El milagro de la luz no nos hará despertar del letargo, si antes no hemos abierto los ojos para ver brillar la vida. No son sólo las estrellas quienes iluminan nuestra existencia. Pues el valor de estar vivos reside en nuestro vientre. Esa fue la puerta al mundo. Algo así como un viaje de abismo a abismo. Caer por el inmenso vacío de nuestros pensamientos, estancados en la infancia y mirando hacia un futuro que, acaso, nunca llegará.
Os contaba que, mientras anochecía, me detuve a besar su rostro. Y otra vez, como tantas, el obispo insepulto cuestionó mi quebranto. No quise dar importancia a aquel atrevimiento pues en la Plaza Vieja se oía germinar la primavera y mi instinto de fantasma me invitaba a marcharme. Dejé atrás el murmullo de mesas del antiguo Sanatorio pues la Cripta ya recogía su velo de nocturnidad, abrazando en sus entrañas al otro Cristo de Higueras.
Caminé Alcantarilla abajo, no sin antes encender mi cigarro en la puerta del bar Tejadillo, recordando tantos cafés con mi abuelo, cuando aún no habíamos nacido. Quería llegar a las Peñas de Castro para recostarme allí, al raso. Desde la Puerta Noguera se ve su silueta misteriosa, grandiosa y enigmática. Es como si, allá dentro, residiera algún dios. Mi camino fue acabando, entramado en recuerdos de vergeles que inundaron la senda, en aquel tiempo en que fui hombre.
Cuando llegué mis pasos se volvieron torpes por aquel vientre rocoso. Siempre que voy, como una bendición, acaricio sus tatuajes. Me gusta hacerlo. Y, en aquella parte de su cuerpo hay uno maravilloso. Sus amantes nunca se aventuraron a decir qué es. A mí, desde la primera vez, se me antojó una golondrina. Sí, una golondrina. Y qué maravillosa casualidad si fuera una golondrina en realidad. Luego suelo ir hacia el norte buscando el abrigo, donde sus paredes rezuman humedad. Donde su vientre se hace más mío. Justo en el centro, su cicatriz grabada en la roca donde el agua de las paredes encuentra su descanso. He aquí el milagro. El milagro que nos da vida. El agua.
Aquel lugar pareciera la antesala de un santuario. Un lugar donde el origen nos sacude a golpes de misterio y de realidad. Hay un dios escondido en los adentros de esta montaña. No es ningún secreto pues yo sé que vosotros le conocéis. Entrando por la cueva secreta de su vientre, puedo ver más tatuajes marcados en su piel. Y, entre todos, se vislumbra uno que ha de ser el dios. Y yo entonces escucho el murmullo de agua que pasa de un lado a otro. Ese agua que, desde años, vosotros, hombres sin fe, tomáis para agarraros a la vida, para sobrevivir sin su amor o malvivir con su amor. He aquí el secreto. Esta agua no sólo os trajo a la vida, sino que os mantiene vivos a diario. Y, acaso esto, ¿no os parece obra de algún dios?
La noche ahora me abraza como cuando era un niño. El viento jaenés me acuna recordando mis infamias de hombre y mis versos de poeta. Yo sé con qué quedarme. No sé si el sueño quiere transportarme o, acaso el susurro de la campana de la ermita pretende robar mi inocencia. Mientras tanto, ando de abrigo en abrigo buscando descanso. A lo lejos, las luces de la ciudad se me antojan alucinaciones. La luz de los faroles parpadea cuando miente acerca de la hora en que pasaron los amantes. Y entonces, los relojes callan, cómplices del pecado.
Ya mi alma cansada, se afana en el regreso. Pronto amanecerá y traerá nuevas melodías. Dejar el campo atrás me provoca un dolor inmenso. Pero el olor a viejo de sus calles es el bálsamo de mis heridas. Bebo en Fuente Don Diego el agua de Santa María, donde cada noche beso su rostro. Santa María, otro vientre de agua bajo la gran Seo. Y también el Caño Santo, donde duerme don Alonso, ya sepulto. En fin, yo y mis majaderías. Antes de que amanezca debo estar en Maestra, pues quedé con don Miguel a los pies de su Palacio. Dice que quiere contarme yo no sé qué negocio. Yo creo que a él también le pierde su belleza.
Toda esta noche ha transcurrido renaciendo en vida. Por esos caminos que un buen día dejamos de recorrer. Pero los latidos nos recuerdan que cuidar de nuestra tierra es la huella más digna que podemos dejar. Sólo me queda pasar ante las Sibilas en la plaza de San Félix. Esas enigmáticas miradas me provocan un nudo en la garganta. Aunque al dejarlas atrás y pararme en la calle Josefa Segovia, regresando allá por el 1681, vuelvo a pensar en sus ojos y en ese corazón que nos salva. Sí, ese corazón que, al mirarlo frente a frente, ves a todos los tuyos sepultados en la memoria.
Es su vientre de agua por lo que nacimos poetas. Porque hombres somos todos y estamos en todas partes. Pero el poeta ha de nacer de su vientre y ha de besar su rostro en cada anochecer. Es un milagro estar vivo en esta eternidad. O, acaso, soy un muerto y no me he dado cuenta. Aún así mi sombra se desliza leve por sus calles con el sueño de que un día, vosotros, podáis despertar en su belleza. Hoy, como duende, velo vuestro sueño. El milagro de la vida es su vientre, no lo olvidéis. Yo, tras tantos siglos, tampoco lo he querido olvidar.