“Nosotros, escritores, pintores, escultores, arquitectos, apasionados aficionados por la belleza de París hasta ahora intacta, venimos a protestar con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra indignación, en nombre del arte y de la historia francesas amenazadas, contra la erección en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel, a la que la picaresca pública, a menudo poseedora de sentido común y justicia ya ha bautizado con el nombre de Torre de Babel”.
Así se las gastaban en 1887 en el Paris de la Exposición Universal de finales del siglo XIX. La gente odiaba el proyecto de la Torre Eiffel, el pueblo llano y los grandes intelectuales del momento (Maupassant, Dumas hijo, Verlaine…) insultaban al engendro y a los perpetradores con las palabras más gruesas, como se puede observar en el fragmento del manifiesto que publicaron. ¿Cuándo acabaron los ataques y el desprecio por el monumento más representativo de toda Francia? Exactamente el día de la inauguración. Por allí pasaron más de dos millones de personas en pocos días y desde entonces no hay Paris sin Torre Eiffel.
Es algo ya conocido. El ser humano no es vanguardista por naturaleza, todo lo contrario, está diseñado genéticamente para la conservación, para no aceptar, de entrada, lo nuevo, lo rompedor, lo que cambia de forma aguda lo conocido. Y podemos afirmar que esa predisposición no depende de la formación intelectual ni del nivel de renta. Es una enfermedad muy democrática que representa el mayor freno a la evolución, al desarrollo económico y a los avances sociales. No nos hacen falta enemigos imaginarios, como los denostados políticos, tampoco nos hacen falta obstáculos mitificados como los vagos funcionarios, la principal rémora somos todos.
Recuerdo que empezando el siglo hubo algunas polémicas relacionadas con el urbanismo en el centro de Jaén. Las protestas por las, en aquel momento, nuevas farolas de San Ildefonso o las bromas con las tinajas de la plaza de las palmeras. Después hubo también lío con quitar los árboles de la Plaza de Santa María que impedían ver la Catedral en toda su grandeza, como cualquier plaza monumental europea. Al final todo se hizo con el viento en contra de los protestones y hoy nadie imagina de otra forma lo que en aquel momento era una aberración. Eso es la evolución. Salir de la cueva y ver el mundo que existe más allá de los muros que nos resguardan. No siempre es garantía de éxito aventurarse en lugares desconocidos, pero no hacerlo sí es garantía de mediocridad. Y ahí es donde estamos.
Lo cierto es que para evolucionar hay que tener líderes que se abstraigan del canto de sirena de los inmovilistas, y si no son líderes al menos tienen que ser valientes y/o inconscientes. Tienen que ser inmunes al desprecio y a la hipercrítica que hoy fluyen como riadas a través de las redes sociales. Tienen que mantenerse impertérritos ante los ridículos argumentos que suelen esgrimir los enemigos del progreso. A mayor aprovechamiento social del elemento innovador, más ridícula es la base de la opinión contraria.
El tiempo, que todo lo acaba, es el que pone todo en su sitio. Cuando oímos los argumentos que contrarrestaban los avances sociales que se han dado y que hoy son irrenunciables, no podemos sentir menos que vergüenza, no tan ajena como nos gustaría. Cuando hoy, 11 años más tarde de su terminación, oímos que el tranvía no se debiera poner en marcha porque: no es necesario; es muy caro; la línea 1 debería haber sido otra; hacen falta otras cosas más urgentes… siento esa vergüenza, ese calor que presiona la cabeza, por no poder hacer más que repetir hasta el hartazgo en todos los foros posibles los argumentos (estos SÍ, reales) que defienden el tranvía. Se dice que en todo momento histórico hubo un personaje que marcó el paso. Si el momento histórico es principios de 2011 el personaje es José Enrique Fernández de Moya. La última vez que me referí a él en un artículo tuve la oportunidad de dormir una noche en el calabozo. No obstante, no puedo evitar volver a referirme al que es el alcalde más votado de la democracia en la ciudad de Jaén, cuya campaña electoral tuvo como uno de sus principales mensajes aquel “nunca me montaré en el tranvía”. Y a fe que lo cumplió. Ni él ni nadie, 11 años más tarde. Cuando más falta pudo hacerle a esta ciudad un valiente, un líder, nos encontramos con el alcalde más votado de la democracia.
No. Jaén no es Paris y el tranvía no es la Torre Eiffel. Jaén es tanto o más importante para mí que Paris y el tranvía es un proyecto más profundo, más rompedor y útil para un ciudadano medio que la Torre Eiffel.
Y en la tierra que se aferra a la mediocridad como santo y seña volvemos a tener un “momento histórico” al que mirar por el espejo retrovisor en unos años y sentir, o no, remordimientos: la declaración del paisaje del olivar como Patrimonio Mundial. Escuchar a los representantes de ASAJA, COAG y las cooperativas cómo se oponen a este hito histórico es como leer el manifiesto de los intelectuales parisinos. Uno los escucha sabiendo de antemano que están en el error más absoluto, con la esperanza de que cuando salgan de ese error puedan reinsertarse en la lógica del bien común. Decir que la belleza de Paris no puede ser ensombrecida por una ocurrencia tecnológica es lo mismo que oponerse a la Declaración de Patrimonio Mundial con el argumento de defender la libertad del olivarero de tocar sus olivos como quiera, porque justo ahora (y no en los últimos 50 años) los va a reconvertir. Nuestro, manoseado hasta el hastío, apelativo de “mar de olivos” oculta la realidad de un desierto de árboles que además de haber maltratado el suelo en el que mora, la fauna y la flora que en su día lo acompañaba, no representa a lo mejor de quienes se dedican a crear los mejores aceites posibles (como el admirado Paco Vañó y otros muchos) sino todo lo contrario. Quien ilustra esa expresión son los que exprimen para si exclusivamente, los frutos de una tierra y un paisaje sin pensar en absoluto en el futuro de sus comprovincianos.
Ante los protestones contra el desarrollo solo podemos desear tener a nuestro favor al personaje valiente y/o inconsciente que evite la tentación del inmovilismo. Que dentro de unas décadas, mientras disfrutamos con naturalidad los beneficios de tener otra Declaración de Patrimonio Mundial, podamos sonreírnos y preguntarnos: oye, ¿cómo eran las farolas de San Ildefonso? Al final el reto más difícil ante el que tenemos que prevalecer es sobrevivir a nosotros mismos.