tantos y tantos desastres de los que nunca conoceremos ni responsabilidades ni quiénes son los culpables. ¿Se pueden imaginar que, en su momento, y dando la cara, hubieran dimitido Rajoy, Mazón, Pepe Blanco, Ana Botella o el hermano de Pedro Sánchez? Sería un país completamente diferente, en el que nuestros responsables públicos se comportaran como tales, fueran responsables y asumieran, dignificando su cargo y su labor, toda la responsabilidad, no sólo la penal, sino la política, actuando por buen hacer, por imagen y por ejemplaridad. Pero, no, es difícil de imaginar. Aquí solemos actuar al contrario: cuantos más problemas, cuanto más compleja y dramática es la situación, más se esconden, más se protegen, menos dan la cara, más cabezas de turco aparecen. Seguimos pensando que “dimitir” es sólo ese nombre ruso…



En España, la palabra “responsabilidad” parece haberse convertido en un término decorativo. Está en todos los discursos, pero en casi ningún gesto. Es una especie de maquillaje retórico: se menciona mucho, se ejerce poco. Desde hace décadas, asistimos con resignación a un patrón tan repetido como frustrante: ante errores graves, negligencias o decisiones fallidas, casi nadie dimite. Y cuando lo hace, se convierte en noticia de apertura, como si fuera un acto heroico en lugar de lo que debería ser la norma en una democracia madura o una empresa seria.

A cada escándalo político o profesional le sigue una secuencia casi predecible: negación, eufemismos, silencios, escurrir el bulto. Y, por supuesto, nadie dimite. Ni asume errores. Ni pide perdón. La responsabilidad nunca llega.

En el sector público, la falta de asunción de responsabilidades políticas se ha convertido en un mal estructural. Los ejemplos son innumerables: una gestión sanitaria desastrosa, contratos inflados en tiempos de pandemia, errores técnicos que cuestan millones de euros o vidas humanas, sentencias judiciales que evidencian negligencias graves… Y, aun así, lo habitual es ver cómo los responsables siguen en sus puestos, esquivan el bulto o, en el mejor de los casos, son recolocados en otro cargo con menos visibilidad y las mismas prebendas.

La dimisión, que en otros países se considera un acto de higiene democrática, aquí se interpreta como una derrota personal. Como si asumir un error fuera una humillación, en lugar de un compromiso con la ética pública. Se recurre al argumento de que “la justicia no ha determinado culpabilidad” como si la responsabilidad política fuera sinónimo de condena penal. Pero no lo es. La política exige ejemplaridad, no solo legalidad. O debería.

Aunque, llegados a este punto, vamos a ser sinceros. Siempre pienso que descargamos en los políticos problemas generalizados en nuestra sociedad y, en este caso, no es distinto. La responsabilidad tampoco está presente en otros aspectos de nuestras vidas. Piensen en el cualquier trabajo, en el que priman sirmpre el corporativismo, las malas praxis y las excusas,… ¿Han visto a algún jefe rectificando o reconociendo un error o, más bien, la actitud habitual es culpar a otro o un “Sostenella y no enmendalla”? ¡Pero si hasta tenemos refranes que celebran esta actitud de empecinamiento! Ante los errores propios, por orgullo o por mantener las apariencias, un hidalgo español prefería perseverar en su error antes que rectificar, manteniendo su espada al aire para usarla hasta el final, aunque el daño fuera mayor, antes que envainarla y reconocer su equivocación, no fuera a quedar en entredicho.

Así, además de los políticos, el sector privado de nuestro país tampoco sale mejor parado. Empresas de todos los tamaños esconden errores graves bajo capas de silencio corporativo. Cuando una entidad financiera estafa a miles de clientes, cuando una farmacéutica permite que un producto defectuoso llegue al mercado, o cuando una constructora incumple sistemáticamente normativas de seguridad, rara vez vemos a alguien dar un paso al frente. Lo que impera es el corporativismo: proteger al de dentro, minimizar daños reputacionales, maquillar los fallos y seguir como si nada.

Esto no solo perjudica a los afectados directos, sino que perpetúa una cultura empresarial basada en la impunidad. En lugar de aprender del error y mejorar, se oculta. Y el mensaje que cala es demoledor: lo importante no es hacer bien las cosas, sino que no se sepa que se han hecho mal.

Hay ejemplos de esta cultura de la impunidad, que atraviesa lo público y lo privado, lo político y lo profesional, que son especialmente detestables, en ocasiones más por lo que significan que por el número de víctimas que provocan. Y no hace falta irse muy lejos; hay ejemplos recientes y cercanos.

En el plano político, los escándalos de los contratos sanitarios opacos durante la pandemia, con comisiones millonarias adjudicadas a empresas sin experiencia a cambio de mascarillas defectuosas o simplemente con precios inflados. Sinvergüenzas haciéndose de oro con el sufrimiento y el miedo ajeno. Estos casos salpican a distintas administraciones —ayuntamientos, comunidades autónomas e incluso ministerios—, pero nadie ha asumido responsabilidad política más allá de explicaciones vagas o derivaciones judiciales. Y lo más escandaloso no es solo el presunto delito, sino que pasa el tiempo y continúa la total ausencia de consecuencias políticas. Ni ceses, ni dimisiones, ni autocrítica. Como si todo pudiera subsanarse con un “esperaremos a que hable la justicia”.

O qué decir de los casos en el poder judicial. Desde aquellas sentencias que nadie entiende, jueces que culpan a las víctimas o errores manifiestos que quedan en nada, sin que nadie aparezca como responsable. Por poner un ejemplo, sería inconcebible en cualquier país europeo una situación como la del juez de lo contencioso que filtró datos de una menor víctima de abusos sexuales en una resolución publicada sin anonimizar. El fallo expuso a la víctima de forma brutal, vulnerando principios básicos de protección de datos y derechos fundamentales. ¿Y la respuesta institucional? Una tibia disculpa técnica, sin asunción clara de errores ni consecuencias visibles para el responsable. Como si un “error administrativo” justificara una agresión institucional a una víctima vulnerable.

¿Y en el ámbito sanitario? Sabemos de errores manifiestos y prácticas profesionales a corregir, tapadas por la mano del corporativismo y el encubrimiento. Casos como el de los bebés con malformaciones graves no detectadas durante ecografías de control, o errores quirúrgicos flagrantes, rara vez terminan con una asunción clara de responsabilidad por parte del profesional implicado o del centro sanitario. Lo que suele seguir es un largo proceso judicial y una estrategia de silencio institucional, más centrada en proteger la reputación del sistema que en reconocer el daño causado.

Estos hechos no son aislados. Forman parte de un patrón que atraviesa estamentos y profesiones. Una cultura que antepone la defensa corporativa al reconocimiento del error. Que confunde “honor” con “no admitir fallos”, cuando lo honorable —lo verdaderamente ético— sería hacer justo lo contrario: asumir las consecuencias y actuar en consecuencia. En política, la dimisión es tratada como una rareza o una debilidad. En otros ámbitos, existe una lógica de casta, donde los profesionales se protegen entre sí con una opacidad que choca con el principio de ejemplaridad o se ha instalado la idea de que reconocer un error equivale a una amenaza legal, cuando lo que muchas veces se exige es humanidad, no indemnización.

En ambos mundos, público y privado, la ciudadanía observa con creciente cinismo esta falta de consecuencias. ¿Qué incentivo hay para actuar con responsabilidad si quienes debieran dar ejemplo no lo hacen? La respuesta, de momento, es desalentadora: ninguno. Esta lógica defensiva y jerárquica empobrece nuestras instituciones, a nuestros profesionales y mina la confianza ciudadana. La rendición de cuentas y la asunción de responsabilidades no puede ser opcional. Es un pilar de la democracia y de cualquier sistema profesional digno de ese nombre. Lo contrario es seguir cultivando un país donde el fallo se tapa, el error se silencia y la responsabilidad… nunca llega.

No se trata de una solución utópica o “buenista”. Pasa por algo tan básico como recuperar el valor del compromiso ético. Asumir responsabilidades no debería ser un acto heroico, sino una muestra de respeto hacia los demás. Dimitir cuando se ha fallado no es rendirse, es dignificar el cargo. Reconocer errores en una empresa no es debilidad, es liderazgo. En los países donde esto sí ocurre con naturalidad, no hay más virtudes innatas que aquí. Lo que hay son normas claras, una presión social sostenida y una cultura política y empresarial que penaliza el encubrimiento y premia la transparencia. También hay medios de comunicación y una ciudadanía que no aceptan fácilmente la desmemoria ni el cinismo como forma de gestión.

España necesita un cambio profundo en su forma de entender la responsabilidad. No bastan reformas legales o códigos de conducta. Hace falta una transformación cultural que empiece en lo más alto y se extienda hacia abajo. No estamos condenados a este modelo. Hay profesionales y cargos públicos que sí actúan con valentía, aunque sean la excepción. El reto es convertir ese gesto en norma. Para eso hacen falta estructuras más transparentes, medios independientes que no suelten el hueso tras dos semanas, y una ciudadanía que no normalice el “nadie dimite nunca”. Mientras eso no ocurra, seguiremos atrapados en esta rueda de impunidad, donde todo el mundo habla de responsabilidades, para que nunca las asuma nadie.

En definitiva, necesitamos dejar de aplaudir a quien hace lo que simplemente debería ser obligatorio: asumir responsabilidades, dar explicaciones, y si corresponde, apartarse. Solo así recuperaremos la dignidad institucional que tanto echamos en falta. Dejar de ser ese país en el que la responsabilidad nunca llega y en el que no se sabe conjugar el verbo dimitir, para que deje de ser ese nombre ruso del que todos hemos oído hablar.