Han sido muchos los artículos que se han quedado en el tintero en estos días: cómo sentarse a escribir, cómo sentarse a ordenar las ideas y conseguir que fluyan sin ser anegadas o arrebatadas por la tristeza, por la impotencia o por la ira. En horas tan oscuras como éstas, si no podemos decir nada que alivie este dolor colectivo y esta indecencia política en la que chapoteamos, mejor permanecer callados. Pero la confluencia de las celebraciones católicas de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, más el reinado que la muerte ha instalado en las comarcas de Valencia, puso en mis manos, otra vez, un libro tan doloroso como bello: “Vivir con nuestros muertos”, de Delphine Horvilleur, una autora judía cargada de sensibilidad y amplios horizontes. Y releído sus páginas, mis anotaciones anteriores en sus páginas, queriendo construir retazos de un relato personal para poder entender lo que está sucediéndonos.
Dice Horvilleur que el papel del que cuenta algo (del narrador) es quedarse junto a la puerta para asegurarse de que permanece abierta. En España, hemos carecido de esos narradores (nuestra literatura está al servicio de las diferentes facciones en que nos han dividido) y se han ido cerrando muchas puertas en los últimos años. Y con cada puerta que se cerraba, se destruía un puente para el entendimiento o para la compasión del otro. Y así, podemos comprender como ese desastre inevitable de la naturaleza que han padecido en el Levante, se ha visto acrecentado por la acción política (humana de la peor humanidad) que se ha ido cociendo detrás de todas esas puertas cerradas, en esos lugares oscuros de la política indecente donde las miasmas de la polarización y del odio han contaminado todas las narraciones colectivas. ¿Cómo ha sido posible? Porque nadie se aseguró de que permaneciera abierta la puerta de la comprensión de la humanidad del otro. Y así, el adversario devino en enemigo desde que los profetas de la división recetaron el “jarabe democrático”. Detrás de la puerta cerrada a la humanidad del “enemigo”, cabe ya toda forma de degradación, de deshumanización, de violencia. Y cerrar la puerta del entendimiento para abrir la puerta de la fuerza como instrumento político, es el modo mejor de asfaltar las calles por las que campa la ultraderecha.
En el libro de Delphine Horvilleur hay un capítulo precioso, lleno de connotaciones cívicas, éticas y políticas, dedicado a Elsa Cayat, asesinada por los terroristas islámicos en el asalto de la revista “Charlie Hebdo” en enero de 2015. Nos habla de como la lengua hebrea proclama que cada uno de nosotros tiene muchas vidas, vidas no sucesivas sino entrelazadas, superpuestas, antagónicas a veces. Y pensando en las vidas de su amiga (“erudita, antirreligiosa, judía sefardí, psicoanalista francesa, militante feminista, madre cariñosa, amiga sin reservas, alma cultivada y bocazas”) Horvilleur nos dice que en su oración fúnebre buscó una conciliación de todas esas voces de su amiga apagadas por las balas, esas voces que necesitaban conciliarse en el momento del duelo de quienes la amaban: esa conciliación de la pluralidad constitutiva de su amiga era necesaria para que todos los que se dolían con su muerte, tan dispares, pudieran reconciliarse. Porque, viene a decirnos Horvilleur, de lo que se trata en medio del dolor infinito que nos provocan las tragedias colectivas, “es de sostener juntos los jirones de una nación”, que es la comunidad en que vivimos y debemos convivir. Y eso no es otra cosa que entender que las pluralidades en las que somos nos hacen lo que somos y que, para poder ser así, los otros son imprescindibles. ¿No es profundamente desolador, en estos días oscuros, que ni siquiera hayamos sido capaces de reconciliarnos en el dolor colectivo más devastador que se recuerda, para sostener juntos (juntos y plurales) los jirones de esta nación deshecha por banderías, sectarismos, odios y cálculos políticos pero que mira en la misma dirección del espanto y de la destrucción? ¡Cuánta falta de generosidad estamos contemplando en nuestros “dirigentes” y en todos aquellos que, serviles, lanzan el tizón del desastre al que ellos consideran “enemigo”, para que se queme cuanto antes! ¡Cuánta falta de grandeza! ¡Cuánta miseria moral!
Pero, volvamos a “Vivir con nuestros muertos”, que en gran medida es una lección para intentar enseñarnos a vivir con todo lo que perdemos.
De todos sus capítulos, posiblemente el más intenso es el que habla de la muerte de un niño, ese misterio sin ninguna respuesta posible. Sabemos que en ningún idioma existe una palabra para definir a los padres que han perdido a un hijo, pero Horvilleur nos dice que el hebreo sí recoge esa palabra, intraducible a otros idiomas: “shakul”. Es una palabra que tiene un origen vegetal y se refiere a un sarmiento de la vid en el que ya se ha vendimiado el fruto. Y así, los padres que pierden a un hijo son como la rama que ha perdido fruto, como el racimo que se ha quedado desnudo y sin uvas: “la savia circula por él, pero no tiene a donde ir”. ¿No tenemos, desde que amaneció el miércoles 30 de octubre, la sensación de que algo así es lo que están viviendo los valencianos y, en menor medida, todos nosotros? ¿No somos como una rama colectiva que, de un golpe brutal, ha sido privada del fruto de tantas vidas entrelazadas, de tantas obras hechas en comunidad? ¿No sentimos todos que, al contemplar el fallo sistémico del Estado en la atención al millón de víctimas de la dana, nos ha sido dado el conocimiento descarnado de que nuestras ramas están vacías y de que no existe el fruto que, durante tantos años, hemos creído estar cultivando todos juntos? Humanamente, a los valencianos les será muy difícil recobrarse de todo el sufrimiento que están padeciendo, del abandono al que lo han sometido los poderes públicos, que han fallado clamorosamente cuando más necesarios eran. La huella de la riada brutal y del lodo, el olor de un mundo que se pudre perseguirá a los valencianos de por vida: “Nadie puede mirar a la muerte a la cara sin conservar un rastro en los ojos”, nos dice Horvilleur.
A nivel moral no podremos el conjunto de los españoles borrar el rastro que estos días están dejando en nuestra alma colectiva. ¿Podremos olvidar la desolación, la muerte, la incapacidad política y el tacticismo electoral? ¿Podremos olvidar esta degradación de un país que creíamos moderno, seguro y capaz de responder a las calamidades que puedan afectarnos? Lo que sucedió el martes 29 de octubre nos va a cambiar para siempre: seguiremos pensando que vivimos un territorio social y político donde nos sentíamos seguros, pero eso ha sido arrasado por el temporal, como tantas vidas, como tantos esfuerzos, como tantos sueños. Y cuando descubramos lo que hemos perdido como país, entonces, nos vamos a sentir presos de la solastalgia.
Solastalgia es un término que acuñó a comienzos de siglo el filósofo Glenn Albrecht. El lo ciñó al daño psicológico que causan grandes catástrofes naturales, al dolor que produce la pérdida del paisaje que se conoce, pero Delphine Horvilleur habla de esa nostalgia también cuando lo que se pierde son los territorios morales, los vastos paisajes del espíritu. Así, la solastalgia deviene en nostalgia punzante que muerde el costado a dentelladas, en nostalgia que se siente por el lugar moral “donde uno se encuentra, pero sabe que ya no existe”. Nuestro mundo, nuestra realidad como comunidad política y social (como nación), ha quedado deshecha, enterrada bajo el lodo de Valencia. “Lo que hubo ya no está, pero los vestigios de un mundo desaparecido conservan su recuerdo tan sólidamente como si estuviera indemne.”
La herida de la solastalgia moral ya supura en nuestro costado colectivo. Un día, se transformará en narraciones que le contaremos a nuestros hijos o a nuestros nietos, tal vez queriendo abrir todas esas puertas que, desde que comenzó el siglo XXI, hemos ido cerrando a portazos hasta dejarnos a merced de devastación, en la intemperie colectiva. Ojalá entre los narradores de este destrozo, entre esos cantores de la solastalgia, haya alguno que no deje que se cierre ni una puerta más.