Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

El síndrome Errejón

El “affaire” Errejón pone sobre el tapete de la actualidad la dualidad entre persona y personaje

El “affaire” Errejón pone sobre el tapete de la actualidad la dualidad entre persona y personaje. Y nos remite a los síndromes de Rousseau y de Robespierre, seres que construyeron personajes que quisieron ser de luz y que acabaron consumidos por sus oscuras personas. Pensemos en Rousseau, que mientras predicaba la bondad natural, la innata bondad de todos los hombres, abandonaba en el hospicio, nada más nacer, a cada uno de los cinco hijos que tuvo con una mujer a la que dio mala vida. Pensemos en Robespierre, “El Incorruptible”, que arrebatado por la pureza de la virtud acabó pagando en la guillotina el hartazgo de quienes, simplemente, querían poder vivir equivocándose.

A Errejón, la persona (no humana demasiado humana sino simplemente humana) ha acabado destruyéndole al personaje. Lo mismo le pasó al Pablo Iglesias de Galapagar. Y a Echenique. O a Monedero. A todo aquel “núcleo irradiador” que se apropió del malestar que en mayo de 2011 llenó las plazas de España con un hartazgo cívico como nunca se había visto. Ellos (básicamente ellos) transformaron aquel cansancio de todos, aquel deseo colectivo de que las cosas fueran de otra manera, en un arrebato místico que aspiraba a la pureza, a una virtud inconmovible y despiadada: “hágase la justicia, aunque perezcan las personas”, pensaban. Trajeron a España las ideas del pensador argentino Laclau (deudor en su pensamiento jurídico de Carl Schmitt y de su teoría del pueblo en movimiento: malos antecedentes) y dividieron a la sociedad en buenos y malos, con una frontera insalvable entre ambas esferas: buenos eran quienes comulgaban con los principios que ellos defendían; malos (en grados distintos) todos los demás.

Decretaron que nadie podía dudar inocentemente, se arrogaron el derecho de expedir carnés de demócratas y de tachar de fascistas, de franquistas o de machistas a quienes dudaban de sus principios. Ellos determinaron cuál era la virtud, residente en esa entelequia que es “el pueblo”, ellos la definieron y la acotaron. Y como cuestionar la virtud según su visión era cuestionar al pueblo y cuestionar al pueblo es un crimen, condenaron a los criminales al escarnio de los escraches incluso con sus niños dentro de casa, de los sabotajes de sus conferencias en la universidad, de sus linchamientos en redes sociales y medios afines a la causa. La justicia ya no es la ley y sus garantías (“el Poder Judicial es fascista”) sino la voluntad del pueblo en movimiento. En el “compañera, yo te creo”, resumían su concepción de la justicia: si alguien que está dentro del ámbito del pueblo (una mujer, una persona trans, un independentista catalán) señala con su declaración acusadora, ¿qué necesidad hay de garantías procesales? ¿Frente a la acusación del pueblo no son las garantías del Estado de Derecho una reserva de la reacción y a favor de las ideas del machismo o del neoliberalismo?

Mezclaron a Laclau con Judith Butler, con toda esa filosofía de la identidad que surgió en los años 60 en las universidades de las élites estadounidenses para acabar con las luchas de clases, fracturando las redes de solidaridad y creando seres radicalmente individualizados y excluyentes, determinados por su identidad sexual, nacional o racial. Crearon una moral iluminada y hostil, en permanente estado de guerra, y se erigieron en sus sumos sacerdotes: pontificaban y excomulgaban, señalaban con el dedo y condenaban civilmente. Pero esa moral que ellos hicieron surgir de la manipulación sectaria del 15M, devino agotadora porque tenía que ser demostrada a cada instante: un solo segundo de duda, de cuestionamiento, te convertía en reo de escarnio colectivo. En su predica se tenía que creer de manera total y cuestionar si quiera un detalle (un error en una norma dictada por ellos, un disparate fruto de sus arrebatos ideológicos) te convertía en un equidistante. Confundieron equidistancia con ecuanimidad porque no podían traicionar a sus personajes, cortados con aristas afiladas, cortantes: en el fondo, siempre han pensado que Mola tenía razón cuando hablaba del o con nosotros o contra nosotros, y de aquello de que el que esté contra nosotros, como enemigo será tratado. Les molestaron los puntos de encuentro, como la Transición, porque soñaban con la fractura y el conflicto permanente, con el ajuste de cuentas: como Marat, querían cortar unas cuantas cabezas para salvar muchas más. Su revolución, era “un trueno sobre los malvados”, que eran incontables. Siempre han tenido una cuenta que saldar.

Pero el cacofónico espectro de Podemos/Sumar, ha acabado consumido: la realidad ha devorado sus ficciones. Hasta sus personajes se han cansado del constante ejercicio de la virtud y sus personas han salido a flote. Y resulta que sus personas eran como cualesquiera de las nuestras y ellos (también ellos) tenían zonas oscuras, miserias, temores, dudas, ambiciones. No, no es culpa del patriarcado ni del neoliberalismo que Errejón haya resultado “un monstruo”, como no lo es que Pablo Iglesias se mudara a la sierra de Madrid, un sitio en el que a cualquiera de nosotros nos gustaría vivir. Todos los espectros de Podemos se apagan devorados por la pura humanidad que negaron en su arrebato de pureza.

Llegaron sin voluntad de justicia porque aspiraban al poder: si hubiera creído en la justicia habrían entendido que sólo en la heterodoxia, en el diálogo y en la transacción con el diferente, con el adversario, en la lucha con dudas y reservas morales, se puede encontrar eso que el Diccionario define como “principio moral que lleva a determinar que todos deben vivir honestamente”. Pero ellos no creían en eso sino en un poder punzante e hiriente que ajustase cuentas, que cambiase al miedo de bando. Y se termina todo aquello en lo que Errejón y sus compañeros de viaje convirtieron el 15M: un delirio sectario. Y los sobrevive su némesis: una ultraderecha recrecida, permeabilizada en la sociedad, fuerte. Ellos contribuyeron a que engordase porque les convenía a su teoría de la fractura insalvable. Lo advertía Camus: “Toda forma de desprecio, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo”. Ellos no instauraron la ultraderecha, pero con su desprecio sintomático hacia el que no estaba con ellos, con su conversión del adversario en enemigo, con la arrogancia de su sectarismo y con su moral del desprecio le asfaltaron el camino. Esta pelea contra la herencia contradictoria y oscura que nos deja la izquierda arrebatada, tendrá que pelearla otra izquierda nueva: una izquierda ilustrada y materialista, que ponga en valor y práctica los valores de la modernidad, que piense en términos de clase y que entierre el legado del pensamiento woke y de la ideología queer.

Ahora toca compadecer a Errejón, que está comprobando cuán amarga e injusta es la medicina que ellos recetaron. Como Robespierre o como Rousseau, nos ha enseñado que debajo del personaje inmaculado había una persona llena de manchas, o sea, un ser humano normal y corriente. Pero ni siquiera él, que defendió ese modo bárbaro de justicia consistente en el linchamiento social y la condena civil sin proceso judicial, se merece que se crean sin más las acusaciones que se vierten contra él, sin pruebas y sin haber pasado por la sentencia de un juez. Y, también él, se merece que se esclarezca por qué los pseudomedios afines y los políticos de su cuerda, taparon sus supuestas fechorías después de postular, ad nauseam, que el simple testimonio de una mujer era suficiente para dictar sentencia contra el hombre acusado. Y todos, en estas horas turbias de la historia, tendremos que aprender del Síndrome Errejón.