El martes 29 de octubre la riada asoló la provincia de Valencia: más de doscientos muertos y decenas de desaparecidos, setenta municipios arrasados, medio millón de damnificados, cien mil vehículos destrozados, treinta mil empresas afectadas, novecientos kilómetros de carretera dañados… Al amanecer del miércoles 30, cuando comenzaban a llegar las imágenes de la catástrofe y el conteo de cadáveres, empezamos a ver la dimensión de una de las catástrofes naturales más importantes de la historia de España. A esa misma hora, se iniciaba el escarnio de las víctimas.
El gobierno autonómico no pedía la declaración del estado de emergencia para no perder la gestión de una catástrofe que su incompetencia del día anterior había agravado hasta la náusea. El Gobierno de la Nación se negaba a decretar la emergencia nacional (sobrada competencia para ello le da la Ley de Seguridad Nacional), pese a la evidencia de que, por la dimensión de lo sucedido, era absolutamente imprescindible la movilización inmediata y total del Estado. Mientras crecía la desesperación de las víctimas, los partidos andaban calculando en términos electorales cómo gestionar el drama de Valencia: primero diseñar el relato, después las víctimas. Buena prueba del interés de las castas políticas (la casta de las derechas, la casta de las izquierdas, la de los nacionalismos) son que la explosión de la tragedia le pillara a Mazón trabajándose el control de la televisión autonómica, y que las izquierdas no suspendieran el pleno del Congreso de los Diputados (sus señorías no iban a ir a achicar agua a Valencia, según una diputada del gobierno) porque les urgía atar legalmente el asalto a RTVE.
Y así, perdidas en los cálculos miserables de los unos y los otros, atascadas en las preocupaciones de la casta política, enredadas en la maraña de competencias tejida por el estúpido Estado autonómico, veíamos a las víctimas decir desesperadas que había personas por rescatar, las oíamos decir que no había comida, ni agua, ni ropa seca, ni pañales para los ancianos o los niños. Todo el jueves 31 de octubre transcurrió en ese abandono infinito, con los medios de los poderes públicos llegando a cuentagotas. Eran los vecinos que lo habían perdido todo los que comenzaron a organizarse para poder prestar los socorros más inmediatos.
El viernes 1 de noviembre, a la vista del abandono de las víctimas y de su desesperación, una marea humana atravesó los puentes de Valencia para dirigirse, armada con cubos y palas, cargada con mochilas llenas de agua y pan, hacia los pueblos arrasados. Como la pólvora comenzó entonces a difundirse el lema de que “solo el pueblo salva al pueblo”. Y, aunque por ahora el subconsciente social no haya sido capaz de expresarlo, ese día en miles de personas caló un mensaje con un potencial destructivo inmenso: frente a la campaña de Hacienda de que la solidaridad social sucede no por magia sino por nuestros impuestos, las víctimas de la riada comprobaron que era la magia de la solidaridad la que acudía a socorrerlas y no los impuestos transformados en servicios públicos. El Estado estaba desaparecido y tardaría varios días en desperezarse.
Que las víctimas sientan al Estado en toda su plenitud, pedía el rey ante los responsables políticos después del motín de Paiporta. El jefe del Estado había comprobado la rabia infinita y justa de una población abandonada a su suerte: si se había producido aquel estallido, es porque el Estado había estado ausente mientras Mazón comía con una periodista en lugar de tomar las riendas de la gestión de la catástrofe, y seguía ausente desde el momento en que Pedro Sánchez se negó a decretar la emergencia nacional. Los recursos del Estado dormitaban en los enredos de la burocracia y en los hangares del ejército mientras la población (cuatro días después de la riada) carecía de todo y sólo los voluntarios aportaban un rayo de esperanza.
El mismo domingo, en los medios al servicio de las izquierdas, se difundía el mensaje de que “solo el pueblo salva al pueblo” es un lema de la antipolítica, de ultraderecha, abiertamente fascista. Curiosamente, no se deslizaba ni una sola crítica a la inacción del Estado, al cálculo del Gobierno, a su tardanza a la hora de acudir en socorro de las víctimas, de ese “pueblo” abandonado que sólo en el “pueblo” movilizado estaba encontrando consuelo. Los medios del Gobierno estaban ya centrados en ir afianzando un relato que blanquease la actuación de las izquierdas en esta catástrofe: es difícil encontrar una campaña de propaganda tan masiva y eficaz como la desarrollada a favor de la izquierda desde el día después de la riada.
En la gestión de la catástrofe de Valencia, el Estado ha tenido un fallo sistémico. Un Estado tiene un serio problema cuando, por la razón que sea (inoperancia real, cálculo de sus dirigentes, lío competencial) no puede acudir “en toda su plenitud” a rescatar y ayudar a su población. A la tragedia de Valencia, el Estado Español ha llegado exhausto: agotado por las políticas de la derecha que buscan adelgazar los servicios públicos (la sanidad, la educación, la asistencia social) para enriquecer a las empresas; destrozado por las políticas de la izquierda que lo parcelan y lo trocean para satisfacer las fantasías reaccionarias de los nacionalismos. Cada uno de nosotros, en nuestra vida cotidiana, padecemos infinitos “microfallos” del Estado: la cita para el médico de familia que no se puede conseguir antes de 15 días, el bache en la carretera que nunca se arregla, la atención a los dependientes que llega cuando se han muerto. Pero el 30 de octubre asistimos a la paralización del motor mismo del Estado: un fallo del sistema. Era eso lo que sin decirlo abiertamente les estaba diciendo el rey a los políticos cuando les pidió que las víctimas sintieran al Estado “en toda su plenitud”, o sea, con todos sus medios movilizados, con todos sus resortes activados. El fallo era de todo porque la respuesta tenía que haber sido con todo.
No es cierto que solo el pueblo salve al pueblo. ¿Qué es el pueblo? ¿Empresarios y los trabajadores son el mismo pueblo? ¿El que puede pagar una consulta privada y el que depende del médico de la sanidad pública son el mismo pueblo? ¿Qué pueblo va a garantizarle a un trabajador sus derechos? ¿Y qué pueblo le garantizará un subsidio si se queda en paro? ¿Qué pueblo garantiza una sanidad para quienes no tienen medios o las becas para los hijos de familias humildes? Si no hay sanidad del Estado, ¿qué pueblo le paga al enfermo de cáncer el tratamiento en la clínica de Navarra?
La historia europea tras la Segunda Guerra Mundial nos dice que es el Estado (sostenido por nuestros impuestos y por el esfuerzo colectivo) el que nos socorre. Por eso debe causarnos temor haber comprobado que el Estado español es un esqueleto sin musculatura: los valencianos han sabido que, cuando más lo necesitaban, el Estado no estaba allí y llegó tarde y mal. Porque el Estado español ha sido puesto al servicio de unos intereses que no son los de la ciudadanía. Nuestro Estado (sus órganos políticos, la RTVE, el poder judicial, el presupuesto) está al servicio de una oligarquía partidista absorta en sus intereses, obsesionada por la próxima campaña electoral.
No es el pueblo el que salva al pueblo o, no por lo menos, al pueblo que no tiene recursos para garantizarse unos servicios que si no son los del Estado no existirán para las clases trabajadoras. Pero sí tiene que ser “el pueblo” el que salve al Estado, o sea, el que lo rescate. El que lo rescate de las castas políticas (en la solidaridad de los voluntarios hemos visto que hay una parte sana de nuestra sociedad que no se deja atrapar por la miseria de los partidos) y que lo rescate del Título VIII de la Constitución, de esa máquina de generar desigualdad, inseguridad e ineficacia que es el Estado de las Autonomías. (No se me vengan arriba los “progres”: se puede ser muy de izquierdas y defender un Estado centralizado; de hecho, si verdaderamente se es de izquierdas, se debe defender un Estado que garantice la igualdad de los ciudadanos y la solidaridad real entre ellos.) Si Estado llegó tarde y mal a Valencia es porque quienes lo dirigen, en Madrid y en Valencia, saben que el entramado jurídico protege sus cálculos y estrategias. Y sus personas: jamás serán condenados por su actuación en esos días.
El problema no es el Estado y la solución no es el pueblo: el problema es este Estado y la solución es otro Estado. Y para eso sí que se necesita el concurso del pueblo. Hoy, vuelve a tener pleno sentido el grito de Ortega: “Españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo!”