Si la veracidad de un dios hubiera que certificarla en función de su capacidad para convocar, entorno a si, el lirismo o el misterio, ninguno le ganaría al Dios de los católicos y, por extensión, al de todos los cristianos. Porque el Dios cristiano es un dios enredado en los mecanismos profundos de todo lo que existe: no es un dios que llega, dicta su mensaje y desaparece; es el Dios al que vamos a ver envuelto en pañales, perseguido por los tiranos y huyendo, el Dios que bebe y celebra con los amigos, el Dios desesperado de la noche de Getsemaní, el Dios que incluso blasfema contra Dios en la hora definitiva del Calvario. El Dios de los cristianos es un Dios amamantado y lacerado, un Dios acariciado por las brisas del mar y torturado. Todo aquello que está más allá de los mecanismos rígidos de la matemática o de la tecnología, todos los misterios de lo que existe, concurren, serenos y fascinantes, en la realidad del Dios cristiano. Ese Dios que nace por Navidad y en cuyas celebraciones se conjugan lo religioso con lo sentimental, lo social y, también, con lo puramente pagano, porque señaló Chesterton, el cristianismo quiso satisfacer “los anhelos previos de la humanidad”.
Vivimos tiempos inciertos, donde el regreso a lo peor de la Historia es, cada día, una hipótesis con más visos de materializarse. Vivimos días en los que pelean en el corazón de las sociedades las ideologías que quieren resumir a la persona en sus dimensiones más egoístas e individuales, desarmando las estructuras sociales (la familia, la amistad, la pareja, la tradición) en las que los seres humanos encontraban calor y refugio. Para el futuro oscuro que se levanta en el horizonte, necesitan los poderes ideológicos y económicos de la Tierra personas desraizadas, expuestas a la intemperie, sin amarraderos en los que refugiarse para reconocerse y emocionarse. Son peligrosos, en los tiempos que corren, todos aquellos que piensan que hay cosas que no pueden ni comprarse ni venderse ni elegirse. Son peligrosos, en los tiempos que se avecinan, todos aquellos que piensen que hay lugares del espíritu en los que es posible seguir reconociéndose, en los que el refugio está garantizado y el valor de las cosas ciertas no puede ponerse en almoneda.
Más allá del oropel con el que la ha vestido el capitalismo, la Navidad llega silenciosa, con su carga de memorias buenas y de recuerdos tiernos, para decirnos que sigue existiendo un lugar en el que es posible afianzar las raíces de lo que somos y sentimos. Asombrados ante el Misterio grandioso que las galaxias anuncian en la madrugada de la Nochebuena, podemos reconocer, si escuchamos el parloteo tierno de nuestra alma, que somos en aquellas horas en las que, siendo niños nosotros, en nuestros hogares se celebraba el nacimiento de Jesús con rituales y piedades antiguas y sencillas, humildes, cargadas de sentido y sentimiento. Allí, asomados en esa balconada del gran Misterio de Dios, la Navidad nos entrega un suelo fértil en el que afianzar el ramaje de nuestra existencia, para que, aunque golpee fuerte el temporal, no pueda dejarnos en medio de la nada y a merced de los que sueñan con un mundo sin más oportunidad que la del dinero o las ideologías del odio.
Hay un paisaje de “Las crónicas de Narnia” en el que los narnianos, hastiados de la tiranía de la bruja que ha cubierto de nieve y ventiscas su tierra, exclaman desolados: “Siempre es Invierno, pero nunca es Navidad”. Con ese permanente invierno de la vida sueñan los hacedores de las tiranías del futuro, y en él, colocan una navidad huera y venida a menos, que se resume en la felicitación de los patéticos (“felices fiestas”). El permanente invierno de una humanidad sometida a los dictados de la técnica, de la ciencia, de la ideología, de la economía. Si dejamos que caiga la Navidad, la Navidad de verdad, la que nos habla del misterio de un Dios que se abaja a la Tierra y que se somete a los dictados perecederos del Tiempo y del Espacio, nos habremos convertido en colaboradores necesarios de la destrucción del futuro de nuestros hijos porque le daremos la razón a los que defienden que también el corazón tiene precio.
Hay ciertos snob que odian la Navidad, que se consideran muy por encima de lo que la Navidad significa y dignifica. En el mejor de los casos, la reducen a unos días para gastar y comer sin más altura de miras. En el peor, la califican como una estupidez sensiblera que debe ser superada. Arrecian los ventarrones de la Historia y nos cercan los temporales, aunque aún no seamos capaces de discernir toda su potencia. Urge rearmar nuestras raíces, las convicciones hondas que sostienen una civilización hecha, entre otros muchos activos morales, por la capacidad para asombrarse ante el Misterio. Tal vez, sólo tal vez, si seguimos pensando (o al menos queriendo pensar y queriendo creer) con los personajes de Narnia que “un día en nuestro mundo, un establo tuvo algo que era más grande que todo nuestro mundo”, podrán resistir las raíces de nuestra existencia este temporal de odio y mercantilización que nos sacude. Y así, enfrentados a los que arrancan de raíz historias y vidas, memorias y certezas y sentimientos, se convierte en un acto netamente subversivo decir con el corazón en los labios “FELIZ NAVIDAD”.