Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

El régimen de 1978

La Constitución no ha cesado de sumar deslealtades, que impiden el pleno desenvolvimiento jurídico, político y social de las grandes aspiraciones del texto

Cuidado con el descrédito de las instituciones presentes antes de haber inventado otras de recambio.” Daba este aviso Francisco Tomás y Valiente en su discurso de toma de posesión como miembro del Consejo de Estado, una preciosa pieza de alabanza al Estado democrático y al general Gutiérrez Mellado. Lo leyó el 18 de enero de 1996, pocas semanas antes de que los salvadores de la patria vasca lo asesinaran en su despacho de la Universidad. Y el aviso, cobra plena actualidad en estos días nuestros en los que tanto quiere deslegitimarse el régimen político de 1978 por la izquierda como por la derecha, confundiendo los abusos del poder con el poder mismo o con las instituciones que sostienen y constituyen el Estado que el pueblo español se dio aquel 6 de diciembre.

Régimen del 78” fue la fórmula despectiva que en las sentadas del 15M se dio por parte de la izquierda extrema al sistema político español. En aquel “Régimen del 78”, que no era para ellos sino una forma histórica amable de la dictadura franquista, cifraban los que iban a tomar el cielo por asalto todos los males de la sociedad española: los recortes brutales impuestos por Alemania, el saqueo de las cajas de ahorro y montes de piedad perpetrados por la clase política, el atraco y el chantaje al que los bancos sometieron al Estado. Ahora, en las manifestaciones contra el partido de Pedro Sánchez, abundan nuevas proclamas contra el Régimen de 1978: banderas con el escudo de la Monarquía parlamentaria recortado o ese lema brutal de la derecha extrema que dice que “la Constitución destruye a la Nación”. En ambos casos, quiero pensar, la justa y sana indignación de muchas personas honestas y preocupadas por el devenir de su país, ha servido como coartada para la propagación de “ideas” que quieren acabar con el sistema político actual. Y sustituirlo por otro. ¿Por cuál? “Cuidado con el descrédito de las instituciones presentes antes de haber inventado otras de recambio.



Supongo que el Estado de recambio de la extrema izquierda más el conglomerado de fuerzas independentistas, será una especie de CRIPI, Confederación de Repúblicas Independientes de la Península Ibérica. E intuyo que el Estado de recambio de la extrema derecha será el de la Nación Una, Grande y Libre. ¿Esos son los inventos con los que quieren sustituir las instituciones constitucionales de 1978?

Desde el regreso de Fernando VII y el “Manifiesto de los Persas” del 12 de abril de 1814 hasta el Referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978, la historia de España es una sucesión de tragedias o de ocurrencias. Siete constituciones (y todas y cada una de ellas concebidas como un arma arrojadiza contra la otra mitad de la Nación), una Constitución no nata, las Leyes Fundamentales de la dictadura del general Franco, decenas de golpes de Estado y pronunciamientos militares, cuatro guerras civiles, incontables revoluciones, decenas de miles de muertos, exiliados y perseguidos sin tasa… Ese es el negro resumen de 164 años de historia que terminan con un gran acuerdo. El acuerdo de la Concordia y la Reconciliación Nacional, que hizo posible que por primera vez en nuestra historia no hubiera una Constitución de blancos y negros, de rojos y azules, sino una Constitución de matices grises en los que cada uno de los españoles pudiera sentir recogidas sus ideas, sus aspiraciones, sus maneras de sentirse español. Por primera vez en nuestra historia, se articulaba un proyecto político y social que no estaba destinado a helarle el corazón a ningún españolito, y que hacía suyo el sentido patriótico del Presidente Azaña cuando postulaba la Nación como ese lugar "donde reinan el derecho, la justicia y la libertad".

Desde aquel día, la Constitución no ha cesado de sumar deslealtades, que impiden el pleno desenvolvimiento jurídico, político y social de las grandes aspiraciones que el texto recoge. Deslealtades de una derecha que sistemáticamente se olvida del fundamental componente social y económico de la Constitución, de todo su elemento material sin el que los derechos devienen en mero formalismo inoperante, esa derecha envuelta en la bandera española que se olvida de las necesidades de tantos y tantos  españoles. Deslealtades de una izquierda, que sigue asumiendo como cierto el dictamen de Franco cuando identificaba a España con una forma nacionalcatólica de entenderla, una izquierda que ha renunciado a reivindicar sus raíces netamente nacionales para, sobre ellas, levantar un robusto Estado Social, y que se entrega a pactos inmorales con los herederos históricos de las ideas de los persas de 1814.

Y pese a todo esto, el Régimen de 1978 resiste. Con grietas y desconchones, necesitado de una reforma que potencie su aspiración de justicia social, que garantice la igualdad legal y material de los españoles, que robustezca sus instituciones, y que blinde la separación de los poderes y los ate a la neta voluntad ciudadana. Pero reformar es limpiar el descrédito acumulado por las instituciones, no sustituirlas por inventos fantasmagóricos que nos pongan en la casilla de salida de las Dos Españas, otra vez, para que Dios tenga que guardarnos de que una de ellas nos hiele el corazón.

De todas las representaciones de la Constitución de 1978, del régimen político que ella construye, la más acertada es una de Forges. En ella, se ve la Constitución abierta como si fuera una tienda de campaña. Debajo, se guarecen los blasillos, que saben que la historia de España suele acabar mal, sobre todo para los humildes. Y eso son al final la Constitución y el Régimen de 1978: un refugio, un amparo contra las tempestades de nuestra propia historia y contra las tormentas desatadas por un presente gris tirando a negro. Si consentimos que los “hunos y los otros” destruyan ese hogar político tan trabajosamente conseguido, lo único que habremos ganado es volver a sentir el cuchillo frío de la Historia. Y nuestros hijos no se merecen que destruyamos el hogar que construyeron nuestros padres fuera del cual puede que sólo existan los campos de batalla en los que se mataron nuestros abuelos.