Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

Navidad

La Navidad es ya, nada más, algo que cotiza en el mercado de las cosas banales

Como para todas las cosas que un día fueron importantes, corren malos tiempos para la Navidad. Ciertamente, no es de ahora esta dolencia que hiere una celebración que los siglos atravesaron de una melancolía honda, que nace de ese lugar en el que los corazones se aferran a un hálito de trascendencia que los libere del cierto acabamiento. Pero la Navidad, ay, ha sido colonizada por la teoría del precio, que pervierte y sustituye a la teoría del valor: la Navidad es ya, nada más, algo que cotiza en el mercado de las cosas banales, algo que se puede tarifar, que se puede comprar y se puede vender. Y sin embargo, si somos capaces de afilar los sentidos en la dirección del Misterio (del Misterio, eh, no de la magia, que es truco y engañifa), la Navidad sigue brindándonos su mensaje insobornable.

¿Cuál es el mensaje de la Navidad? Charles Peguy identificará ese clamor de cosas que desde lo pequeño quiere decirnos la Navidad en “una llama temblorosa” que “ha atravesado el espesor de los mundos”, en “una llama vacilante” que “ha atravesado el espesor de los tiempos”. Una llama, o sea una luz. La luz es, realmente, la única cosa capaz de llenar el espacio que antes estaba vacío de ella: hay una habitación a oscuras y se enciende una cerilla, y toda la realidad ha sido transformada por la luz, que hasta un instante antes no existía. Hay un mundo en las tinieblas de la desesperación y del mercado que a todo pone precio, hay un mundo en el abismo de la oscuridad histórica más profunda… y nos dice la Navidad que una llama se encenderá, en la medianoche de la Nochebuena, en el rincón de cualquier nacimiento, entre ramas de encina, pastores de barro y reyes montados en camellos. Y entonces, todo será lleno, nuevamente, de algo que nos trasciende y que no se somete a las estúpidas leyes y las estúpidas normas del tiempo que nos ha tocado vivir.



¿Qué es absurdo el mensaje de la Navidad? Claro. Porque es pequeño, sencillo, porque carece de grandilocuencias. Y porque, en sí mismo, entraña paradojas que se escapan a nuestro entendimiento y que no pueden conciliarse con él: la Totalidad resumida en el cuerpo de un recién nacido, la Eternidad concentrada en la carne para la muerte, la Esperanza asistida por un grupo de pastores felices y calentada por el aliento de una mula y de un buey. Todas las leyes de la razón, todas las normas de la ciencia positiva, son desafiadas por el mensaje de la Navidad. Y la respuesta sólo puede nacer del corazón, de las heridas íntimas y profundas con las que el corazón llega a la Navidad. ¿Qué es absurdo el mensaje de la Navidad? Sólo asumiéndolo así podemos comprender la honda dimensión del Misterio que encierra y que nos propone, sólo así podemos entender que no viene para el regalo y la alegría (aunque la alegría y el regalo sean consustanciales al espíritu de la Navidad) sino que viene como un anuncio de que pueden curarse las heridas del tiempo, de que tienen remedio los daños de la historia, de que no tiene la última palabra aquello que termina con el espíritu porque el espíritu, entre los caminos de serrín y las montañas de corteza de olivo, susurra cada año su discurso menudo, su íntima palabra empapada de poesía.

Dice el filósofo Diego S. Garrocho, que de todas las dolencias que nos provoca el tiempo, un de los más singulares dolores humanos es el extrañamiento o la añoranza. Extrañar es sentirse fuera de algo, y posiblemente no ha habido tiempo en la historia con tal capacidad para extrañar a los seres humanos, para sacarlos de sus circuitos íntimos, radicales, y reducirlos a mera maquinaria en el engranaje de la producción capitalista. Seres automatizados para el consumo y para el individualismo, con un yo tan vacío como hipertrofiado, que se saben enfermos de deshumanización. Y llega la Navidad y ofrece una oportunidad para el encuentro íntimo, para desandar los caminos de la vida y volver a aquellas mesas plenas de rostros felices, de familias extensas, de alegrías compartidas y sinceras, de las Navidades de nuestra infancia. Esa oportunidad de reconciliación con la infancia, que es la única patria a la que realmente pertenecemos con una ciudadanía de felicidad, sea tal vez la forma más amable y visible del mensaje de la Navidad.

Pero no podemos agotar el mensaje navideño en una sensiblería del retorno a los días idos. Tenemos que ir más allá, escarbar más adentro, adentrarnos en lo más profundo, para comprender que lo que la Navidad nos dice es que en esa noche de la Nochebuena, cuyo solo nombre nos estremece de nostalgias, el Misterio opera una transformación radical de lo que existe. Y no lo podemos explicar con palabras. Ni lo podemos ver con los ojos de la cara. Pero si creemos que es así, que una forma de amor trascendente se incardina en el mecanismo de la historia, entonces no podemos dejar de saber que hay una esperanza, un futuro, que no nos puede ser robado. Porque un día, el día de la primera Navidad, las honduras más íntimas de lo que existen fueron atravesadas por la luz y se llenaron de una esperanza infinita, misteriosa, radical, que, volvamos a Peguy, “ella sola, guiará a las virtudes y a los mundos, y su llama romperá las eternas tinieblas”.

Porque hay una parte de nosotros, quizás la más sincera, tal vez la más hondamente nuestra, que se escapa a lo que los sentidos y las ideologías y lo material nos dicen, es por lo que el Misterio de la Navidad (pese al mercado y el descreimiento) nos sigue invitando a mirar en la dirección de lo profundo con los ojos del alma que no se quiere apagar.