Entre las sombras alargadas ya se puede vislumbrar la belleza de algunos lirios de invierno. Con el escarchazo, aún no se percibe el aroma del tomillo ni del romero, pero sí huele a tierra mojada. No es el petricor, sino la geosmina, ese profundo olor que emana de una sustancia producida por la bacteria Streptomyces coelicolor y algunas cianobacterias que se hallan en el suelo. Neruda lo expresaba poéticamente como ese “apretado aroma que ascendió de la tierra”, que se esconde dentro de las plantas y flores que no florecen.
Petricor y geosmina, vaya dos palabras tan bonitas para una tierra tan seca como la nuestra, en la cual, tras la cosecha, ya jiede a abono, del que Whitman decía que pese a “ese hedor que encierra, destila vientos exquisitos”. Paseando por el campo, me siento como Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, en el “evanescente reino de los olores”. La Naturaleza se despierta con el rocío, huele a aceituna machacada y a ramón quemado, huele a pino y a flor de almendro, huele al liquen de las piedras y a hiedra.
Hablando de olores y palabras bonitas, el otro día sentí de un paisano el término “golismear”, consignado en el diccionario de la RAE como “gulusmear”, con significados diferentes, aunque ambos coincidan en una acepción, la de curiosear o husmear, sobre todo, en la vida de los demás. Esa tendencia tradicional de mucha gente a olisquear en las vidas ajenas y cuchichear chismes, propalando dimes y diretes, se ha extendido hasta el infinito debido a la tecnología. Antes no traspasaba los visillos de las casas o no salía del pueblo, hoy todo se sabe en esta aldea global en la que se ha convertido el mundo.
Si geosmina y golismear son palabras que me han encandilado, más aún lo ha hecho la palabra “cafuné”, que he conocido gracias a un reivindicativo corto de animación, reconocido con un Goya. Cafuné es una palabra portuguesa que viene a significar “acariciar el cabello de una persona querida hasta que se duerma”. En el corto, una de las protagonistas explica que es una palabra imposible de traducir, que tienes que sentirla. ¡Qué bonito!
De repente, me ha dado por pensar cuántas palabras de otras lenguas encierran hermosos y profundos significados en pocas letras, palabras que haya que sentir y me he puesto a golismear en internet. He encontrado la palabra hebrea “emuná”, que significa estar en calma a pesar de no tener todas las respuestas; la palabra japonesa “nakama”, que define a ese amigo tan cercano que lo consideras familia; la coreana “sarang”, que evoca el deseo de querer estar con alguien hasta la muerte; la china “kilig”, que expresa ese sentir mariposas cuando conversas con alguien atractivo; o “yumbrel”, que proviene del mapuche y significa arcoiris en todo su esplendor. Una palabra sorprendente es la japonesa “ukiyo”, que define ese vivir el momento, disfrutar el presente dejando a un lado las preocupaciones. Básicamente, nuestro “carpe diem” de toda la vida. Horacio ya reflexionó sobre la fugacidad del tiempo y nos exhortó a aprovechar nuestros días al máximo.
En nuestra lengua, también encontramos palabras hermosas: inmarcesible, etéreo, nefelibata, melifluo, azucena, sempiterno, trampantojo, melancolía o inefable. Seguramente hay miles, cada cual tendrá una preferida que le evoque sentimientos. A veces, podría parecer que padezcamos alexitimia, o sea, incapacidad para reconocer y expresar las emociones de manera verbal. No lo creo, siempre habrá una palabra exacta que transmita lo que siente cada ser, o como advertía Juan Ramón Jiménez, “que sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”.
Atardece en los olivares.
Entre las sombras alargadas se difuminan los colores y, con el helazo, se disipan los olores…