Carmina nemo legit

Joaquín Fabrellas

Insectos

Al final fui insecto, irremediable, único, transformado. Esto ya había ocurrido, ¿verdad?

Primero fueron las hormigas, Formicidae, pero eran tan pequeñas que tuve que desecharlas por otros insectos de mayor tamaño.

Después fueron las tijeretas, Forficula auricularia, pero sus pinzas convexas no las hacían apetecibles para las dos mascotas, las cuales ya no comían su comida estipulada, su pienso granulado hecho a base de cenizas de animales difuntos.



Después me fui haciendo con cualquier insecto que entrara por el jardín de la casa. Insectos que no conocía y que recalaban en la terraza en busca de agua, o por efecto del viento.

Arañas domésticas, Tegenaria doméstica, también caían en la tumba transparente de las mascotas voraces, lo cual no suponía más que un frugal refrigerio para la insaciabilidad de los quelónidos.

Algún escarabajo, despistado en una hoja de helecho, era devorado por ambas in ictu oculi, que con sus escleritos clípeos no podían defenderse de las bocas sin labios de los dos monstruos gargantúas.

También recogí mariquitas, Coccinellidae, con sus élitros envueltos en un caparazón decorado por puntitos negros.

Polillas que residían en los libros, mariposas a punto de morir, hecatombes insectívoras que de nada valieron porque los dos dioses siempre requerían sacrificios de sus iguales, de sus acólitos. Todo el mundo era comestible. Incluso contemplaban mis manos oferentes como una extensión de su ofrenda. No diría que con deseo, pero sí con cierta frialdad comestible, como no importándoles la sangre que pudiera contener adentro. Hijas salvajes de un dios apócrifo que me tenían a mí como un posibilitador de su pitanza mayúscula, de su egregio pantagruelismo enajenado. Yo era la conexión entre el mundo y su sacrificio cotidiano.

El supremo sacerdote entre el mundo fungible y ellas.

Era terrorífico. Era mi misión. Mi encomendación.

No había alfabetos en el deseo atávico de sus labios despiadados y sin fisuras.

Tuve que salir afuera, a la superficie, entrar en bosques. Conseguir comida. Más sacrificios, sangre igual.

Recorrer vetustos desiertos donde anidan la musaraña y se esconde el élitro, nada me valía. Fatigué la sabana de donde volvía cada cierto tiempo a su guarida acuática, donde yo me metamorfoseaba en minúsculo fámulo; recordé haber sido humano, pero de todo aquello solo quedaba ahora un sentimiento rémora, apenas una cotidiana flojera de haber sido antes otra cosa, casi humano, pero ahora solo, como mi tamaño, todo embebía, se achicaba, mientras las diosas seguían creciendo bajo el poder de la mirada, pero ya había montañas de insectos en su guarida isleña; recelé de la misión de otros porque yo no recordaba haber traído tanto cadáver minúsculo.

Recogía garcetas, marsupiales, placentas de rata, deliciosas para ellas; excremento de elefante mórbido que tenía el poder de la visión, mucosidad de mofeta que, como el veneno, aplicado en la oreja del muerto revela tu futuro inmediato. El suyo era uno de crecimiento, el mío era el de desaparecer en mi misión, el de entonar la escoliasta de la futura mitología de una civilización por llegar.

No diré que era feliz, porque mentiría, pero la labor excedía mi capacidad para encontrar comida para un dios único en que nadie aún creía. Yo sería el revelador, el dador de la vida de las bocas siempre hambrientas.

Al igual que Renfield, que se alimentaba de sangre, me convertí en insectívoro, ya no era para las tortugas diosas, eran para mí, ¿acaso mi misión hubo acabado?, saboreaba el sabor a pasto y bosta de las moscas crudas, el sabor frugal, como de un piscolabis ultrarrápido de los mosquitos, konops ptero, sabrosísimos. El sabor inmaculado de ciempiés y lombrices, sabor a tierra, a fango, a cadáver fresco, recién nacido en la tierra. Los escarabajos, oh, los escarabajos y su capita de quinina dura y brillante, o las mariquitas de siete lunares despistadas que caían en el alféizar de las ventanas tras de un rápido viento, bocanadas de aire que portaban toda la comida, como si de una corriente de agua se tratara. Las forfículas con sus tenacitas inermes, crujientes al diente. Las cochinillas rechonchas, incluso las cucarachas, tan mal comprendidas por su rareza higiénica, y nada más lejos de la realidad, cuando viven casi siempre con nosotros agazapadas en las sinuosidades de los lavabos y de las bañeras que gotean continuamente y las lavan y perfuman con los restos de nuestras pieles y geles decorosos que se escurren por los cuerpos. Odiarlas a ellas es odiarlos a nosotros mismos, pues su ingesta es nuestro cuerpo.

Al final fui insecto, irremediable, único, transformado. Esto ya había ocurrido, ¿verdad? Mi morfología recordaba al coleóptero kafkianis, al insecto amanecido en su lecho a la intemperie, convertido por obra y gracia de la ingesta de congéneres, de mis iguales, sumido en las formas de los sujetos que había ido consumiendo y que me convirtió en uno más, realizado a través de las formas ingeridas, transustanciación de la materia, metempsícosis de almas transportables. Yo sí tuve alma, ellos tal vez quizá nunca, ¿tienen los insectos alma, la hormiga, el escarabajo?, ¿tienen tiempo la especie múltiple que ellos son, eusociales generados por parto polimúltiple? Alma universal. No sé.

Yo era lombriz, erizo de mar, lapa, escarabajo, caracola, babosa, caracol, medusa, gusano, polilla, pulpa, renacuajo, larva, todo unido, instantáneo, simple, atemporal, inmortal figura. Era el amplexo, la baba seminal del macho que fecunda la liebre y el cisne. El trago amargo de la concepción. La multiplicación.

Morí. He sido. Serví de comer a los dioses absurdos aún sin mitología.

Escribid mi escoliasta.