Hace cien años, en 1925, se publicó el ensayo “La deshumanización del arte”, en la Revista de Occidente. En esta obra, Ortega y Gasset reflexionaba sobre el arte de vanguardia de la época, que pretendía desligarse de la esencia de lo humano y trascender la realidad, desvinculándose de lo cotidiano. El filósofo mostraba la desafección de la gente por un arte alejado de los gustos de la inmensa mayoría por ininteligible, debido a su grado de ignorancia, producto del analfabetismo (cercano al 70% en Andalucía, siendo algunos pueblos la “sede hispánica de la ignorancia absoluta”, según Luis Bello). En esa época, pese a los esfuerzos regeneracionistas por la escolarización, valga como dato que, entre el 23 y el 27, el Ministerio de Instrucción Pública construyó cerca de 400 escuelas, la mitad de la población no sabía leer ni escribir.
Hace cincuenta años, en 1975, con el advenimiento de la democracia, hubo café para todos: de mayor o menor calidad, con o sin leche, con o sin azúcar, descafeinado en algunos casos. Los índices de analfabetismo fueron disminuyendo de manera directamente proporcional al aumento de la escolarización en niveles no obligatorios. Pero cuando ya se había conseguido que hubiese café para todos, se volvió a los sucedáneos, achicoria o cebada tostada, con una reducción gradual de los niveles de exigencia, con una igualación a la baja de conocimientos y resultados para atajar el fracaso y el abandono escolar tempranos, en detrimento de una verdadera mejora de la calidad del sistema, que no se conseguirá si no se aumenta la inversión o se reduce el número de alumnos por aula. Se intentó copiar a destiempo modelos de otros países, difícilmente extrapolables al nuestro. Y así vamos, hacia un nuevo analfabetismo, el funcional, que provoca que los jóvenes no entiendan en profundidad lo que leen ni sepan expresar con exactitud lo que piensan, siendo autómatas en vez de autónomos e independientes. La adictiva tecnología se está convirtiendo en un auténtico trampantojo.
Es indudable que la educación siempre ha estado subordinada a intereses superiores, sociales, políticos o económicos por lo que las decisiones siempre han tenido un trasfondo político o ideológico, pero es que últimamente esta supeditación, casi sumisión, vuelve a ser exagerada, exacerbada diría yo. La educación, o lo que queda de ella, es una simple moneda de cambio. Fíjense en una cuestión aparentemente baladí, la referente a la nomenclatura. En Andalucía, la Consejería de Educación y Ciencia pasó a denominarse de Educación, Cultura y Deporte, y luego a llamarse de Educación y Deporte, sin cultura ni ciencia. Actualmente, ya no queda ni rastro del término Educación en la nomenclatura de la Consejería, ahora es Desarrollo Educativo y Formación Profesional. Ya, del término “enseñanza”, ni hablamos.
Divagando el otro día con un sabio colega, profesor jubilado de Latín, sobre la etimología del adjetivo “educativo”, reflexionábamos sobre si el problema de la educación podría ser meramente etimológico, según la palabra proviniese de educare o educere, cuestión nunca aclarada. Educare significa “conducir, guiar, orientar, criar, alimentar”, es decir, se entiende como una actividad centrada en la ayuda externa que el educador ofrece al educando. Educere tiene el significado de “hacer salir, dar a luz, extraer”, o sea, se “empodera” al educando, centro del universo, y la tarea del educador es la de ayudarle a extraer su creatividad y potenciar su crecimiento personal. Como ven, parece que educación es un concepto semánticamente ambivalente, pues fluctúa entre un modelo tradicional más directivo y otro más participativo, la sutil diferencia entre educatividad y educabilidad, de ahí el debate y la continua controversia. Al final, nos decantamos por que el adjetivo “educativo” provenía más bien del verbo educare, pensando que lo educativo es capaz de modificar a un sujeto sin necesidad de que realice inferencia alguna, aunque se precise en alguna medida de habilidades internas del sujeto educado. Sin embargo, la conclusión fue que las dos consideraciones etimológicas son importantes en gran medida en la formación del individuo y que habría que integrarlas, ya que el desarrollo de las competencias y el uso de las nuevas tecnologías no deben negar la importancia del conocimiento ni denostar el análisis de lo experimentado a lo largo de la historia, esto es, la cultura.
Estas conversaciones intrascendentes, pero que suponen un cuestionamiento sistemático de cualquier premisa, cada vez se dan menos. No se profundiza en el quid de ninguna cuestión ni se plantean controversias ni se debate de manera enriquecedora. Directamente se discute desde la polarización, se lanzan globos sonda, se suscitan polémicas artificiales para zanjarlas con argumentos falaces y se obtienen conclusiones estériles. Ni siquiera se protesta, no sé si porque también existe cierto analfabetismo institucional o puro hartazgo y desdén, un vetusto “non me ne frega” en toda regla.
Con todo y con eso, el desarrollo educativo sigue. Pronto empieza el proceso de escolarización, ya se anuncian supresiones de plazas y pérdida de unidades, sobre todo públicas, menudo downsizing; también se barruntan muchos cambios con los centros integrados de FP, unificando familias cueste lo que cueste y caiga quien caiga (se ha optado por la estrategia de “divide y vencerás”, de manera ocultista, sembrando la discordia entre los implicados). Parece que lo que se pretende es más coherente que lo que había, de lo cual se deduce que lo planificado hasta ahora carecía de lógica, al menos, lógica educativa. El problema, una implantación a saco, a marchamartillo, como con la dual, y eso es lo que hay, mire usted. Priman factores socioeconómicos y, en el trasfondo, intereses particulares, probablemente privatizadores. ¿Volverá el extinto bachillerato laboral?
En fin, el profesorado cada vez más liminal, pero de eso hablaremos otro día, ¿echamos un cafelillo?