No todo lo que he venido leyendo este primer semestre de 2025 es de una gran calidad literaria. Unos quince libros porque uno de ellos aún lo estoy leyendo y se me está haciendo bola.
Temo decir esto, pero la actividad del escritor se ha romantizado tanto que se ha tergiversado la visión real del mismo; ha calado esa imagen del escritor bohemio que escribe entre humo y chupitos, o el escritor tarambana, torpe y hosco, que solo sabe escribir y apenas bandear el fracaso.
Para empezar, he de decir que esta actividad, la de la escritura, es una actividad complementaria y en completa soledad, no admite el ruido, la música o la distracción. El escritor precisa además, de otra actividad laboral, remunerada, para poder llevar a cabo tu labor de escritor, o, si eres rico, te podrás permitir escribir sin esperar nada a cambio, como el caso de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca o Vicente Aleixandre, entre otros muchos. También Gil de Biedma o Carlos Barral, que nunca necesitaron de un trabajo remunerado. Aunque lo tuvieron. La escritura, como la lectura, necesita de mucho tiempo, justo de lo que la sociedad moderna carece: paciencia y tiempo, y, mucho más, tomar la arriesgada decisión de gastar ese escaso tiempo en escribir, para lo cual, te has debido formar previamente, no solo leyendo, sino también escribiendo. Y sobre todo, corrigiendo lo escrito.
Famoso es lo que le dijo Monterrosso a Bryce Echenique ante la afirmación de Bryce de que él escribía casi sin corregir, a lo que Monterrosso le apostilló, y yo corrijo casi sin escribir. La importancia de los adverbios.
Recuerdo que tardé cinco años en escribir o dar por terminada mi primera novela, El imposible lenguaje de la noche, no en redactarla, tal vez tardé solo un año en hacerlo, pero corregirla, cambiar versiones, modificar los personajes conforme se modificaban las versiones, introducir otros, quitar partes, (labor esta muy desagradable, ya que tienes que empezar a ver la novela desde otra perspectiva que no te gusta tanto como autor, pero que al público lector, (sic), facilita su experiencia).
Después vino el enorme reto de encontrar editorial, ya que la autoedición no era, para mí, una opción válida. Varias editoriales trataron de engañarme en la publicación. Alguna editorial de Jaén, con contrato firmado y todo, e informe de otra editorial con mis ventas, me engañó diciendo que no me cobrarían y después que sí, justo antes de entrar en imprenta; una editorial grande, muy grande, me dijo que sí, pero para publicar on line, y después se iría viendo, es decir, nada.
Contacté al menos con ochenta editoriales por correo para ofrecer mi proyecto.
Otra editorial muy beat me dijo que sí, que esa historia de jazz y noche era la indicada para su proyecto, que habían publicado, además, los libros de un poeta del que yo hablo en mi libro, Gary Snyder, pero llegaba el plazo para la imprenta y ni se molestaron en decirme que no la publicarían, tuve que llamarlos yo y me dieron evasivas. Divagaban diciendo que había escrito muchas veces la palabra negro para un personaje que, casualmente, era negro, como tantos otros personajes de mi novela.
Y podría seguir así indefinidamente hasta llegar a la editorial Chamán, que no me pidieron nada a cambio y la publicaron a tiempo. Benditos. Llegué a ese momento exhausto de tanto rechazo y de gestionar ese rechazo después de años encerrado con mi juguete literario.
Yo solo pido a los editores que no te hagan perder el tiempo, que sean claros y concisos, si quieren sacar dinero, algo legítimo, que te lo digan, porque publicar es perder dinero, como mucho, lo comido por lo servido.
Escribir es escribir contra la nada, un buen escritor nunca sabe en qué va a terminar esa labor al cabo de los años. Es imposible saberlo, y también es difícil saber si lo que tienes en borrador es finalmente una novela o no. Un libro de relatos, un ensayo.
Es demoledor, a veces, acabar tirando a la basura un proyecto en el que has estado meses trabajando. Yo lo hice hace poco. No acababa de gestionar bien el personaje, a medias entre un yo ficticio y un personaje que no soy yo pero que recordaba mucho a mí, me sentía raro con él y lo maté, como Unamuno a Augusto Pérez. No siempre sale, y no siempre tenemos el tiempo para hacerlo. No ganamos siempre. Es normal.
Escribir es saltar al vacío y no esperar nada a cambio, porque, como mucho, con suerte, se venderán trescientas o cuatrocientas copias, lo cual ya está bastante bien. Además es muy difícil saber cuántos libros se venden, porque las editoriales grandes mandan muchas copias a muchas librerías, y las pequeñas mandan menos, pero lo que no se dice nunca es que si no se venden esos libros, acaban devueltos por la librerías, (que también quieren ganar dinero, lo cual es muy lícito), pero acaban en los sótanos de la editorial, o quemados, o alimentando a las ratas en los dominios de cualquier Diputación Provincial o ayuntamientos de turno. Todos hacen lo mismo por la cultura.
De verdad, no hay nada romántico en escribir, además, escribir es la labor más antinatural del ser humano, escribir es un accidente. Yo ni siquiera recuerdo por qué empecé a hacerlo, supongo, que, como todos, quería imitar a mis ídolos literarios, cuando tenía doce o trece años y me creía muy profundo, pero, generalmente, no tenemos ni idea de escribir a esa edad, tal vez, sabemos imitar, que es como todos empezamos a hacer las cosas importantes.
Borges dijo que el libro era el objeto humano que menos utilidad tiene de todos, una navaja tiene función, una cuchara también, pero un libro, para qué sirve un libro, solo para entretenernos. Nada más y nada menos.
El año pasado me pagaron 160 euros en conceptos de derechos de autor por la venta de mi novela, eso es todo. Tu trabajo de cinco años. Parece ser que el escritor es el único que no puede querer ganar dinero. No parece lícito querer hacerlo, porque ya tienen, o se supone, un trabajo remunerado, que puede ser el de profesor, como es mi caso, o farmacéutico, camarero o reponedor, pero de toda la cadena literaria, el que nutre de material es el que menos recibe, como el agricultor; incluso, los libros revelación del año, no reciben tanto como parece, los escritores revelación pagan agentes, impuestos, y de la cantidad que venden reciben un mínimo porcentaje.
Basta ya de romantizar esta actividad no remunerada, es arduo estar solo horas y horas en tu escritorio intentando hacer algo productivo para que solo te paguen, con suerte, 160 euros. Esa es la miseria del escritor. No hay más.
Hay tres tipos de escritores: los Hemingway, suicidas y borrachos, los Henry Miller, toscos y lúbricos, y los Joyce, preciosistas y exigentes, en cada una de esas tres categorías caben muchos, la Woolf cabría en la última clasificación; Dylan Thomas, Lowry o Burrougs en la primera; Proust en la última, y así consecutivamente. Ninguno de ellos llegó a vender en vida millones de ejemplares, qué digo, ni miles de ejemplares. El Ulises de Joyce se publicó después de innumerables problemas con la transcripción, retrasos por las acusaciones de inmoralidad, con la propia edición, con los plazos, para vender solo unos pocos ejemplares mal contados hasta que la crítica lo consagró como el mayor hallazgo del siglo XX.
Es como en la cocina, nadie quiere ser cocinero, todos quieren ser chef con estrella Michelin a ser posible, pero hay un arduo trabajo hasta conseguir eso. En la escritura sucede lo mismo, nadie quiere ser el artesano que se sienta en su taller horas y horas trabajando el barro o la madera, pongo por caso, hasta aprender a escribir, pero todos quieren imitar esa imagen de éxito espurio, de fama ilimitada, de firma de ejemplares en interminables ferias del libro por la geografía mundial con sonrisa y foto incluida.
Conocí hace unas semanas a Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco, ambos estábamos participando en el Festival Internacional de Poesía de Granada, en donde he tenido el honor de ser invitado. La saludé y, con mucha humildad me presentó a su madre, una señora mayor muy amable, ambas muy educadas y humildes. Lo digo porque esa imagen de humildad no se corresponde con la imagen de autora de éxito que tenemos asumida, debido a esa tergiversación de la que he hablado antes. Pero los escritores de éxito también viajan con sus madres y bostezan y se cansan, y sacan tiempo para escribir a pesar de todo. Y tienen que llamar a sus hijos a ver si han hecho bien el examen de matemáticas.
Como decía al principio, no todos los libros que he leído en este semestre me han gustado, pero han sido elegidos de un millar de títulos para ser publicados, lo cual, no convierte a un libro en bueno automáticamente, aunque lo publique una gran editorial, de hecho, he leído un proyecto póstumo e inacabado de Geroges Perec, que yo no hubiese publicado de haber sido editor, cuántas copias venderá en España ese libro, ¿cómo podríamos saberlo?
Escribir y editar son dos raros accidentes que no siempre coinciden.
También murió esta semana un gran editor, Francisco Cumpián, del que casi nadie se ha acordado, el último de una gran estirpe de editores malagueños, desde Litoral de Altolaguirre y Prados, con el que me hubiese gustado publicar un libro, pero no pudo ser, casi nadie recuerda a los editores, y mucho menos a los editores como Cumpián, a contracorriente, casi a vida o muerte, sin importarle la rentabilidad obtenida, siempre le agradeceré sus preciosos libros y su sinceridad al rechazarme.
Entre todos se hace la literatura, entre todos compartimos el fracaso de no llegar nunca a nada.
Mi corazón puesto al desnudo.