El senderista loco

Miguel Ángel Cañada

El Charco Azul, un chapuzón imaginario

Nueva aventura natural del Senderista Loco, en esta ocasión en el Charco Azul

 El Charco Azul, un chapuzón imaginario

Charco azul.

Frente a la pantalla de este ordenador al que me encadeno, a veces para escribir poesía, otras para redactar artículos como este, abro alguna fotografía de mi siempre alocada pasión por salir a la montaña, al sendero; a respirar naturaleza o a limpiarme los callos que acumula mi mente durante toda la semana. La abro y descubro lo afortunado que he sido por haber tocado esa hierba fresca, recién nacida de la tierra. De oler unas flores que, sin tener que cortarlas, azotan mi espacio sensitivo con el dulzor que desprenden. Avistar aves, restregándome que todavía ellas, si aún les dejamos espacio, se deslizan por el cielo con toda libertad. Un cervatillo corretea tras su madre. Él se para con la curiosidad de la inocencia; la madre trota y le advierte por la experiencia de la muerte.

En estos últimos meses, por diversos motivos que se han ido enlazando unos con otros, como un hilo mal enmadejado, me he tenido que conformar con escribir estos relatos a través de mi memoria, preservada por estas fotografías que ahuyentan los demonios de no poder colgarme por un tiempo la mochila.



Hoy hace calor, mucho calor. Todavía hay quien no cree en el cambio climático porque la memoria engaña a corto plazo. Me explico con ejemplos no contrastados: si a mitad de junio, hace cinco años, hizo mucho calor, tal vez la media era de dos o tres grados menos. Hace veinte, hacía mucho calor, pero podríamos hablar de otros dos o tres grados menos. Si a 36 grados les restamos seis, hace veinte años 30 grados ya eran calurosos para nuestros padres, pues a mitad de junio, hace 60 años, era de unos 22 o 23 grados; eso los días más calurosos. Lo que ocurre es que la perspectiva se va emborronando con el tiempo. Todo este rollo lo podéis extrapolar al frío, a la lluvia o la nieve. Y si todavía os vive algún bisabuelo o abuela de mucha edad, preguntad; no seamos borregos.

Tras el discurso, me vuelvo a esta pantalla que atenta me mira, esperando que mi verbo surja como una cascada de agua que rompe en las rocas y se esparce, como en el Big Bang, en miles de gotas viajando a la deriva hacia todo el universo de una poza. En esa expansión no me resisto a estar yo, a un lado, refrescándome de ese ir y venir de nuevos asteroides circundando mi cuerpo. Justo a mis pies hay un gran charco que desprende ondas subacuáticas y burbujeantes, producidas por el gran chorro que acierta a caer en el centro del río. Ahí, a pie de poza, me limito a observar el paisaje.

Estoy en un río joven, recién nacido en lo más alto de la montaña. Se deja caer hacia el valle con el ímpetu de la niñez, con la prisa que le impone el desnivel. Una tras otra, hay caídas de agua clara, casi transparente, que dejan ver un lecho de guijarros nacarados o dorados, pulidos por el vientre del agua. Si me quedo tumbado y miro hacia arriba, veo pinos de repoblación que fueron los sustitutos para suplantar a sus ancestros tras servir a los humanos y sus menesteres. Veo grandes montañas vivas que nos observan desde que emergieron del mar, guardando entre sus rocas los signos de vida acuática de otros tiempos. Observo, la verdad, pocas nubes, al menos a media mañana. Ellas se esconden en su evolución para dejarnos, al final de la tarde, alguna tormenta que finja mojar la tierra.

Con el título os he dejado la gran pista de dónde podría estar, aunque sea con su imagen y mi creatividad. Dónde, cuando termine de escribir este artículo, me sumergiré —al menos con mi imaginación— en ese “chilanco” de un intenso color azul, que da nombre al lugar y al que he tardado algo más de tiempo en lanzarme. No porque no tenga calor —que sí lo tengo—, sino por lo fría que sé que baja el agua y el dolor de agujas en mi piel que tendré que resistir los primeros segundos. Luego, tras dos o tres brazadas, se desvanecerán los pinchazos, convirtiéndose en un placer refrescante. Sumergirse debajo de la cascada es como convertirse en un ser acuático sin branquias.

Ya está. Andaba allá por la Sierra de las Villas, en uno de los lugares más mágicos del gran parque natural de nuestra provincia. Hay más charcos fabulosos en este mismo río: subterráneos o idílicos, con un color verde intenso. Pero yo me he detenido en esta fotografía y me he querido refrescar en aquí. Aún queda el verano para hacer parada necesaria en los siguientes. Y si os preguntáis qué voy a hacer una vez que termine este loco relato, tened por seguro que me iré a la ducha, abriré el grifo con toda la fuerza dada y, cerrando los ojos, soñaré que he vuelto a este Charco Azul con el que he intentado refrescar un día caluroso de junio.

Nos vemos por los chilancos de Jaén. No te pierdas… o sí.