Cuando comenzó este 2025, di el pistoletazo de salida personal a la pregunta que cada verano me planteo para que la época estival sea un hervidero de pajas mentales existenciales, no fuese que el calor no hiciera acto de presencia y necesitase una excusa para encenderme. Pero claro, en este mundo, poco esfuerzo tiene que hacer uno para que le hierva la sangre. Guerras prefabricadas, genocidios varios, locos a los mandos de gobiernos en cada vez más países y, para variar, la corrupción más rancia que vuelve a comérselo todo. ¿Qué más enemigos queremos?
Pues resulta que la pregunta para este verano me la ha ofrecido la propia actualidad y sus diferentes ramas, unas más torcidas que otras. Veamos, pues, el motivo principal. Por un lado, políticos y acólitos que te hacen dudar de si eres o no español. Esta es, a grandes rasgos, la base. De añadidura, esos fieles que si por ellos fuera te echaban a patadas de tu propio país sin despeinarse. «Tú no eres español». Sé que lo que viene después hará que me platee si soy buena persona o no, porque lo que me pide el cuerpo es que alguien me grite aquello de «¡A las armas!», y actuar cual adolescente que respondía al Tío Tom cuando reclutaba a voluntarios para la II gran guerra. Reconozco que estas personas consiguen sacarme de quicio cuando los veo repetir como loros sus soflamas contra los que estarían dispuestos a quitarse de en medio porque no pensamos como ellos. Duro, ¿verdad? Pues se cruzan con vosotros por la calle y ni os dais cuenta.
No quieren a los que no adoran al vellocino de oro, ni a los que no llevan banderitas en la muñeca ni la marca esa del capote, ni a los que esperan que la tauromaquia desaparezca, ni a los que no se empalman ante la bandera, ni a quienes no lloran al paso de una imagen, ni a los que no le ven la gracia a los cazadores, ni a los que quieren que también la corrupción de las ultraderechas sea castigada con el mismo entusiasmo que la de la izquierda. Ándate con cuidado si osas decir aquello de que gran parte de la magistratura está tuerta de un ojo. Ah, bueno, y el mejor de todos los eslóganes: los inmigrantes no aceptan nuestra cultura. ¿Y qué pensáis que nos ocurre a miles de españoles, tan españoles como vosotros? En gran medida, tampoco la aceptamos porque mucha de esa cultura huele a tiempos oscuros. Y no lo hacemos por pensar que son pura barbarie o tradiciones tan rancias que escuece ver cómo se mantienen a día de hoy. Yo, al igual que los inmigrantes que llegan en busca de una oportunidad, no tengo que aceptar ninguna cultura, sino las leyes que rigen el país. ¿Os parece correcto? Pues es lo que hay. Además, haceos mirar qué es y qué no es cultura.
Han logrado el escenario que buscaban, que el odio campe a sus anchas por este país de todos. En mi caso particular, lo reconozco a pecho descubierto como ya lo he comentado en otras ocasiones: no quiero a nadie de esta tribu a menos de trescientos metros de mí. Si esto es lo que pretendíais, enhorabuena. Llevo soltando lastre algunos años no callándome delante de nadie que yo crea que necesita una reprimenda. Son personas a las que algo les falta o falla en su vida personal, estoy seguro. O puede que tengan algún cable suelto, qué sé yo. Hay también a quienes la edad está haciendo mella de forma agresiva. Será por aquello de que ya no tienen nada que perder, como le ocurre a algunos jueces que ahora tienen que pasar por caja.
¿De verdad estáis dispuestos a reorganizaros por tribus con tal de comprarle el discurso de odio visceral a algunos políticos? ¿No os resultaría más, digamos, atrevido, sentaros a charlar, discrepar, debatir, como más os guste, con quienes no piensan como vosotros? Sé que tendríais que escuchar argumentos que no cuadran con esos que os han inoculado en vena y contra los que solo existe un antídoto: la verdad. Pero no esa que dicen por ahí que «es una verdad inventada», no. La verdad verdadera, la que a todos nos puede doler. Así, al menos, unos y otros tendríamos argumentos de peso con los que poner todas las cartas sobre la mesa.
Un país que merezca la pena solo se puede construir si hacemos el esfuerzo de llegar a puntos comunes, no queriendo imponer nuestra idea de vida sobre los demás. Eso sí, para empezar con el debate, al menos en mi caso, dejaría fuera de la sala esa España cañí, rancia, nazionalcatolicista, torera, de pasodoble de la Piquer, de toros y caza, de odio. No porque no cumpla con lo que digo, sino porque representa todo lo contrario al sentido común y a la evolución lógica de la convivencia. Esta tierra se cultivó con muchas culturas y ahora vosotros queréis hacernos creer que somos tan puros como agua de manantial, cuando llevamos sangre tartesa, turdetana, fenicia, celta, árabe, romana y visigoda, sin contar las mezclas que con los años hemos logrado con los millones de personas de otros países que han venido por aquí y han formado sus familias multicolor.
La pureza aria que algunos nos quieren vender no existe en España. De lo que sí vamos sobrados es de ataques hacia toda esa gente a la que no les gusta vuestras costumbres, esas que son tan nuestras como vuestras pero que creemos que va siendo hora de revisar. Se evoluciona siempre hacia adelante, solía pensar en mis mejores tiempos de juventud, pero parece que me equivoqué. Gran parte de nuestros vecinos piensan que el futuro es viajar al pasado, rescatando leyes tan restrictivas que esa LIBERTAD de la que hablan no es más que aquella represión que tantas veces nuestros antepasados sufrieron en sus carnes. Pero, ¿de verdad estamos en esas? ¿Estáis abrazando en serio esos discursos que mañana acabarían con muchos de vuestros derechos que ahora disfrutáis? Dadle una vuelta a esto, porque puede que ahí esté vuestro error. No escucháis, y a la larga será esto lo que os haga agachar las orejas cuando os toque a vosotros, o a vuestros hijos, padecer las estrategias que ahora defendéis.
Mañana, cuando todo esto ocurra, cuando tus hijos tengan que vivir bajo un puente, pagar gran parte de su sueldo para que sean atendidos en la sanidad que tengamos, cuando sus trabajos sean casi por obligación, cuando su formación dependa de una nómina, cuando levantar la voz contra un gobierno suponga que una porra te mida el lomo, cuando la prensa esté atada de pies y manos gracias a quien arría la mascá y solo leas mentiras, cuando el gran ojo sepa en cada momento lo que haces, cuando llegue ese momento llorarás como un niño por lo que no supiste ver como un adulto informado por falta de curiosidad y por haber seguido la zanahoria que pusieron delante de tus narices. ¿Que eso no puede ocurrir jamás en un país democrático? Échale un ojo al país de San Francisco, Las Vegas, New York o Wisconsin, que te vas a reír.
Será entonces cuando bajaremos los maquis del monte para gritar: «¡Os lo dijimos y no nos creísteis!». Aun así, os daremos un abrazo, secaremos vuestras lágrimas y, cual serie apocalíptica, nos replegaremos y armaremos todos juntos un ejército que ahora está en horas bajas.
Hoy es difícil que lo veáis, pero todo apunta a que este será el guion para nuestro futuro. Esta vez no voy de cuñado. Basta con mirar a otros países y darse cuenta de lo que conlleva abrazar el neoliberalismo y el populismo sin base y las nuevas políticas que contaminan el mundo. No les interesamos, no quieren más que dinero y poder y eso solo lo pueden lograr sometiéndonos y creando una realidad hecha a su medida a base de mentiras, falsedades que ahora todos dais como ciertas.
Ser buenas personas es la única manera de cambiar el mundo. Lo que veo complicado es que cambiemos nosotros primero. ¿El porqué? Ese odio que nos corre por las venas. Y, sí, yo también lo siento por mucha gente con y sin poder. Es lo que tiene formar parte de nuestra especie.