Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

Tiempo

El tiempo es inconsistente, es caprichoso, y se comporta como una fiera que muerde a dentelladas

La realidad de la Nochevieja, el rito de las uvas y de las campanadas de la Puerta del Sol de Madrid, la realidad del Año Nuevo, nos topan de bruces contra esa otra realidad mucho mayor y que a todas las engloba: la realidad del tiempo. Pero, ¿qué es el tiempo?

A responder a esta pregunta se han dedicado todos los filósofos y todos los científicos desde que la filosofía es filosofía y ciencia la ciencia. Al final, puede que el más acertado de todos fuera Benjamin Franklin cuando, con un inevitable poso de tristeza, nos dijo que “el tiempo es el bien del que está hecha la vida”. Y eso nos sitúa en una dirección correcta para entender qué sea y de qué esté hecho el tiempo, porque si “estamos hechos de la materia de los sueños”, como nos advierte el hechicero Prospero en “La Tempestad”, el tiempo sería nada más que una flecha lanzada al infinito que nada puede detener y que, tan veloz como inconsistente, atraviesa galaxias, espacios, vidas… y a todos los agota, a todos los consume.

El tiempo es inconsistente, es caprichoso, y se comporta como una fiera que muerde a dentelladas, sin piedad arrancando segundo a segundo la carne herida de nuestros propósitos, la anhelante carne de nuestras esperanzas, recordándonos que no somos dueños de tiempos infinitos y que nuestros días están tasados. Y eso nos lleva a la otra incógnita del tiempo: ¿dura igual todo el tiempo?, ¿podemos medirlo de manera estandarizada?, ¿es siempre un minuto la suma de sesenta segundos y todos los segundos duran lo mismo? Sabemos que no, poseemos esa certeza radical: cada tiempo que vivimos, cada instante, dura distintas duraciones. Porque cada segundo pesa un peso distinto: no pesan igual los segundos radiantes del orgasmo que los inacabables segundos en una sala de espera de hospital; no son iguales los segundos en los que contemplamos la risa de un bebé que aquellos en los que asistimos a la agonía de alguien amado. Claro está que no sólo el dolor o el placer o la felicidad y la tristeza nos pueden servir para medir el tiempo, porque también tenemos los instantes de hondura y levedad: ¿cómo van a pesar lo mismo esas vidas multiplicadas en frutos generosos que las vidas que transcurren impávidas, vacías? Pesan las emociones, pero también pesan las honduras con las que llenamos la vida. Y así, puede haber vidas que el tiempo troncha con prontitud y que, sin embargo, han sido vividas en plenitud, y otras vidas largas en años y que se agostan completamente hueras.



Está bien que sea en las fiestas levantadas alrededor del Misterio de la Navidad cuando tenga lugar el cambio de año, el fin de un tiempo y el comienzo de otro, aunque esto esté artificialmente fijado por los hombres. Porque hay en la Navidad una sugerencia íntima de los tiempos idos que nos susurra al oído todo lo que podemos conocer sobre el correr del tiempo. En estos días, si somos capaces de sobreponer la realidad de la Navidad a las imposturas con las que el mercantilismo la ha revestido, sentimos que nuestro ser se nos espesa, que se nos ahonda, que ganamos en intensidad y emoción. Y que el tiempo tiene otro sentido, que alza el vuelo a fuerza de hacernos navegar hasta lo más profundo que somos, hasta aquellos días radiantes de la niñez que jamás han de volver. En cualquier otra época del año, la Nochevieja o el Año Nuevo tendrían dificultades (más de las que ahora tienen) para dejar escritos sobre nuestros días el mensaje del tiempo: ahora es fácil que lo hagan, porque todo, entre la Nochuebuena y la mañana de Reyes, lo llena la sensación del tiempo que pasa despiadado y del tiempo que, impotente, lucha por volver para rescatarnos y devolvernos a la patria del niño que fuimos.

Se agotan las horas del año, su luz se va quedando sin el oxígeno con que se llenó la mañana (tan lejana ya) del último 1 de enero. Y es momento propicio para que le preguntemos a lo que quiera que tengamos dentro de nosotros si el tiempo que ha pasado por nosotros, lo ha hecho como ventolera sobre campo yerto o como brisa cargada de humedades que riega y fecunda. ¿Cuánto pesaron los segundos del año que termina, cuán hondos y llenos llegan a rendir cuentas ante las campanadas de la medianoche? Es importante pensar y sentir esta pregunta. Pero mucho más es hacerle esa pregunta al tiempo que está por estrenarse: ¿será largo o corto, pesará o será leve, nos elevará o nos hundirá, nos llenará o nos agotará? Cuando hayamos completado otra vuelta alrededor del sol, el 31 de diciembre del año que viene, podremos responder a lo que hoy nos preguntan los horizontes de la vida desde la atalaya del 1 de enero. Y las respuestas, en eterno ritornelo, volverán a plantearse en nuestra esperanza, en nuestro corazón, en nuestra memoria.