Nunca supo la noche del dolor de mis desvelos. Esas calles vacías donde sentí que me llamaban. Porque, cuando la infancia se amarra a una esquina del pasado, el tiempo es como un cuchillo que va ahondando en la herida.
Es difícil ser hombre en el vacío de la memoria. Pero peor es ser poeta en la ciudad maltratada. Entre la muchedumbre, se escapan las palabras que resuenan, en el insomne esqueleto de lo que fuimos un día. Las calles ya me conocen, de buscarla sin que me llame. Pues a veces, sus brazos son brazos de madrastra. Y me acaricia la madrugada, recostado en cualquier barra. Repitiendo su nombre, como si hubiese sido mía. Pero sólo fue la noche que me detuvo en sus plazas y me susurró la historia delirante de sus amantes. Aquellos que ya pasaron, aquellos que ya se fueron con un arma cargada en su mirada despavorida.
Ella calla. Y siento que su silencio es mi condena. Su dejadez me mata y, a la vez, me enciende. Hoy he paseado cerca de su vientre, escuchando el rugido que la coronó de gloria. Cualquier dragón moriría ante el rastro de luz que germinó en basílica por tradición y devoción.
Pero luego, como siempre, volví a sus viejas tascas. Allá por los contornos del gran Bernardo López. Callejas retorcidas con olor a antiguo. Donde lo sagrado se convierte en profano, cuando la voz de los poetas se confunde en un juego de almas. Una gota de vino que resbala por un labio, cansado ya de hablar en vano. ¿Sabéis que, cuando el viento del que hablara Almendros Aguilar llena su vacío provinciano, su pasado polvoriento y su majestuosidad perdida, las almas se congregan en torno a su propio destino bohemio? ¿Lo sabéis? Acaso, a ella no le importa. A mí sí… Porque ella, me importa.
Por eso, antes de marcharme fui a contemplar su rostro. Santa María brillaba casi más que las estrellas. Los hombres buenos ya se habían marchado. Sólo quedaba yo, buscando el palpitar de su aorta. La observé en silencio. Las palabras se agotan aunque un día fui poeta. Pero acaricié su tez, rugosa piedra de siglos. Por hacerla relicario, ya es dueña eterna de santuarios y raudales que tatúan su cuerpo de diosa.
Todo lo que os cuento hace que sangre mi voz. El recuerdo me traslada a siglos en que se ocultaba la verdad por proteger la propia vida. Y yo, que ya no recuerdo ni el año en que nací, se que anduve sobreponiendo tiempos. Muchos de ellos que no me pertenecieron, solo era un simple espectador. Por eso que en lo profundo de sus años, han quedado las huellas de todos los que la amaron. Exacto, yo no he sido el único. Hubo muchos más poetas. Y no solo bardos, que le cantaron. Hubo más, pero yo quise quedarme. Como no pude ser estrella, me convertí en duende. No os duela mi condición pobre. Pues no hallo más felicidad que viviendo en sus calles. Pues miles de historias me resguardan del frío que, a veces, siente mi cuerpo esperándola en los zaguanes.
Cierto que me gusta verla dormir. Así como está ahora. Con su corazón expandido por el barrio de las monjas. Yo en esta calleja, Valparaíso, he sentido temblar mi paso. Seguro que al acecho está alguno de aquellos, los que también la amaron y quisieron poseerla. En este suelo palpita el caudal del Caño Santo, que lleva siglos y siglos mirándonos. Y, como no sabemos que existe, guardamos silencio ante lo evidente y, en los atardeceres, nos empequeñecemos.
Continúo en el lugar. Me lo reprocha Alonso Suárez. Él yace aquí, pidiéndolo a la santidad. Supo ver más allá, cosa que pocos hacen. La desnudó ante el espejo y ahí la dejó, acaso avergonzada… pero sólo para que comprendiese que, la verdadera riqueza, no es el oro ni bonanza, sino el misterio que guarda en sus adentros.
Os lo contaré despacito cuando queráis escucharme. Ahora me vence el sueño y en el cielo brillan estrellas. Voy hacia las Peñas de Castro, a ver qué me susurra el viento. Intentaré enviároslo en forma de poema.