La Nochebuena tiene algo de rito ancestral y algo de costumbre, una mezcla de nostalgia que atenaza las gargantas y de júbilo que estalla en lo profundo del corazón. Intentamos explicar qué es la Nochebuena, qué significa, qué implica, pero nunca lo conseguimos del todo. Sabemos, eso sí, que la noche del 24 de diciembre llega cada año con la dulce naturalidad de lo inevitable y aunque la tenemos marcada en rojo en el calendario y la anunciamos en semanas de preparativos, al final siempre nos toma un poco por sorpresa, como si no la esperásemos tan pronto. Llegamos a ella atravesando y asaeteados por semanas de ruido —agendas apretadas, luces que parpadean sin descanso, villancicos que suenan como un eco gastado, anuncios de cosas que no necesitamos— y, de pronto, oscurece la tarde del 24 de diciembre… y es Nochebuena. Y entonces, aunque no queramos admitirlo, nos sentimos obligados a detenernos. No tanto porque lo decidamos nosotros, sino porque la propia naturaleza de la noche impone esa pausa, marca esa parada. Hay días que podemos atravesar como si no significaran nada, pero la Nochebuena nos obliga: nos obliga a parar porque quiere significarlo todo.
Decimos que es una noche “buena”, pero lo bueno de la noche del 24 de diciembre no depende de que nuestra vida esté en su mejor momento. A veces lo está, a veces no tanto; a veces nos pilla con la boca a risa llena, otras veces con las lágrimas escociendo en las mejillas; a veces llegamos a las puertas de la Navidad con el corazón en orden y otras con las piezas del puzle de lo que somos mal encajadas. Pero da igual: lo bueno de esta Noche que regresa está en ese pacto silencioso gracias al cual nos concedemos una tregua, bajamos la guardia y nos sentamos a una mesa rebosante de manjares y memorias, incluso cuando el ánimo no acompaña o lo hace sólo a medio gas. En Nochebuena, incluso rodeados de gente y de ruido, podemos aislarnos para hacer presentes nuestras memorias mejores, esos bellísimos fantasmas de las Navidades pasadas. Y es que lo mejor de la Nochebuena está en que nos permite —al menos por unas horas— cierta desnudez interior que el resto del año evitamos con bastante disciplina, porque en esta era del individualismo a nada tememos tanto como a la voz de nuestro yo. Y gracias a esa concesión que nos hacemos cada 24 de diciembre, podemos ser menos fuertes, menos irónicos, menos duros, menos autosuficientes. Podemos ser más yo cada uno de nosotros: ya nos dijo Chesterton que lo mejor de la Navidad no es que llegue para todos, sino que llega para cada uno, porque a cada corazón individual se dirige el Misterio que acontece en la honda palpitación de esta noche.
La Nochebuena es una noche de regresos. No es sólo regresar a un lugar físico —a la casa familiar, a la mesa de siempre, a la calle que huele igual que cuando éramos niños—, sino que lo hacemos sobre todo a una verdad íntima que se nos escapa cuando corremos demasiado. En Nochebuena volvemos —aunque sea por dentro o, sobre todo, por dentro— a quienes fuimos un día ya desvaído en nuestra memoria, a quienes quisimos ser, a quienes ya no podremos ser. Y volvemos a quienes estuvieron tantos años y ya no podremos volver a ver. Y en ese regreso hacia lo realmente importante, caben risas, nostalgias, silencios largos, preguntas que nadie responde en voz alta pero que cada uno está respondiendo en los alfares de su dicha honda. Estoy convencido de que por todo eso, la Nochebuena siempre ha sido la fiesta más humana: la más frágil, la más expuesta, la que se atreve a juntar en el mismo salón la alegría y la herida, la cicatriz y la esperanza, lo que no queremos olvidar y lo que necesitamos anhelar.
No es cierto que la Nochebuena excluya al dolor. ¿Cómo podría hacerlo si sabe que el dolor es parte fundamental de nuestra vida? No, no excluye al dolor: la Nochebuena lo sienta en nuestra mesa. Y lo hace con esas ausencias que pesan más que las sillas vacías; con los recuerdos que se activan con un sabor, con un olor, con una melodía; con esos nombres que no pronunciamos pero que sentimos especialmente vivos en nuestros corazones. Los recuerdos sientan al dolor en nuestra mesa, pero nosotros seguimos brindando: no por olvido, sino por fidelidad a la vida. No sé dónde he leído estos días que el duelo —o sea, la pena; o sea, la tristeza; o sea, la herida del recuerdo— es el precio que pagamos por haber querido. Es difícil encontrar unas horas que nos hagan entender mejor esta verdad que estas horas de la Nochebuena, en la que los duelos adormecidos se despiertan y nos susurran los nombres de los que quisimos tanto, y nos los traen revestidos de gloria. Y tal vez ahí radique su misterio definitivo de esta Noche entre todas las noches: en que no nos exige estar bien para celebrarla, en que se conforma con que estemos, con toda la realidad de nuestra vida a cuestas, sin desechar nada. Ni siquiera nuestras penas porque la Nochebuena en realidad obliga a nuestras penas, a nuestros recuerdos y a nuestros dolores a que entiendan que, por el Misterio de la Navidad, somos ya carne de otra muerte distinta. Y esa esperanza nos consuela la tristeza.
Y es que bajo toda la literatura de la Nochebuena late, casi escondida, la vieja historia del pesebre de Belén. Una historia que sobrevive y conmueve los tiempos y derrota a la estupidez porque no pretende imponerse. Es, al cabo, la historia de un Dios que nace al margen y en los márgenes, en silencio, sin reclamar un trono, sin exigir su corona. Es la historia de un recién nacido que no entiende nada pero que lo explica todo. “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron”: esa frase del Evangelio de Juan atraviesa los tiempos porque pone nombre a lo esencial y nos dice que lo pequeño sigue teniendo la última palabra, que la fuerza no siempre vence, que lo humilde puede ser más poderoso que el estruendo. No hace falta abrazar todas las certezas de la fe de los cristianos para entender que hay algo profundamente tierno en ese relato, algo que conmueve a todos los corazones de buena voluntad. Algo misterioso que acompaña las ausencias, que limpia el aire, que invita a la calma. En Nochebuena, incluso quien no cree del todo —quizás incluso quien no crea nada— se permite creer un poco. Quizás porque la vulnerabilidad de ese Niño es también nuestra fragilidad. Quizás porque, si quiera por una noche, nos gustaría que la bondad fuese verdad sin matices, que el mundo pudiera sostenerse desde la ternura y no desde la dureza. Quizás porque por unos instantes queremos creer que el Amor es realmente más poderoso que la muerte.
Hay un momento —siempre llega— en que los ruidos de la cena se aflojan, las voces bajan de volumen y la noche se asienta. Los platos se quedan a medio recoger, alguien se queda mirando sin decir nada, y el tiempo parece estirarse. Y entonces aparece en lo profundo de nuestra alma la pregunta de cada año, la que no se formula, pero insiste: “¿Qué merece la pena cuidar? ¿Qué no deberíamos perder, pase lo que pase?”. A veces la respuesta duele, a veces consuela; pero siempre ilumina algo que durante el año quedó oculto bajo las sombras. Y así, entre conversaciones torpes, entre miradas que dicen más que las palabras y entre ausencias que se sienten como presencias puestas del revés, aparece el verdadero sentido de esta Noche: recordar que la vida, para ser vivida, necesita ser compartida. Asumir que somos vulnerables, sí, pero que también somos seres capaces de ternura. Entender que no todo está perdido mientras podamos sentarnos juntos, escucharnos, reconocernos. Tener la certeza de que, al final, todo lo que importa cabe en un pesebre: un poco de amor, un poco de silencio, un poco de esperanza.
La Nochebuena no repara las fracturas del año ni arregla lo que se rompió en el devenir de los meses. Porque la Nochebuena no es una solución: es una señal. Nos señala un camino que siempre es el mismo y que siempre nos costará recorrer: el camino de regreso al lugar donde aprendimos que la luz nace pequeña, que no hace ruido al llegar, y que es suficiente una chispa que palpita en lo más profundo de las tinieblas para que la oscuridad no tenga la última palabra.
Quizás por eso vuelve cada año la Nochebuena: no para repetir un rito vacío, sino para recordarnos —con una claridad que duele y que despierta— quiénes somos cuando dejamos de escondernos. Y quiénes podríamos volver a ser si, al menos esta noche, nos permitiésemos un instante de sinceridad abriendo el corazón al resplandor que ilumina las galaxias.