El bar de la esquina

Antonio Reyes

Amanece, que ya es bastante

He aprendido a detectar a los imbéciles (¿seré yo?) que se ríen en redes con comentarios absurdos, como si supiesen de todo

He de reconocer que he llegado a un momento de mi vida en el que pocas cosas me interesan tanto como para estar todo el día atacado de los nervios. Me he vuelto un experto en autocontrol y no dedico ni un segundo ni una gota de saliva en debatir con nadie que no merezca la pena. He aprendido a detectar a los imbéciles (¿seré yo?) que se ríen en redes con comentarios absurdos, como si supiesen de todo, porque su único objetivo es encabronar al personal. Y mira que hay especímenes de este tipo, pero nada, conmigo no podrán. Expertos políticos, gente con soluciones para todo, francotiradores de gatillo fácil, odiadores profesionales que, con toda seguridad, huyen de unas vidas personales tan pobres que su única salida es arremeter contra todo el que se mueva. Como esos que se cayeron con todo el equipo porque pensaban que iban a tener una vida política fructífera y han tenido que desmontar sus castillos en el aire al darse cuenta de que la gente no los quiere. Y eso, queridos, crea monstruos, aquí en Jaén o en el último pueblo de los Picos de Europa, monstruos que sueltan su bilis en redes sin más pretensión que la venganza. Sabemos quiénes son y se les ve a la legua.

Decidí que mis esfuerzos en ofrecer mi humilde ayuda irían para las personas que, sin alardes ni grandes boatos, intentan que mejoremos todos sin distinción. ¿Sabéis cuál es su principal característica? El silencio. Fíjate tú, que ni siquiera utilizan las redes para tirarse el pisto con grandes gestos porque, básicamente, no necesitan palmaditas en la espalda ni halagos continuos para no hacer pucheros a las claras de la noche. Gente que camina por la calle y que no esperan que nadie los reconozca, ya que sus almas tienen tanta paz que se bastan y se sobran para ser felices. A esto sí que lo llamo yo hacer apostolado. Pero del bueno, del de verdad, del que todos necesitamos una clase magistral. Prueba real de lo que significa predicar en el desierto.  

Pero tampoco quiero ser más papista que el Papa (DEP, querido «comunista»), porque todos hemos muerto alguna vez por esta boquita que Dios nos ha dado. Claro que recurrimos a la publicidad gratuita que nos ofrecen las redes para publicitar algunas acciones, ya que es la única forma de llegar al máximo de personas posibles buscando un buen gesto, sobre todo, cuando de rascar un euro para los demás hablamos. «Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa», que diría aquel. Y es aquí cuando descubres que, la mayoría de veces, la respuesta que esperabas con ilusión se difumina a los cinco segundos. Es entonces cuando sueles pensar: es la última vez que lo hago, porque para no encontrar respuesta...



Con estas líneas, lo que intento explicar es que, cuando se nos presente la oportunidad de hacer algo por los demás, por el vecino de arriba, por ese amigo que con la mirada nos pide ayuda, por esa persona que no sabe cómo salir del atolladero, por quienes tienen un puñado de páginas escritas o quien necesita una linterna para su oscuridad, encendamos nuestro faro para que sepan que aquí estamos, con lo poco o mucho que tengamos en nuestra despensa auxiliadora. Y si tenemos la solución a su pesar, no vayamos después corriendo a airear lo generosos que somos. Nos callamos, aceptamos su agradecimiento y volvemos a abrir nuestros brazos. Que pase el siguiente, que aquí andamos para lo que se nos necesite.

La reflexión de esta semana me ha llegado a raíz del apagón del pasado lunes. Mi mujer y yo salimos a pasear con la esperanza de que la comida del congelador no se echara a perder. Llegamos hasta la Alameda y la estampa que nos encontramos fue reveladora. Decenas de niños jugando a la pelota, con las bicis, chavales tirados en el césped echando una partida de cartas y algunos otros...¡leyendo en los bancos! En ese momento pensé «todavía hay esperanza», sabiendo la esclavitud que provoca la adicción a las pantallas. Algo absurdo, por otro lado, ya que personas así las hay a millones. Lo que ocurre, es que los de antes, los del gatillo fácil, tienen tanta repercusión que, a pesar de ser cuatro gatos, eclipsan al resto. Así que quiero lanzar un reto al mundo. ¿Qué os parece si apartamos a los imbéciles y nos quedamos con la buena gente, los sencillos, los que no necesitan el aplauso para vivir? Personas pequeñas, las llamo yo. Bueno, espera, que quizá estas nos necesiten también. Igual les estoy metiendo demasiada caña sin merecerlo, porque para solucionar un problema hay que ir al fondo de la cuestión. Os queremos igual, vaya por delante, pero quizá sería buena idea que en vuestras casas se vaya la luz una vez por semana para que salgáis al mundo real y os deis cuenta de que lo importante para ser felices son cosas pequeñas que vuestra necesidad de aplausos no os deja ver. Os recomiendo bajar de vuestros altares y relacionaos, que es lo que de verdad nos alimenta. Y si fuisteis de esos que tardaron dos segundos en salir corriendo al súper a comprar conservas, pensado en haceros con un camping gas, una bombona y un fuego o empezar a diseñar un búnker, recordad que hay millones de personas en el mundo que no saben lo que es la electricidad, ni una lata de atún, ni el gas. Y como vuestros referentes morales os cuentan que algo de culpa tendrán por su situación, os olvidáis de ellas y apoyáis la creación de muros y el cierre de fronteras porque todos son terroristas y radicales islamistas. ¿Veis? Así de tristes son vuestras vidas y por eso prefiero daros de lado. Total. Vivo con la tranquilidad de que, cuando llegue el juicio final, la mayoría de vosotros arderéis en el infierno mientras yo correré por el paraíso en pelota picada y disfrutando de la vida eterna con la gente que dedicó su vida a hacer mejor la de los demás. Nos miraremos con los mejores ojos y ni veremos sexo malo por todos lados, ni adoctrinamiento, ni malicia, ni diferencias entre nosotros, ni pollas en vinagre.  

Mientras espero con ansia ese día, aquí sigo, con la puerta de mi casa abierta de par en par para quien quiera entrar sin llamar (vosotros sabéis quiénes sois), con el teléfono cerca para responder a la llama de emergencia y con las ganas intactas de tomarnos una cerveza cuando la ocasión lo merezca, que para esto último pocas excusas suelo poner.

 

Venga, brindemos por esos que ansían el aplauso y el halago diario y tengamos esperanza en que, mejor hoy que mañana, salgan a la calle a preguntar a otros en qué les pueden ayudar. ¡Salud!