El artículo único de la Ley 18/1987 dice: “Se declara Fiesta Nacional de España, a todos los efectos, el día 12 de octubre”. Así, esta celebración arrastrada desde 1892 con nombres como el de Día de la Raza, Día de la Hispanidad o Día del Pilar, y que era también conmemorada en todas las naciones de la antigua América española, adquiría un rango superior en el marco de las fiestas de nuestro país. Y España se sumaba a tantos y tantos países que fijan un día simbólico en el calendario para que sirva de punto de encuentro a todos los ciudadanos que constituyen la nación: el 10 de junio en Portugal, el 14 de julio en Francia, el 4 de julio en los Estados Unidos, el 23 de abril en el Reino Unido o el 3 de octubre en Alemania.
Dos aspectos centran nuestra atención en la declaración de la Fiesta Nacional.
Por un lado, encontramos un carácter material. Si leemos con atención el enunciado del artículo citado, lo que más resalta es el carácter general que la ley otorga a la fiesta del 12 de octubre: lo es “a todos los efectos”. O sea, que lo es a los efectos administrativos, políticos, económicos y sociales. Es una fiesta para todo el territorio y para todos los ciudadanos.
Pero hemos visto algunos 12 de octubre en el que los nacionalistas catalanes, por ejemplo, para significar que están fuera de la Nación Española han acudido a trabajar o han abierto ayuntamientos, potente protesta simbólica para expresar, trabajando, que ellos están fuera de la celebración nacional porque no se sienten parte de la Nación. Y hemos visto a los españolazos envueltos en la bandera de todos (supuestamente) para cargar contra esos insumisos de la fiesta nacional. Sin embargo, basta con echarse hoy a las calles en muchos pueblos y ciudades para comprobar que son muchos los negocios, muchísimos, que están abiertos y, por lo tanto, obligando a sus trabajadores a acudir a sus puestos de trabajo, que fácilmente no cobrarán ni una triste hora extraordinaria.
Muchos de los españolazos que cargaban contra los nacionalistas catalanes serán los empresarios que hoy han abierto sus negocios y están obligando a sus trabajadores a perder un día festivo: ese es el modo en el que ellos celebran la Fiesta Nacional, excluyendo de la celebración (y por tanto excluyéndolos simbólicamente de España) a gran parte de la clase trabajadora. O sea, que Fiesta Nacional lo es a todos los efectos salvo a los de que los trabajadores la puedan celebrar: porque están trabajando para que sus patronos, grandes patriotas, tengan más beneficios que invertir en gigantescas banderas rojigualdas.
En segundo lugar, si más allá del artículo y de su incumplimiento por el empresariado españolísimo nos ceñimos al fondo simbólico de la celebración, sólo cabe preguntarse si ésta tiene sentido. ¿Ciertamente el 12 de octubre puede seguir siendo hoy, en pleno siglo XXI, el día más adecuado para celebrar la realidad nacional de España?
El 12 de octubre surgió como fiesta trasatlántica en 1892, cuando se habían sellado las heridas provocadas por la independencia de los territorios hispánicos. Su objetivo era resaltar los lazos compartidos entre los que un día fueron “españoles de ambos hemisferios”. ¿Puede ser el 12 de octubre Fiesta Nacional cuando en muchos de los países sudamericanos, supuestamente hermanos de España, la celebración ya no lo es o lo es sin poner en valor la mezcla de culturas que alumbró lo que los hispanistas ingleses denominaron “civilización española”?
Es evidente que esos lazos históricos están rotos o en trance de disolución. Y que una mayoría creciente de habitantes de Sudamérica no se sienten ya partícipes de la historia compartida durante más de trescientos años. Y que ya sólo las derechas españolas y americanas siguen hablando (y muchas veces con qué argumentos) de la historia, de la cultura, de los elementos comunes y del potencial de lo que un día pudo ser el mundo hispánico. Hoy, Rubén Darío no podría exclamar, en su poema a Rooselvet, que “vive la América española”, en la que él amalgamó a Moctezuma, a Guatemoc y al hoy condenado Cristóbal Colón. ¿Tiene sentido seguir fijando la Fiesta Nacional en un sentimiento que se extingue, en una hermandad que se sustituye por el rechazo y en una historia que se reescribe para que, queriendo solucionar los males y los daños del pasado, se pueda escurrir la responsabilidad en los males y los daños del presente?
Urge que España se independice de lo que su imperio americano. Urge que España rebaje el grado de intensidad que tienen sus relaciones con las naciones iberoamericanas. Ya no tiene sentido que nuestra relación con Uruguay o con Perú sea más intensa que con Indonesia o con Canadá. El gran sueño iberoamericano, sus beneficios innegables para todos nosotros, es ya imposible. Independicemos, pues a España, de su pasado. Y si a comienzos del siglo XX lo que se pedía era echar siete llaves al sepulcro del Cid, echemos ahora veinte llaves al pasado imperial, dejémoslo ser historia y nada más y no mantengamos artificialmente vivos nudos que la realidad está desatando. Así, normalícese la relación con los antiguos territorios de nuestro imperio, rebájese la preferencia que estas relaciones se concede hoy en día, deróguese el artículo 11.3 de la Constitución española o, al menos, suprímase la primacía de la doble nacionalidad para con los países sudamericanos.
Y cuando España sea ya nada más que un país europeo y los países de Sudamérica sean conscientes de que desde hace doscientos años pueden ser lo que quieran ser, búsquese otra fecha para fijar la Fiesta Nacional de España. Quizás, ninguna mejor que el 19 de marzo, en conmemoración perpetua de aquel día de 1812 en el que las Cortes Generales y Extraordinarias reunidas en Cádiz alumbraban para la Historia a la Nación política que es España. Fíjese, pues, la Fiesta Nacional en ese día en el que España surgió como Nación ante la Historia. Y sea festiva tan importante Fiesta a todos los efectos: también a los efectos de que los trabajadores la puedan disfrutar.