Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Idiocracia

¿Cuántas veces escuchamos que “antes se vivía mejor”, sin especificar cuándo ni para quién?

En medio del ruido, la polarización y la fatiga democrática que caracteriza la política actual —en España, pero también en cualquier otro lugar—, es difícil hacer análisis concretos y acertados, definir de alguna manera lo que está pasando y lo que vendrá.

Si hablamos de esta trama de corrupción infecta que nos entretiene estos días, lo hacemos de unos personajes repulsivos y sus tejemanejes, pero también del mecanismo de la corrupción, de una forma de gestionar el Estado y las grandes empresas, por lo que cuando se vayan estas “manzanas podridas”, llegarán otras, ya que los responsables y el funcionamiento no cambiará. Si hablamos de la escalada bélica en el escenario internacional, nos centramos en las “aparentes” ocurrencias de dirigentes extravagantes, aunque no podemos olvidar que lo que hay detrás es un conflicto geopolítico de inmensas repercusiones económicas. Pero, ya sea estos o en otros casos, lo que cuesta entender es cómo llegamos, como sociedades, a encontrarnos en estas situaciones, en manos de aquellos que parecen poco preparados para gobernarnos, por corruptos o ineptos, pero que manejan y aprovechan nuestras debilidades sociales para conseguir el respaldo social y hacerse con el poder.



Desde hace tiempo, un poco provocativamente, le doy vueltas a una definición de esta situación utilizando un vocablo inglés que aún no tiene equivalencia en castellano. La “Idiocracy”, o nuestra “Idiocracia”, sería esta forma de gobierno y gestión que se ha instaurado en nuestras sociedades, dominadas por la estupidez de sus dirigentes. Vendría a ser una categoría teórica que superase a la kakistocracia (el gobierno de los peores) y se apreciaría en todos los órdenes institucionales. Esta idiocracia lo inunda todo, es difícil escapar de ella y posibilita la primacía del pensamiento teledirigido, la ausencia de espíritu crítico y el sometimiento a los dictados interesados del sistema y de los que lo controlan, que no siempre son esos “idiotas” que aparecen en primer plano.

¿Es esto posible? La idiocracia sólo podría ocurrir si existiera una relación directa entre el deterioro político y el funcionamiento de nuestras sociedades, y del cerebro de cada uno de nosotros. Si los sesgos sociales, los errores que cometemos en nuestra forma de pensar y entender el mundo, no solo afectaran a individuos, sino que se amplificaran en redes sociales, medios de comunicación y discursos políticos. De esta forma, la política se habría convertido en el ecosistema perfecto para aprovecharse de los peores sesgos sociales y nosotros seguiríamos creyendo que elegimos libremente, cuando en realidad solo estaríamos reaccionando como animales asustados buscando certezas fáciles. ¿A que así les resulta más familiar?

Observar ésta nuestra Idiocracia nos permite centrarnos en algo que rara vez se pone sobre la mesa y que sin embargo lo contamina todo: la forma en que pensamos. O más bien, la forma en que no pensamos. Porque, aunque nos guste creer que votamos, opinamos o nos indignamos tras razonamientos lógicos y bien informados, lo cierto es que una buena parte de nuestras posiciones están marcadas por sesgos cognitivos y errores de juicio que arrastramos desde hace tiempo.

Y no, esto no va de que la ciudadanía sea ignorante o emocionalmente débil. Va de que el cerebro humano no está diseñado para buscar la verdad, sino para sobrevivir, para ahorrar energía mental y tomar decisiones rápidas en un entorno que, hace miles de años, era más peligroso que complejo. El problema es que ahora vivimos en un entorno más complejo que peligroso, y esos atajos mentales que antes nos servían, hoy nos engañan.

Uno de los sesgos más poderosos y peligrosos en este contexto es el sesgo de confirmación: la tendencia a buscar, interpretar y recordar la información que refuerza lo que ya creemos. En otras palabras, no queremos saber la verdad, queremos tener razón. Este sesgo está en la base de muchas discusiones políticas, donde no debatimos para entender, sino para vencer. Donde las noticias que no confirman lo que pensamos son automáticamente “manipuladas”, y las que sí lo hacen son compartidas con entusiasmo, sin la más mínima verificación.

Por si fuera poco, el sesgo de anclaje nos deja atados a la primera información que recibimos sobre un tema, por muy falsa o incompleta que sea. Y cuando esa información llega envuelta en un relato emocional, con un enemigo claro y un culpable a mano, ya no hay vuelta atrás. ¿Cuánta gente sigue convencida de que la okupación es la principal causa de la crisis de la vivienda? ¿O que la inmigración es el origen de todos los males del Estado de bienestar? El ancla ya está echada. Y moverla cuesta mucho más que entender la realidad desde el principio.

A esto hay que sumar nuestros errores de memoria, que no es una grabadora objetiva, sino un guionista caprichoso. Recordamos lo que nos conviene, olvidamos lo incómodo, reescribimos el pasado para justificar el presente. ¿Cuántas veces escuchamos que “antes se vivía mejor”, sin especificar cuándo ni para quién? ¿Cuántos partidos presumen de coherencia histórica con una memoria selectiva que haría sonrojar a un notario?

Todo esto lo saben muy bien los equipos de campaña, los asesores de imagen, los expertos en comunicación política y los medios que juegan a ser partidos políticos. La política contemporánea no se dirige a nuestra razón, sino a nuestras emociones y a nuestros sesgos. Sabe que el miedo paraliza y fideliza, que la indignación viraliza y que la identidad ciega. Sabe que nos sentimos más cómodos en una trinchera que en un terreno abierto. Por eso los discursos políticos son cada vez más simplistas, más emocionales, más binarios. No porque la realidad lo sea, sino porque nuestra mente tribal lo prefiere así.

Y no es casualidad que esto se agudice en tiempos de incertidumbre. Cuando no entendemos lo que pasa —crisis económica, pandemia, guerra, inteligencia artificial—, no buscamos respuestas complejas, buscamos certezas rápidas. No queremos más preguntas, queremos seguridades. Aunque sean falsas. Aunque nos infantilicen. Aunque nos las vendan quienes han provocado los problemas que ahora prometen resolver.

Aquí es donde podría escribirse un panfleto derrotista y resignado. Pero no. Porque lo fascinante de todo esto es que sabemos cómo funciona nuestra mente. Y, a diferencia de otros momentos históricos, hoy tenemos herramientas para comprender nuestros sesgos, neutralizarlos y mejorar nuestras decisiones individuales y colectivas.

La neurociencia, la psicología cognitiva y la filosofía práctica nos han enseñado que, aunque no podemos dejar de tener sesgos, sí podemos aprender a corregirlos. La clave está en diseñar entornos —educativos, mediáticos, institucionales— que promuevan la autocrítica, el pensamiento complejo y la duda razonable. Y, sobre todo, que nos enseñen a pensar mejor, no solo a opinar más. Porque una ciudadanía crítica no nace de leer muchos titulares, sino de leerlos con una mirada atenta. No surge de tener muchas opiniones, sino de saber de dónde vienen y por qué las sostenemos. Pensar mejor es una forma de resistencia. Y también de esperanza.

Sí, vivimos tiempos difíciles. Sí, nuestra mente tiene trampas. Pero también tenemos conciencia de ello. Y esa es nuestra ventaja evolutiva más poderosa: la capacidad de darnos cuenta de nuestras limitaciones y superarlas, ya que, siendo parte del problema, podemos observar nuestros errores de pensamiento y corregir el rumbo.

Por eso, la crítica a nuestros sesgos no debe servir para despreciar a los demás o para encerrarnos aún más en la superioridad moral de “los que piensan bien”, sino para abrir espacios de reflexión compartida. Para preguntarnos, con humildad: ¿y si yo también estoy equivocado? ¿Y si he comprado un relato porque me hacía sentir bien, no porque fuera cierto? La salida no es el cinismo, sino la curiosidad. No es el dogmatismo, sino la disposición a escuchar. No es el culto a la identidad, sino la búsqueda de la verdad. Y esa verdad es que la democracia necesita personas que piensen, no solo que voten.

Si queremos una política mejor, si queremos superar la idiocracia, no basta con cambiar a los políticos, a los idiotas. Tenemos que cambiar nuestra forma de estar en la política. Eso empieza en las conversaciones cotidianas, en las redes sociales, en las aulas, en los bares. En dejar de buscar razones para tener razón, y empezar a buscar razones para entender. Porque entender es el primer paso para transformar. Y tal vez, si somos capaces de ese esfuerzo colectivo —incómodo, exigente, pero profundamente humano-, descubramos que otra política es posible. Y no porque alguien nos la prometa, sino porque nosotros habremos aprendido a exigirla. Y a construirla.