Hace tiempo que los expendedores de los certificados de pureza democrática han desterrado a Felipe González al bando de los fascistas. Por eso, escribir sobre algo que haya dicho el expresidente tiene el riesgo de que los inquisidores lo condenen a uno a la hoguera fácil del fascismo, donde caben todos los que no piensan como ellos. Pero habrá que asumir ese riesgo, qué remedio.
Porque la realidad es que hay discursos que pueden marcar un momento porque, en su trascendencia inesperada, no buscan convencer sino recordar. El de Felipe González, en la entrega del Toisón de Oro, tuvo esa cualidad extraña de las palabras que están en el aire y en el ánimo antes de ser dichas y escuchadas, esas palabras que nos devuelven lo que nuestra memoria esconde porque conoce perfectamente. El hecho es que Felipe González habló de “paz civil”, que en el caso español no es un eslogan ni un deseo: es una conquista que, como toda conquista, puede perderse. El hecho de que haya sido necesario hablar de paz civil, después de casi cincuenta años de democracia, nos indica que vuelve a estar en peligro y que, precisamente por ello, urge su defensa.
El viejo Presidente (cada vez más parecido a esos personajes de Galdós que atraviesan épocas enteras sin cambiar de brújula) apeló a una evidencia que, sin embargo, cuesta horrores mantener en pie: una sociedad sólo prospera cuando sus desacuerdos no rompen la convivencia. En estos días de griterío y de odios desatados, proclamar esta verdad resulta revolucionario. Porque lo más interesante del discurso no fue la llamada moral que contiene (que también), sino la advertencia política que lanza y que debe desasosegarnos: Felipe González no les habló únicamente a los representantes del poder, reunidos en ese acto solemne, sino que interpeló a la ciudadanía entera, a esa mayoría silenciosa que observa con desconcierto y preocupación cómo se deteriora el lenguaje público, cómo se estrechan los márgenes del diálogo, cómo la vida común se convierte en un campo de trincheras verbales donde las banderas importan más que las soluciones a los cada día más graves problemas de los ciudadanos. Una sociedad que comienza a intuir que vuelve a estar en riesgo nuestra paz civil, que no fue un pacto forjado para estar de acuerdo sino un pacto para no destruirnos, un pacto para evitar que los desacuerdos devengan en violencias y enfrentamientos fatales.
Tal vez por lo profundo y grave de la advertencia y por lo hondo de sus resonancias históricas, al escuchar a Felipe González era inevitable pensar en Galdós. En Galdós y en esa España que él retrató como una casa vieja, desordenada y llena de voces que se solapan y casi nunca se escuchan. Una España que podía ser torpe, injusta o absurda, cruel y despiadada, pero que rara vez renunciaba a la esperanza. Y es que en su obra monumental Pérez Galdós captó algo esencial: la convivencia es un arte lento, frágil, siempre amenazado por los extremos, por los puros, por los que se creen dueños de la verdad y odian a los que no piensan como ellos. Y, aun así, la convivencia es un arte posible.
González, que en gran medida es también hijo de la tradición galdosiana, recordó que la Transición no fue un milagro, aunque lo pareciera, sino un inmenso esfuerzo colectivo hecho con generosidad y sed de futuro. Un “arte de la política” que se fraguó con la misma paciencia con la que se restaura un edificio histórico: retirando escombros, consolidando muros, reforzando cimientos. Hoy, sin embargo, proliferan y se multiplican los que preferirían dinamitarlo todo para ver qué limpio solar nos queda, qué solar incontaminado le damos en herencia a los españolitos que van a tener que volver a nacer, otra vez, pidiendo a Dios que los guarde de las dos Españas, que han de helarles el corazón. Y se multiplican los que sueñan con ajustar cuentas históricas que sus protagonistas ya saldaron con una generosidad de la que los nuevos odiadores son incapaces. Hoy rigen nuestros destinos y diseñan el mañana de nuestros hijos los que creen que derribar siempre es más moderno (un “más moderno” que será ora progresista ora patriota según la secta en la que militen los derribadores) que preservar.
Por eso conviene repetirlo: lo conseguido desde 1978 (libertades públicas, derechos civiles, Estado social, pluralismo territorial, alternancia democrática) no cayó del cielo ni es patrimonio de un partido: es un bien común de todo el pueblo español. Y es un bien frágil, quebradizo, que exige responsabilidad, templanza y una mínima lealtad al marco que hace posible disentir sin destruir.
Al mirar al gran acuerdo de 1978 no necesitamos nostalgia: debemos exigir lucidez. Y altura de miras. Porque si algo define la España actual no es la rotundidad de sus enfrentamientos, sino el cansancio que esos enfrentamientos producen. El hartazgo de una ciudadanía que no ve reflejada su vida real en la crispación parlamentaria; que no reconoce su sentido común en los debates a gritos. Una ciudadanía que debería comenzar a defender cada día esa paz civil que tantos erosionan con una irresponsabilidad que roza lo criminal.
Lo que Felipe González planteó (con más gravedad que solemnidad) fue un recordatorio de mínimos: sin un espacio común, no hay país; sin instituciones respetadas, no hay confianza; sin confianza, no hay comunidad política posible; y sin comunidad política, las naciones se vacían de sentido y se reducen a la furia y al ruido. En el fondo, pidió algo tan simple como radical: rebajar el volumen del ruido que nos atrona y elevar la mirada para que deje de crecer la furia. Es cierto que la figura política de Felipe González despierta controversias: al cabo, nadie atraviesa cinco décadas de vida pública sin generar sombras. Pero también es cierto que, a veces, las palabras pesan más por quién las pronuncia que por cómo se formulan. Y en este caso, venían de alguien que conoce como pocos el arte (y el precio) de sostener un país sobre acuerdos que no hacen felices a todos, pero que permiten convivir a la mayoría. No es poca cosa. Galdós habría entendido perfectamente esa advertencia: él, que supo convertir a España en una gran novela moral y coral, habría escrito que la paz civil es el único territorio donde la ciudadanía es plenamente dueña de su destino. Y nos habría advertido de que cuando esa paz se tambalea, la Nación se vuelve parodia trágica (y esperpéntica) de sí misma.
Quién sabe si por eso el discurso del viernes 21 de noviembre resonó más allá de los límites del protocolo. Y es que el discurso no fue la enésima lección del abuelo enfurruñado sino un toque de campana, el recordatorio de que lo común es lo más difícil de proteger, precisamente porque nadie se siente dueño de ello. Y fue también un aviso: si dejamos que lo común se erosione, lo que vendrá después no será mejor ni nos hará más libres: será simplemente más pobre. Y más peligroso. Galdós habría visto en el discurso del expresidente algo más profundo que la mera prudencia institucional: habría contemplado el testimonio vivo de que la nación es siempre un acto de voluntad, no un mero accidente geográfico. Y que esa voluntad se quiebra cuando se instala el rencor, cuando se excita la desconfianza, cuando se sustituye el diálogo por la sospecha.
La paz civil no es el final de un camino: es el punto de partida de todo lo demás que hemos conseguido. Y conviene defenderla, incluso (o sobre todo) cuando parece ingenuo o inútil hacerlo. Por eso la advertencia de González es tan sencilla como monumental: preservar la paz civil es preservar la posibilidad misma del futuro de este país. Porque sin paz civil no hay libertad: sólo bandos. Sin paz civil no hay equidad: sólo vencedores y vencidos. Sin paz civil no hay diversidad posible: sólo identidades enfrentadas. Sin paz civil no hay nación: sólo ruinas que se disputan los despojos en el polvo y el fango y la sangre encharcada.
Que la paz civil esté en riesgo debe aprestarnos a su defensa, que es la defensa de una España para nuestros hijos que siga pareciéndose a la que nosotros nos dieron nuestros padres y no a la España de nuestros abuelos. Y conviene tener claro que la paz civil no es cobardía sino coraje. El coraje de escuchar al que piensa distinto. El coraje de pactar con el que tiene otras ideas y otros intereses. El coraje de renunciar a ganar a costa de que pierda el país.
A Galdós le habría conmovido ese llamamiento: a nosotros debe inquietarnos. Porque el frágil milagro de España (ese país improbable que consiguió en 1978, por fin, no romperse ni volver a destruirse) no se sostiene sólo con la memoria: se sostiene con la responsabilidad de no repetir lo que sobradamente sabemos cómo ha terminado tantas veces en nuestra historia. Y esa memoria histórica, la de no volver a dar por bueno el conflicto entre españoles, es la que deberíamos tener presente cada día.