El duende del callejón

Mari Ángeles Solís

Ars Poetica

Decir Ars Poetica aquí tendría que ser decir Almendros Aguilar, Montero Moya, Bernardo López y muchos más

Ella convierte el verbo en carne con la voz de sus bardos. Los versos son las líneas que recorren su silueta. Aves de paso que murmuran en su oído, el milagro de estar vivo más allá de la muerte.

Le gusta escuchar sus voces cuando anochece en sus sierras. Y cuando en sus campos plateados se estremece la luna. Convertida en mujer mientras los dedos del viento acarician cada uno de sus pliegues, cada una de sus fallas, cada una de sus calles… cada una de sus arrugas. Abre sus alas de misterio y rebusca en sus grutas el secreto del amor.



Pensaba en ello aquel día que leía a don Antonio. En una calle que, con el tiempo, llevaría su mismo nombre. El Arco de San Lorenzo me cobijaba de leyendas y de espectros del pasado. Aunque yo siempre supe que en sus huesos había vida.

Aún quedaban los rescoldos de una noche de juerga. Risas entre versos retumbaron en El Gorrión. Y llegué hasta la calleja con un poema entre las manos. Mirando hacia la Cruz leí, como quien recita una oración. Supe entonces de la pena de ser poeta en esta tierra. Porque ella mira hacia otro lado. No escucha la voz de su vientre cuando lloran sus hijos, cuando maman de sus manantiales. Y ensalza a alguien que ni siquiera la quiso. Alguien que iba de paso y que insultó a sus gentes.

Don Antonio que nació de su vientre, que le cantó a su viento y le ofreció sus laureles, no tiene el lugar que se merece. Don Antonio y otros tantos. No entiendo como ella puede quererse tan poco… porque sí, le cantan y convierte el verbo en carne. Por las calles, las voces de los bardos engalanan sus piedras. Pero, todo esto, lo olvida al día siguiente.

Cuando era todavía hombre, no sabía nada de todo esto. Pero cuando dejé de serlo supe leer sus huellas. Creedme si os digo que en su palpitar de sierpe aún recuerda los pasos que iban hacia Maestra. Y allá por donde se enhebraban agujas, donde los hilos creaban surgió un Portalillo para resguardarse del inclemente sol. Mi admirado don Antonio disputaba con don Manuel en cada duelo poético. Ambos, literatos cultivados, gozaban de gran ironía e improvisación en sus disputas. Pero qué gran maestría se podía respirar allí. Cualquiera podía aprender de ellos pues las puertas del Portalillo permanecían abiertas para cualquier poeta o escritor de la tierra.

Ha pasado el tiempo y me duele tanto. Lo sé, solo soy un duende pero tengo memoria. Decir Ars Poetica aquí tendría que ser decir Almendros Aguilar, Montero Moya, Bernardo López y muchos más que nacieron de su vientre. Pensaba, en estos días de inmenso calor, que ojalá existiese hoy un Portalillo cerca de Santa María para resguardarse del inclemente sol.

Yo ahora vago por las calles con alguno. Les oigo recitar por las plazas olvidadas. Se juntan en una taberna que tiene nombre de pájaro, allá por el corazón del barrio viejo. Se acompañan de un pintor que pinta al detalle el dolor de su cotidianidad. Un fotógrafo que refleja la tradición hecha poesía. Y un filósofo que se pregunta por qué el mundo es tan injusto cuando, cada día, va a ver a Jesús.

Yo escucho su amor por la tierra y les creo. Quiero quedarme a su lado. Ahí, callado. Quiero contarles mi vida porque están solos, ante esta noche triste que no termina. Y ya no sé si quedarme inmóvil en este letargo o abrazarme a la muerte para que el verbo viva.