El apagón eléctrico que sufrimos el pasado lunes ha sido explicado como una concatenación de meros errores y averías técnicas en cadena: un problema puntual en la red, sistemas de seguridad que fallan y una desconexión automática para evitar males mayores. Pero si nos quedamos en esa explicación, estamos perdiendo de vista algo mucho más importante: el apagón no fue solo eléctrico. Tuvo algunas luces, pero muchas sombras, ya que fue también un apagón político; un apagón que nos señala la raíz estructural del problema.
Lo primero, aquello que debe ser destacado en positivo. El rápido restablecimiento del suministro eléctrico, si lo comparamos con otros episodios similares donde la recuperación completa no se produjo hasta pasados unos días. Además, podemos decir que, a pesar del apagón general, “no pasó nada”. No se produjeron desórdenes, asaltos, delitos, etc., como ha ocurrido en otras partes, en otros países, o podríamos imaginarnos por las películas. La rápida reacción del Estado, en su conjunto, y la respuesta de la sociedad española hicieron que siguiéramos funcionando “con normalidad”, pese a la falta de electricidad.
Se trata de a constatación de que, aunque a veces lo dudemos y nos aparemos en el componente coercitivo de la ley, existen en nuestra sociedad elementos culturales propios que regulan nuestras relaciones sociales diarias y determinan nuestro comportamiento. Un ejemplo, que viví en primera persona. Ese día, por cuestiones laborales, estuve conduciendo por la mañana y por la tarde en nuestra ciudad. Ya sabemos cómo suele ser el tráfico, un lunes cualquiera, en determinados momentos del día y por determinadas zonas. Pues bien, el lunes 28, ocurrió algo insólito. Es cierto durante las dos primeras horas, por la sorpresa inicial y el desconcierto, había algo de caos al circular sin semáforos, lo que se solucionó gracias a la intervención de la policía local. Pero por la tarde, a partir de las 15 horas, además de que había menos tráfico del habitual, reinaba la calma, la concordia y el buen hacer al volante, especialmente en aquellos cruces en los que no se contaba con agentes de tráfico. Era sorprendente como, por una especie de sentido del deber ciudadano colectivo, todos circulábamos a una velocidad más reducida de la obligatoria, muy atentos a la presencia de cualquier peatón y respetando las prioridades de paso, a pesar de la ausencia de semáforos. Y todo ello sin cláxones sonando, sin atisbo de malas caras y en ausencia de gritos e improperios.
Sin embargo, el apagón también tuvo y va a seguir tenido sombras, y son muchas. El primero, el apagón político; el informativo. La ausencia del Gobierno, al menos de cara al país, durante horas no es una buena forma de actuar ante una crisis. Y este Gobierno no se ha comportado de esta manera en otras situaciones críticas a las que se ha tenido que enfrentar. Era necesario que, a pesar de no tener una explicación y de que la información técnica fuera escasa, la máxima autoridad, el Presidente, hubiera salido para dar tranquilidad y unas meras indicaciones generales de cómo se debía actuar. En este caso se optó por la información a cuentagotas, desde los técnicos y no centralizada en el Gobierno y esto no ayudó demasiado, ni a nosotros ni a sacar el problema de la habitual dinámica política nacional.
Aunque esto último iba a terminar ocurriendo: tras unas primeras horas ya teníamos a los partidarios de las renovables y de las nucleares enfrentándose; a unos expertos señalando a Red Eléctrica y a otros a las compañías energéticas; a la oposición, sin saber por qué fue el apagón, culpando al Gobierno y al Gobierno, sin saber tampoco por qué fue el apagón, asegurando que no iba a volver a suceder. Todo sorprendente y agotador, especialmente en un país en el que, hasta ahora, a la mayoría, incluyendo casi todos de los que han hablado estos días en los medios, nos costaba descifrar la factura de la luz. Pues bien, en cuestión de unas horas todo el mundo se había convertido en un experto en energía, además de que hayamos vuelto a contemplar cómo cuando se produce un suceso insólito, del que casi nadie sabía nada, todos quieren hacernos creer que se ha “confirmado” justo “lo mismo que ellos ya pensaban antes y habían vaticinado”. Y es que somos un país de “todólogos” y “sabeores”…
En segundo lugar, y si queremos sacar algunas conclusiones no precipitadas de este episodio, tendremos que empezar por reconocer que estas pocas horas sin electricidad nos han mostrado la enorme vulnerabilidad y dependencia de esta energía que tiene nuestro modo de vida.
Además, ha quedado claro que nuestro sistema eléctrico necesita fuentes de energía, por supuesto limpias y baratas, pero también estables y gestionables, y para ello habrá que combinar aquellas que aporten más de lo uno y de lo otro, pero siempre anteponiendo el interés general, el de la población. Es decir, un control sobre cómo y cuándo funciona una u otra fuente de energía, cuál y cuánta debe ser acumulada o almacenada y cómo se fortalece un sistema vital y estratégico. Porque deberíamos tomarnos en serio y aprender algo de un acontecimiento que ha demostrado que hay algo que no funciona, cuando varios fallos fueron capaces de apagarnos y ni siquiera hemos podido conocer aún las causas.
El apagón del pasado lunes no puede entenderse solo como un fallo técnico o coyuntural, sino que revela, en efecto, los problemas en la gestión de un recurso esencial como es la electricidad. Hoy en día, la electricidad no es solo una comodidad: es la base de todo. Sin ella, se detienen los hospitales, el transporte, la comunicación, la economía. Por eso, la electricidad no puede gestionarse como si fuera una mercancía cualquiera. Y, sin embargo, eso es lo que llevamos haciendo décadas.
España, como muchos países europeos, decidió hace años entregar el control del sistema eléctrico al mercado. Las grandes eléctricas, antes públicas o muy reguladas, hoy funcionan bajo una lógica privada: buscan beneficios, no garantizar el suministro. El precio de la luz se decide cada hora en una especie de subasta donde ganan los más caros, y las inversiones en seguridad o mantenimiento se hacen si son rentables, no si son necesarias.
El resultado es un sistema frágil, caro y muy dependiente de factores externos. Lo que pasó el lunes fue solo una señal de alarma. Una sobrecarga en una parte de la red provocó un efecto dominó que dejó sin luz a miles de hogares. ¿Por qué? Porque no hay suficiente respaldo, porque el sistema está al límite, y porque no hay una planificación a largo plazo que piense en el interés general. Y eso nos lleva al fondo del problema: la falta de una perspectiva de Estado. La energía no puede estar al albur de decisiones empresariales o de las reglas de un mercado especulativo. Tiene que estar bajo control público o, al menos, con una planificación fuerte, pensando en el futuro, en la soberanía y en el bien común.
Nuestro país se dejó llevar por la inercia de los tiempos, la globalización, el neoliberalismo y unos gobernantes más preocupados por el interés propio y cercano que por el bien de España. La ola de privatizaciones y la liberalización de mercados estratégicos, como el mercado eléctrico, atacaron la soberanía y la seguridad nacional, convirtiendo bienes vitales, como se ha demostrado, en productos sujetos a dinámicas especulativas y decisiones empresariales transnacionales. ¿Es defender el interés de España, y de los españoles, que la planificación y el control de este sector esté en manos de operadores privados con sus propios intereses financieros? Se responderá que el accionariado mayoritario, con el 20% de Red Eléctrica, está en manos del Estado. Sí, igual de cierto que el 80% está en manos de intereses financieros y especulativos. ¿Qué defensa de España se puede hacer en esas condiciones? ¿Ustedes creen que es normal que un sector tan estratégico, ya no solo esté en manos privadas, sino en unas manos como las de BlackRock, un fondo especulativo extranjero cuya principal ocupación es obtener provecho de las desgracias, propias o ajenas, atacando mercados y lugares estratégicos? ¿Y si entra en el capital de Red Eléctrica cualquier otro fondo privado de algún país con el que podamos entrar en conflicto? ¿Le damos voz y voto en nuestro sistema eléctrico? ¿Por qué ya no en el de Defensa? El debate de fondo es si algo tan crítico como la energía puede ser privado porque si no España se expone no solo a apagones, sino a ineficiencias estructurales, precios volátiles y vulnerabilidad ante decisiones externas.
Pero es que vamos más allá. Estratégica y geopolíticamente, ahora que está de moda el sentido de la defensa nacional, replantear el modelo energético pasa por redefinir su papel: no como mercancía, sino como infraestructura esencial, fuera de la lógica de rentabilidad inmediata y al margen del cortoplacismo político. No sólo EE.UU. y China, sino países también como Francia o Alemania están empezando a reaccionar: blindan su red eléctrica, recuperan el control sobre empresas estratégicas, piensan en seguridad y resiliencia. España, en cambio, sigue confiando en que el mercado lo solucionará todo. Pero cuando el sistema falla, no es el mercado quien da la cara. Es el Estado. Y si el Estado ha renunciado a planificar, regular y garantizar lo esencial, entonces nos encontramos indefensos.
Estos días hemos visto falta de previsión y de atención a los informes de seguridad, cómo se han tomado decisiones erróneas, que existen inversiones fundamentales pendientes, que algunas infraestructuras no son suficientes, etc. Una serie de cuestiones técnicas que aportan muchas sombras sobre un modelo que nos habían vendido como casi perfecto e incuestionable, pero sobre el que se mueven demasiados intereses, de todo tipo. La electricidad es un asunto de Estado y como tal debería tratarse, diseñándola y planificándola estratégicamente, alejándola de ese oportunismo político, mediático y empresarial que se dedica a lavar los platos sucios del monopolio real que más beneficios reparte y más socava a España como Nación y como Estado.
Ambas cuestiones, que tenemos una enorme dependencia de la energía, y en especial de la eléctrica, y la debilidad de nuestro modelo han aparecido a la vez, súbitamente, y obligan a un debate profundo y a cambios reales, fuera del espectáculo habitual. Hablamos de los intereses de España en su conjunto y es demasiado importante como para hacerlo sin una visión amplia y estratégica. El apagón de este lunes debería ser un punto de inflexión. No basta con arreglar un cable o revisar una subestación. Hay que repensar todo el modelo eléctrico. Hay que volver a considerar la energía como un derecho, no como un negocio, como un tema estratégico del Estado. Porque la próxima vez, el fallo puede ser mayor. Y porque un país que no garantiza la luz no garantiza el futuro.