El apagón nos ha recordado que estamos aquí de prestado, que nuestra existencia es artificial, totalmente arbitraria, porque depende de demasiados factores y acontecimientos que escapan a cualquier control, a cualquier medida.
Para unos, el apagón fue un hecho fortuito, fruto del azar, así que borrón y cuenta nueva; para otros, fue un ataque deliberado, un sabotaje para socavar el sistema sociopolítico y económico; hay muchos que lo consideraron un suceso accidental, como si se hubiese activado el botón de “reset” para reiniciar el sistema, no se sabe si para reestablecer los valores de origen, los datos de fábrica, tras una serie de incidentes u oscilaciones que se habían detectado en poco tiempo. Algunos piensan que, más que un reseteo, fue una especie de prueba del sistema, uno de esos “test de esfuerzo o resistencia” para ver cómo aguantaba una red eléctrica hace tiempo desequilibrada por distintos motivos. Han surgido múltiples teorías conspiranoicas y catastrofistas (los terraplanistas son ahora preparacionistas), e incluso varias corrientes tendenciosas, de ésas que lo cuestionan todo (renovables, nucleares,...) sin saber y sentencian al contrario, condenándolo sin evidencias.
Probablemente nunca sepamos la verdad, bien porque se oculte o se vaya diluyendo. Se analizarán datos, se plantearán hipótesis, se argüirán razones convincentes, se harán alegatos persuasivos, se mostrarán pruebas e indicios, se emitirán juicios y se tomarán medidas preventivas y prospectivas. O no.
Como siempre, en estos casos, hubo quienes pensaron con cautela, buscando soluciones y alternativas, actuando responsablemente en sus puestos laborales y en su vida; pero también hubo quienes se dejaron llevar, haciendo caso omiso de recomendaciones y ninguneando normas, porque creen que cualquier suceso es un paréntesis o un hecho aislado, o porque confían en que después todo volverá a la normalidad, que no pasará nada, que nunca pasa nada.
En pocas horas, una Iberia pasó del desconcierto a la indignación, de la incredulidad a la resignación y de ahí a la resiliencia. Algunos íberos recuperaron sus instintos básicos, de la reflexión pasaron a la acción y mostraron su verdadero carácter indómito e irreductible. Nuestra raza, esa “vieja amiga del sol”, que diría Manuel Machado, se adapta a cualquier circunstancia con voluntad férrea. Ese íbero, con “su espíritu burlón y su alma inquieta”, es ingenuo e indolente, lo cual lo absuelve de equivocarse, pues la culpa siempre es de otros.
En pocas horas, la otra Iberia, la de Antonio Machado, quien sentenciaba que “en España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, mantuvo firme el pulso y, desde la tranquilidad y la abnegación, intentó controlar el caos no generando entropía. Son esos íberos que saben lo que hay que hacer y hacen lo que tienen que hacer, con seguridad y honestidad, sin titubeos; o también esos íberos que, al menos, no molestan ni cuestionan, ni critican por criticar, aguardando pacientemente el devenir de los acontecimientos.
El caso es que la mayoría volvió a sentir cierta vulnerabilidad y, lo que es peor, a padecer de nuevo la incertidumbre ante la falsa sensación de control del tiempo. En muchos casos, aparecieron algunos fantasmas de la pandemia, pregunten en hospitales y otros servicios básicos, que activaron protocolos de emergencia, actuando profesionalmente. Y, como siempre, afloró lo mejor y lo peor del paradójico ser humano, la máxima solidaridad y los mínimos escrúpulos, el egoísmo y la generosidad, la amabilidad y la estupidez, la sensatez y la imbecilidad. Eros y Thanatos, Yin y Yang.
Fue el día de los transistores (algunos recordaron aquella lejana noche), de parques con niños jugando y calles llenas de gente paseando. Fue una tarde de estantes vaciados en las tiendas, de comunicación tradicional, de personas hablando y saludándose; una tarde de lectura y juegos de mesa. Fue una noche de cenas frías a la luz de las velas y de contemplación de estrellas gracias a la oscuridad, hasta que de madrugada o cerca del amanecer, según el sitio, se hizo otra vez la luz y volvieron las prisas, la (in)comunicación digital y el ruido mediático, el tiempo regulado, la anodina normalidad.
Hasta hace no mucho, debido a la precariedad de acceso a recursos (precariedad que aún existe en muchas regiones y países), la vida era más sencilla y se vivía de manera más sensata. Parecía conformismo, pero era pura y dura adaptación al medio, a las circunstancias. Quizás demasiado rápidamente las cosas se han ido complicando, con burocracia estéril o automatismos. La vida se ha ido escondiendo tras las pantallas y las imágenes. La tecnología ha ido atrofiando nuestros sentidos y la informática filtrando nuestros sentimientos. Y cuando todo es tan aparentemente fácil y cómodo, simplemente se va la luz y todo se torna harto complejo.
A mí, me parece que el problema de la ausencia de luz no es tanto la oscuridad física, sino la psíquica, me explico, el problema no es que no se pueda ver, sino que no se quiera ver. Pienso que, independientemente de la luz, en esta época existe cierta ceguera colectiva, un no querer ver la realidad, un taparse los ojos, un alejarse de los problemas, un “tú amorra y tira palante”. Si la pandemia me recordó la actitud de los personajes del Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; este apagón me ha recordado la actitud de los personajes de En la ardiente oscuridad, de Antonio Buero Vallejo. A esos personajes, el refranero les recordaría que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, pues eso.
PD. Una anécdota curiosa del apagón: en el hospital de Jaén, unos músicos amenizaban en directo, como tantos otros lunes, la espera de los pacientes, brindándoles a través de la música su apoyo emocional. Cuando se fue la luz, ellos siguieron tocando en la penumbra, como en el hundimiento del Titanic. La vida y sus metáforas.