Hoy se cumple una semana del gran apagón que a algunos nos recordó la vida cotidiana
de otra época, aquellos años sin móviles ni internet, sin vitrocerámicas ni plataformas
digitales, sin tarjetas ni cajeros bancarios, sin redes sociales ni tampoco tertulias
televisivas recalcitrantes. Y no, no hacía falta ningún “kit de emergencia” porque lo que
ahora nos parecen situaciones extraordinarias eran relativamente frecuentes hace
algunas décadas. Y en cada casa había velas para los apagones, pilas para estar
informados por la radio, comida en la despensa, infinita paciencia y mucha cultura de la
resistencia.
Pero, cuidado, no caigamos en la trampa que nos tiende la edad cuando convierte
cualquier tiempo pasado en mejor, porque esos tampoco fueron “aquellos maravillosos
años” y deseábamos otra vida plena de libertad y libertades, hartos, como estábamos de
tanto miedo, tanto catetismo y tanta represión.
Por otro lado, más allá de la interesada polémica sobre las causas y la falta de
información detallada tras el apagón, me sorprende que algunos se rasguen las
vestiduras mientras aceptan tranquilamente que después de seis meses de la dana y,
desgraciadamente, más de doscientas personas muertas, todavía no sepamos qué hacia
Mazón.
En fin, confieso que me preocupan más otros apagones actuales, como el apagón sanitario, el apagón universitario, o el apagón democrático, fruto del populismo político utilizado por líderes sin escrúpulos, que han conseguido sembrar el hartazgo de la política en la ciudadanía y se contagia como una peligrosa epidemia. No hay más que recordar la última fantasmada de Donald Trump, tan ufano disfrazado de Papa mientras se auto-reivindica como el mejor candidato para el cónclave que empieza mañana.
Decía Saint-Exupery, el autor de El principito, que “no podemos adivinar el futuro, pero podemos consentirlo o no”. Pues bien -como decía mi madre- ¡que el Señor nos pille confesados!