Llevo años buscando el modo de apoyar mi cabeza en el hueco de su hombro. Mis palabras escapan vacías pues son conscientes de que no las escucha. A veces, altanera. Otras, como ave herida que suplica amor.
Yo sé que ella tiene miedo de que el olvido arrase su memoria. La indolencia, la desidia que a veces nos abraza. Está haciendo un llamamiento, a vosotros, herederos de su luz. Quien os habla es apenas un duende insignificante. Poca cosa. Una sombra que siempre camina por las calles pero nunca veis.
Hoy quería contaros que un día fui hombre. Y, al igual que muchos, fui ajeno a la belleza. Tuvo que pasar el tiempo, cargando dolor sobre mi hombro para despertar de mi letargo. Y reconozco que, yo entonces, no la amaba. Aquello vino después.
La rutina me producía hastío. La vida para mí era como un precipicio cuyo final dibujaba un irremediable vacío. Pero un día quise escapar del bullicio y adentrarme en ella. Aquella que no me dejaba perderme en sus calles y se mostraba triste y descuidada. Hasta ella llegué.
El silencio me llevó por calles de casas en decadencia, sombras alargadas, sueños de antaño y a una plaza quieta. No sabría decir si era otoño o primavera. Sé que en mis manos había un libro, un libro de poemas. Leí despacio, leí aquellos versos y, poco a poco, me iba enamorando de ella.
“Miserable ciudad cuyos señores
se creyeron patronos también de sus artistas: casta aquí
sin voluntad, entendederas
ni memoria tampoco de sus muertos”
El maestro Molina Damiani firmaba aquellos versos. Yo había oído hablar de él. De su poesía profunda y de su amor a ella también. Entonces, convertí en rutina perderme con un libro de poemas por sus calles e intentar abrazarla con el único salvoconducto que los versos de un poeta. Y fue entonces cuando pude entrar en ella, penetrar hasta el más profundo de sus rincones. Como antes os dije, yo, poco a poco, me estaba enamorando de ella. Pero no la amaba, no. Más bien, la odiaba. Odiaba su indiferencia. Detestaba esa manía suya de esconder su belleza. Despreciaba su laxitud.
Sin fuerzas para luchar y, absolutamente impresionado por su belleza, decidí dejar de ser hombre y convertirme en poeta. A partir de entonces, comenzó nuestra historia de amor que, por supuesto, os iré contando. Poco a poco, sorbo a sorbo. Así, como se saborea un buen vino. Os quiero contar mi historia para que me ayudéis. Quiero que me ayudéis a rescatarla, aún le queda vida. Espero que me escuchéis. Ella me ha contado sus secretos, su misterio y dónde guarda el tesoro de su sabiduría. Me ha contado el porqué de su perfil de sierpe, su cuerpo de diosa y su vientre de agua. Yo sé dónde se hallan los pasadizos secretos en que se esconde su alma.
Os espero. Mis brazos ansían tocar el cielo, pues todo el cielo se rinde a sus pies. Nos vemos pronto y no olvidéis que hoy soy duende. Antaño fui hombre. Y, cuando empecé a amarla, era muy poca cosa, sólo un poeta.