Carmina nemo legit

Joaquín Fabrellas

Alejandra Pizarnik o nombrar lo que no existe

Joaquín Fabrellas analiza la poesía de la autora argentina esta semana que se ha conmemorado el Día de las Escritoras

 Alejandra Pizarnik o nombrar lo que no existe

Alejandra Pizarnik.

La poesía de Alejandra Pizarnik, (1936-1972), nace de la música, como se puede oír en sus versos al ser leídos, que se suceden cadenciosos, formando poema, y sin querer, creando un ritmo que te introduce, sin darte cuenta, en el dolor y el sufrimiento de la misma Pizarnik.

Tú eres Pizarnik ahora. Heredas, de repente, todo el dolor de la huida, el sufrimiento de una niña que quería ser perfecta pero no pudo, porque se convirtió en la denuncia de la angustia. Una niña insegura que se mira en el espejo, sin patria concreta ni infancia a la que aferrarse, y no es lo suficientemente guapa. Era Bluma, ese nombre familiar que detestaba, le hace crearse una imagen alterna de sí misma, en donde no llega nunca a reconocerse.

En realidad, tiene mucho más que ver con la poesía de la americana Emily Dickinson de lo que parece, encerrada en un cuarto, toda su escritura saliendo, sola, siendo palabra, siendo poema, dolor y sangre. Una corporeidad ajena a ella misma, que le devuelve a otra yo que no ha aprendido todavía a pronunciar, la misma sílaba, la misma mano.



Otro de los anclajes de su obra se apoya en la pintura, estudió arte con Juan Batlle, el pintor surrealista, nacido en España, pero emigrado a Argentina, que durante los años 30 del siglo XX alcanzó enorme prestigio. Conocedor Batlle de las teorías del psicoanálisis y de la pintura española vanguardista, así como de la europea, su pintura, evoluciona desde el surrealismo hasta la preocupación metafísica.

Acuarela de Alejandra Pizarnik. 1961. Archivos de la Universidad de Princeton.

De alguna manera, la poesía de Pizarnik está también muy relacionada con la pintura de Equipo Cobra y Gutai de Yoshihara Hiro, crear lo que no existe. La expresión del dolor, la manera de darle forma al dolor mediante la pintura y la palabra. Algunos poemas de Pizarnik tienen la difícil función de ser retratos de su estado de ánimo. Tiene que ver con el action painting de Jackson Pollock o de Lee Krasner: expresar mediante el movimiento lo interior, dejar libre el subconsciente.
”¿No es verdad que yo existo / y no soy la pesadilla de una bestia?”

“Yo escribo la noche”.

Le debe, en parte, la concisión lírica al maestro Porchia, el editor italiano autor de Voces. Esas voces que habitaban su conciencia nocturna en vigilia permanente, su amistad a lo largo con una extraña que se repetía en el espejo y no sabía cómo nombrar. Medicamentos y nicotina, la “farmacia de su casa”, anfetaminas y senconal para calmarse, escribiendo de noche la noche. No saber quién era.
“No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”, dijeron sus últimos versos, como la Storni. Recorren el camino desde su poesía hasta el final, sin miedo a la nada, porque la muerte era solo una palabra. Miedo.

La fragmentación de la obra del italo-argentino Porchia, (1885-1968):
«En el sueño eterno, la eternidad / es lo mismo que un instante./ Quizá yo vuelva / dentro de un instante. //»

Junto a la pintura de pequeño formato de Batlle, hacen de la poesía de Pizarnik una mezcla de breve poema de gran impacto visual, estético, casi cromático en ocasiones, que ilumina la creciente oscuridad del yo en que fondea toda la lírica de la Pizarnik.

Como afirmó Octavio Paz, su poesía se puede definir desde diferentes disciplinas, la botánica, la física, la química, pero todas afirman lo mismo, la “extraordinaria transparencia” de su poesía, tanto, que si no se mira con atención, no existe, es de una luminosidad extrema. “El árbol de Diana es transparente y no da sombra”, su poesía, dice el mexicano: “es un objeto natural de visión”, es cierto, vemos a través de los ojos de Pizarnik su adentro, la visión interior de su enorme y brillante grieta.

Es tu grieta ahora, leer a Pizarnik es reconquistar el dolor de un mundo primigenio del que has sido despojado, y solo algunos quedan guardando, su llanto se transmuta en canto. Transmutación en ella misma. El ojo que todo siente. El poema es apenas su rastro. Una mancha.

II
El universo de la argentina es abigarrado, de una simbología onírica, precisa para expresar la conciencia de la que parte. Hay una aparente pobreza de herramientas porque lo importante no es el deslumbramiento técnico, métrico o semántico, sino el impacto en la retina del que lee. Su poesía arraiga en nuevas significaciones no esperadas por la poesía, de esa manera su obra rompe con lo esperado.

«Quisiera ser masa lingüística», dice en “Ajedrez”. La palabra y el sentimiento se funden en su obra, difícil separar la una de la otra. Si la conciencia sufre, las palabras sanan.

Su poesía nace de la reflexión y en el canto está su permanencia, en su música amétrica hay una nueva caja de resonancias.

El tema central de su poesía es ella misma, autorreferente, si es que la poesía moderna puede ir por otro lugar, que no lo creo, porque el poeta debe ante todo, ser honesto consigo mismo y saber que la piedra de toque debe ser él como tema, como Hölderlin que expuso su locura como tema de su poesía.

Y la aparente sencillez de su cosmovisión creativa, no debe confundirnos ni hacernos pensar que es la suya una poesía simple. Se trata de un mundo simbólico bien definido en la tradición europea, que ella conoció tan bien en su etapa francesa, de 1960 a 1964, cuando vivió en París. Los símbolos se repiten: la noche, el alba, la sangre, la palabra, el lila (omnipresente en su obra), y una dicción breve, de impacto, como una mancha en un cuadro, de trazo grueso, una expresividad léxica heredada de la experiencia pictórica de su juventud.

Los poemas de Pizarnik caben en la caja editorial, es decir, apenas ocupan una página, pero ese espacio se desborda por la compleja disposición de los símbolos y de los estados sentimentales de la argentina, que traslada con precisión, el estado de ánimo de ese momento, y frente a ello, se despliega toda una temática en torno a lo corporal concreto, que se opone al dolor: las manos, los dedos, el cuerpo. Una poesía corpórea, arraigada en lo próximo, en lo que toca y se toca.

Así el poema se hace mediante el verbo cuerpo, nombre, se da, se exime, se impugna. Queda por tanto, su poesía sin metástasis, encapsulada sin dolor, emasculada del miembro que la sostiene y duele.
«Ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe».

La incertidumbre es la sintaxis que desarrolla cada texto, lo que no tienen forma y no es concreto y se opone al lenguaje y ella no puede nombrar, nombrar lo que no existe, todo lo que vive se nombra o se aprehende.

La otra que habita en ella, esa desconocida reflejada en un espejo grande, la impostora, que ocupa su vida, pero no es ella, porque Pizarnik es su canto escindido del cuerpo haciéndose sombra en otro cuerpo escrito, por ello su texto es canto, imagen poderosa , capital del dolor, sinestesia cromático sentimental. Color solo.

A veces se acerca a un misticismo pagano, la pérdida de la fe en occidente deja un hueco enorme ante la incertidumbre vital, que, a veces, hay que llenar de fantasmas. Gran parte de la literatura y de la lírica del siglo XX transcurre por esos lugares, donde ha quedado un profundo vacío sentimental y dogmático, el cual, debe llenarse para suplir los espacios tan incómodos en la conciencia del hombre moderno. Su mente se ocupa de otras cosas, el paso del escalador de altura, el que camina solo en el vacío, esa es la verdadera épica del escritor actual, lo sabía Walser, Benn, Broch, Musil, y tantos otros que han hollado los caminos de lo vacío, que han fatigado el hueco de la antigua fe, como vaticinaba Nietzsche, una vez había muerto Dios.

«cuando vea los ojos / que tengo en los míos tatuados»

Las conexiones con el arte son continuas:
«estos hilos aprisionan las sombras / y las obligan a rendir cuentas al silencio / estos hilos unen la mirada al sollozo //»

Escribe sobre un cuadro de Wols, uno de los que dibuja los hilos cromáticos, y que a Pizarnik, sirve para metaforizar el dolor de un cuadro y extenderlo hasta su poesía.

O:
«un agujero en la noche / súbitamente invadido por un ángel»

Dedicado a una exposición sobre Goya.

El ángel ha sido siempre un tema recurrente en la cosmogonía pictórica, desde los ángeles de Klee, hasta Dalí, o los tratados por Walter Benjamin en su obra. A medio camino entre el cielo y la tierra, criaturas que se desenvuelven entre el sueño y la vigilia, cuidadores y condenadores, frágiles y terribles, expresan, de manera única, la frontera de la conciencia del hombre actual, que se enfrenta a un mundo abigarrado de neones y llamadas vacías. El ángel es la salvación, el que anuncia la llegada, el que acaba con la incertidumbre de la espera.

El Ángelus Novus enfrenta la tradición, el pasado, con el presente, y el presente de la vanguardia no es halagüeño, el presente infinito de la grieta de Pizarnik tampoco. En cierta medida, su historia recoge la historia de ángel de Klee, el que explica Benjamin, es el ángel de la persecución, el íntimo ángel de la familia Pozornihk desde Rusia a Argentina. La huida, el aislamiento, el idioma. El final. La locura explicativa de tu propia locura.

Por ello el arte es una de las herramientas que espolean los versos de Pizarnik, porque explica sin palabras el sentido de la huida, el dar nombre a lo que no existe o existir desde la palabra reinterpretativa del verso luminoso de Pizarnik.

«Es un cerrar los ojos y no abrirlos […] un sufrimiento en verdad demasiado grande pulsamos los espejos hasta que las palabras olvidadas suenan mágicamente».

Su poesía bordea el aforismo o la parca expresión, decir mucho con muy poco, no es necesario el adorno, el maquillaje, toda la estética superflua no se concita aquí, este es un lugar desafecto, diría Eliot, y ella parece repetirlo como un mantra, ¿pero, dónde estaba la felicidad? Ni siquiera en su infancia borrosa, con la memoria partida, dos países, dos continentes, el contenido que se vierte y fluye en la múltiple Pizarnik.

«Alguna vez / alguna vez / me iré sin quedarme / me iré como quien se va //»
La incertidumbre, la continua huida, la persecución de los fantasmas domésticos, la mística pagana, la constatación del hueco profundo del alma, el vacío de la fe, con qué llenarlo amor si no contigo mismo, diría Cernuda. Pizarnik lo haría con sus dualidades oscuras, con el profundo silencio que rodea su obra, porque constata que no es el sueño de donde se nutre su lírica, es la realidad interna de su ser.

¿Dónde la felicidad?

Al final casi, le escribe esto a Yvonne Bordelois:
"Toda yo soy otra..." "Mi Ivoncita, mi cercanita. Por favor no nos pidamos explicaciones acerca del silencio (¿existe el silencio?) (...) te mandaré mi nuevo libro El Infierno Musical. Y también, si consigo fuerza, algunos poemas recientes cuyo emblema es la negación de los rasgos alejandrinos. En ellos, toda yo soy otra, fuera de ciertos pequeños detalles: el humor, los tormentos, las pruebas supliciantes...

Ahora sé un poquito más (por eso ya no me siento a la mesa y rumio horas y horas un adjetivo de algún poema). Sé un poquito más, comprendo algo más; y sí, es tan terrible y viviente y vibrante esto que alienta en esto que ahora soy. No sé en qué me he convertido...

Que desmemoria no te guíe".

“Toda yo soy otra”, la poeta ya no finge, está siendo siempre otra, la continua transformación de su ser en un ser que sufre. La incomprensión de sí mismo, objeto de extrañamiento, comienzo y fin de sus problemas lingüísticos y sentimentales.

Una mujer rebelde, la que no cuadra en los planes que la sociedad había reservado para ella, se enfrenta a la sociedad mediante la libertad sexual, la decisión de no tener hijos o de parejas estables, siempre libre, libre. Su timidez, su tartamudez, cercana al defecto en el habla de su amigo Cortázar. Obsesionada con su peso, lo que la llevó al consumo desaforado de anfetaminas, a la dependencia de ellas para seguir.

Porque la poesía era:
«[…] el lugar de la herida / en donde hablamos nuestro silencio. / Tú haces de mi vida / esta ceremonia demasiado pura.//»