Les enseñamos a nuestros alumnos, al hablarles de la Edad Media, que cuando finalizó la Peste Negra, Europa se asomó a una época de convulsiones sociales sin precedentes que acabaron provocando los cambios que traerían el Renacimiento. Y es que, después de más de seiscientos años de una estabilidad social adormecedora, con el campesinado viviendo en la miseria y sometido a las condiciones de los señores feudales (nobles, monasterios, obispados), la experiencia terrible de la muerte desatada por los bubones, hizo cambiar las mentalidades. Y los campesinos, que hasta entonces habían aceptado con sumisión las imposiciones de los señores, se rebelaron por toda Europa: allí donde los señores aceptaron la nueva realidad y mejoraron las condiciones de la servidumbre, pudieron salvar la vida; allí donde se empecinaron en mantener las cosas como si nada hubiera pasado, acabaron atravesados por las horcas o degollados por las guadañas.
Desde el final de la pandemia de la Covid19 venimos escuchando que falta mano de obra, que hay miles de puestos de trabajo que no se cubren: en la hostelería, en la construcción. El confinamiento les devolvió a las personas, por unas semanas, el dominio sobre sus vidas y su tiempo. Y ese descubrimiento de que hay una vida que vivir más allá de las condiciones leoninas que se imponen en el mundo del trabajo, tal vez esté cambiando la mentalidad colectiva mucho más de lo que ahora podamos percibir: puede que estemos sólo en la espuma de un cambio social tan revolucionario como el que Europa vivió en el siglo XIV, porque puede que la gente haya descubierto que ya no está dispuesta a aceptar cualesquiera condiciones laborales. En un país como España, donde la vulneración de los derechos de los trabajadores es diaria y sistemática, la única solución que están encontrando las empresas es reclamar al Gobierno que acelere la llegada de inmigrantes: saben que ellos, desesperados, aceptarán trabajar las horas que les echen y por las migajas que les entreguen. Que la izquierda oficial esté colaborando a la baja en las condiciones laborales, con su política de inmigración, es sólo uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo.
Tras la riada que ha arrasado gran parte de la provincia de Valencia y algunas zonas de Albacete, hemos oído decir a los empresarios que harán falta 30.000 trabajadores para las tareas de reconstrucción. En un país donde los parados se cuentan por cientos de miles, no debería haber ningún problema en encontrar esos trabajadores. Pero no, resulta que sí hay problema porque resulta que, según la cantinela de las derechas, “la gente no quiere trabajar” porque tienen la “paguita” (así llaman a la prestación que les garantiza a los trabajadores no tener que aceptar un trabajo a cualquier precio y con cualesquiera condiciones). Y resulta que andan las empresas valencianas pidiendo al Gobierno que acelere la llegada de inmigrantes que puedan cubrir esos miles de trabajos necesarios para reconstruir decenas de pueblos valencianos.
¿De verdad no quiere la gente trabajar?
Desde que la riada arrasó Valencia, hemos oído todos los días en la televisión a decenas de ancianos (esa generación ejemplar que levantó a España de la miseria, la insertó en la modernidad europea y le dio la democracia) alabar el trabajo de miles de jóvenes voluntarios. Han acudido desde todos los puntos del país a quitar barro de calles y garajes, a repartir comida y mantas, a ayudar a ancianos. Llevan un mes echando, cada día, un jornal de sol a sol. Y lo hacen sin pedir nada a cambio, sólo por solidaridad, por generosidad.
¿Esos jóvenes, que están partiéndose el lomo en Valencia, de verdad no quieren trabajar? ¿Esos jóvenes no quieren quedarse en Valencia para que los contrates las empresas de la zona para reconstruir Valencia?
Lo que puede que esté pasando es que esos jóvenes, capaces de dar tantas horas y tanto esfuerzo para ayudar a quienes lo han perdido todo, ya no estén dispuestos a dar horas y esfuerzo para aumentar los beneficios de empresas que les harán trabajar horas extraordinarias sin pagárselas, que los obligarán a ir a trabajar aunque venga otra riada, que les regatearán los días de permiso que legalmente le corresponden (por enfermedad, por enfermedad de un familiar, por fallecimiento de un familiar…) y que los amenazarán si los disfrutan, que les obligarán a trabajar en festivos y que reducirán al máximo sus vacaciones, que les pagarán salarios que no les permiten formar un hogar ni comprarse una casa, que les impondrán los horarios laborales propios del disparatado sistema de trabajo español… Tal vez es eso lo que está pasando, que hasta ahora las empresas vivían acostumbradas al silencio de los trabajadores, por miedo a perder sus empleos, y ahora se encuentran con que después de la pandemia los jóvenes no se callan.
Hace unos días, decía Pilar Llácer, directora de soluciones de Talento en LLYC, en El Conficencial, que los jefes “están espantados” con los jóvenes. Simplemente no aceptan ya las condiciones que pretenden imponerles y mucho menos si esas condiciones no se ajustan a lo legalmente establecido. Los jóvenes saben que tienen muy difícil poder comprarse una vivienda, saben que tienen muy difícil poder formar una familia y tienen muy claro que, en esas condiciones, no están dispuestos a aceptar lo que sus mayores llevamos aceptando mucho tiempo. Como los campesinos del siglo XIV, han roto la cadena de la sumisión y están dispuestos a dar su tiempo y su energía en ayudar a quienes lo han perdido todo, pero no a empresas acostumbradas a ganar siempre y en toda ocasión. Eso, se ha terminado y ahora estamos comenzando a verlo. Por eso las empresas urgen la llegada de inmigrantes: para no tener que ajustar las condiciones laborales que ofrecen a lo que piden las nuevas generaciones.
¿Los campesinos que sobrevivieron a la Peste Negra no querían trabajar? ¿Los jóvenes condenados por el siglo XXI y que han atravesado, como si fuera un rito purificador, la pandemia de 2020 no quieren trabajar? En el fondo todos saben que no se trata de eso: se trata de que ese malestar acumulado desde que las políticas económicas de la derecha redujeron a las personas a un simple número en el balance de las empresas, está saliendo a la superficie, pausadamente aún, posiblemente con una fuerza de rebelión dentro de no mucho. Y ya saben: hubo señores feudales que se adaptaron al cambio, y sobrevivieron y se enriquecieron e hicieron posible el Renacimiento; hubo otros, sin embargo, que, aferrados a sus privilegios, quisieron domar la insumisión con el látigo y terminaron atravesados por el hierro de la justa ira de los campesinos.
Y no, no es verdad que la gente no quiera trabajar: es que la gente ha subido el precio de su dignidad, porque los jóvenes les están enseñando que se puede estar para la generosidad y la solidaridad, pero no se puede ya estar para la sumisión. Y como ya no vale todo, por eso necesitan la desesperación de los inmigrantes.