El bar de la esquina

Antonio Reyes

Personas luciérnaga

Quitémonos de los oídos los tapones de mentiras, bulos, falsas noticias y las conspiraciones creadas para desviarnos de lo importante y seamos mejores

«Deja encendida una luz» es el título del último single de Viva Suecia. La letra nos habla de la súplica camuflada de tener siempre a alguien a quien recurrir cuando las cosas vienen mal dadas. Un día gris, una mala racha, un desamor, una pérdida, un frenazo en nuestra creatividad, una decisión equivocada o la búsqueda de una salida de emergencia. «Si me derrumbo, tú deja encendida una luz», nos cantan en el estribillo. Todos hemos pasado por momentos en los que, agarrados a una tabla flotante en un océano enfurecido, ya con el último aliento, soñábamos con que apareciese un buque mercante y nos lanzara un salvavidas. Como final de película es un tópico, pero la vida se empeña en recordarnos que no es una aventura fácil en ningún aspecto.

Altibajos emocionales, laborales, sentimentales, que nos curten en mil batallas y nos siembran la piel de cicatrices. Las muescas en el revólver de los vaqueros del cine clásico, las piedras en las que tropezamos una y otra vez, el sabor salado de las lágrimas, el nudo en el estómago, los rezos de quienes no profesan fe alguna. Así es como vamos recorriendo nuestro camino. No existe la vie en rose. Mira que son muchos los libros de terapeutas, psicólogos y otros maleantes que pretenden decirnos cómo sobrellevar estos trances, pero nada, tú, que no hay manera.

La primera vez que escuché esta canción de los murcianos, su estribillo, me imaginé a cualquier persona de mi entorno suplicando un consejo, un «solo quiero que me escuchen», que abría una puerta en la oscuridad cuando, de repente, alguien sentado en un sillón, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre el regazo, encendía una pequeña lámpara a su lado. «Y la luz se hizo». Así es como me imagino la respuesta del eco tras escribir el náufrago un SOS bien grande en la arena de una playa. Vale, sí, parece que hoy estoy más romántico que de costumbre, pero es que estas cosas también pasan en el mundo. No todo va a ser criticar, copón.



Este que os habla, psicólogo y vendeconsejos titulado en la facultad de mi casa, sabe que el mayor lastre que arrastramos no es más que esa necesidad de querer agradar a todo el mundo, de esperar siempre caer bien a todos, de no molestar, que los demás piensen que nuestra vida es la hostia. ¿Para qué? ¿De qué sirve vender una imagen ante un público que nos conoce y sabe que ni podemos tirar de ese carro ni tenemos cartera para ello? Los demás son clones, no vayáis a pensar que viven como Paris Hilton o las Kardashian esas. Todos necesitamos alguna vez que alguien encienda una lamparita y nos diga «aquí me tienes para lo que quieras», incluso esas personas cuyas vidas crees que son mejores que la tuya porque mienten al público haciendo creer que duermen entre algodones y las preocupaciones no van con ellas. Que no, que también sufren, lloran y echan de menos «Algo que sirva como luz» (Baeza style).

He aprendido a lamerse las heridas del pasado y actuales porque yo también me he llevado alguna bofetada como un pan de Cazorla de grande por hacer de defensor de alguna causa perdida. He sufrido en mis carnes cómo esos a los que pretendía apoyar guardaron silencio, haciéndome culpable de mis propios actos, defensa descarnada en este caso. Aun así, aquí sigo. En otro plan, es cierto. Ahora sé que entregarse a ayudar a los demás en lo que podamos te granjea alegrías enormes, pero también puñaladas de gente que se esconde tras perfiles falsos porque son unos cobardes y, con toda seguridad, ni han hecho ni jamás harán nada por nadie si no hay rédito detrás (personas pequeñas de las que mañana nadie hablará). Un consejillo, un abrazo, un «si quieres leo lo que has escrito y te doy mi opinión, aunque sabes que no soy nadie». Cualquier nimiedad basta para alegrarle el día a un amigo o ser querido, tanto monta. El caso es que descubrí que lo mejor a lo que podemos optar es a demostrarle al mundo que merecemos la pena, cada uno hasta donde pueda, que tampoco nos vamos a hacer misioneros. Saber dejar de lado ciertas riñas, discusiones inútiles con personas diminutas o hablar solo cuando es necesario, genera una satisfacción personal que deberíais probar. Los orgasmos son acojonantes. 

Si os paráis a pensarlo, esto es lo que necesita el mundo, personas que sean capaces de ponerse en el lugar del otro cuando ese otro esté a punto de saltar por el precipicio. Esto engloba miles de ejemplos. Nuestro vecino, amigo, primo, hermano… Pero también desahucios de ancianos, apoyar la lucha por la sanidad y la educación públicas, los pensionistas y su maltrato continuo, recortes sociales en dependencia («todos llevamos un viejo dentro», que no se nos olvide) o ser capaces de ponerle freno al cambio climático que provocamos entre todos. El mundo solo cambiará a mejor si lo hacemos nosotros primero. Yo lo he puesto en práctica y es como una redención diaria que me hace dormir bien. Estoy a las puertas de  darle un nuevo rumbo a mi vida y este nuevo camino lo empecé prestando atención a las cosas pequeñas. Ayudar es un bálsamo excelente para darte de bruces contra otras realidades, quizá la nuestra propia, no la que nos quieren vender entre unos y otros. La calle, el verdadero termómetro para conocer de primera mano la vida de los demás, nos propone, nada más pisarla, una descarga de empatía que pocos hacen suya.

La humanidad, el planeta, no esperan de nosotros grandes actos ni epopeyas griegas que hagan que nuestro nombre resuene por los siglos de los siglos en los libros de historia, no. Más bien, gestos diminutos y acertados dardos que den en las dianas correctas, aquello de hacer granero, ya sabéis. ¿Que somos pocos? Mañana seremos legión si ponemos en marcha este plan y logramos hacernos cambiar los unos a los otros por la cuenta que nos trae. Por el contrario, por ejemplo, estamos rodeados de personas que niegan el genocidio, el exterminio del pueblo palestino, con el único motivo de decir lo contrario de lo que hace o dice este Gobierno. O que odian a quienes huyen del hambre, la muerte, las guerras, pidiendo asilo y les niegan el pan y la sal porque, claro, son todos potenciales terroristas. Y al día siguiente, con sus mejores galas, a misa a comulgar y que Cristo expíe sus pecados. ¿En serio? Mira, ¿sabes que te digo? Que hasta aquí hemos llegado. No quiero tener a menos de treinta kilómetros a personas así, fariseos que odian al diferente por el mero hecho de tener una determinada idea política y que hoy, si se diera el caso, volverían a crucificar a Jesús. Os conozco aunque, como he dicho antes, os escondáis tras perfiles falsos con fotos sacadas del catálogo de Cortefiel. Con toda seguridad, vuestro odio solo demuestra las vidas tan lamentables que tenéis y que por algún lado tiene que salir toda esa bilis que lleváis dentro porque ni siquiera sois capaces de hacer nada por vosotros mismos (de eso, Jaén está plagado). Compraos una isla y marchaos todos a vivir allí juntitos y librad al mundo de vuestro odio visceral al pobre, porque es esto realmente lo que ocurre. Eso sí. Cuando necesitéis alguna ayuda, paguita, como soléis llamarlo vosotros, aquí estará papá Estado y esos impuestos que tan poco os gustan y que pagamos entre todos. Casualmente, pagan más los que menos tienen, algo que no os molesta porque soñáis con ser tan ricos como ellos. Y así moriréis, alimentando monstruos que os ignoran y que, gracias a vosotros, siguen con sus planes.  

Quitémonos de los oídos los tapones de mentiras, bulos, falsas noticias y las conspiraciones creadas para desviarnos de lo importante y seamos mejores de lo que somos. Estoy seguro de que todos tenemos una lamparita que unos ojos tristes esperan que encendamos. Sed luciérnagas, seres pequeñitos de luz radiante. Y si para crear un mundo mejor tenemos que apartar a esas personas cuya única misión en la vida es odiar a alguien, porque solo así pueden ocultar lo pequeños que son, pues las apartamos y aquí paz y después gloria. Qué penica dan. Si en el fondo solo pretenden que alguien les preste atención.