Se han cumplido cincuenta años de la muerte de Franco: sobre nuestra vida colectiva y sobre nuestras vidas individuales, ha pasado medio siglo desde aquel 20 de noviembre de 1975 en el que España asistió al final de toda una época. Con temor y con esperanza, muchos con agradecimiento, muchos con alivio: todos sin tener claro, mientras las colas multitudinarias pasaban por delante del féretro del dictador, que estaba a punto de abrirse una época, una era nueva para España. Ese día, al pie del féretro del general vencedor en la Guerra Civil, pegados a la radio o a la televisión, ningún españolito podría imaginar lo que vendría después: ese día de noviembre de hace cincuenta años era imposible concebir que menos de tres años después, este país, todavía tembloroso y vigilado, pasaría de la dictadura más larga de su historia a una democracia plenamente occidental, funcional y sorprendentemente estable.
Entre el 20 de noviembre de 1975 y el 6 de diciembre de 1978, España vivió un torbellino político que hoy, desde nuestro cómodo presente, no alcanzamos a valorar del todo. Entre esas dos fechas transcurrieron 1.112 días. Muchos de esos días fueron testigos de hechos verdaderamente históricos por los que nadie habría apostado una peseta mientras Franco era velado en el Palacio de Oriente. Cada uno de esos días, merecería también la celebración de su cincuentenario, y solamente así podríamos darnos cuenta del altísimo valor moral y político de la Transición.
Porque entre esos 1.112 días están los días en los que se aprobó la Ley de Reforma Política, se legalizaron los partidos políticos perseguidos durante décadas (también el Partido Comunista), el día en el que se celebraron las primeras elecciones libres desde febrero de 1936, en los que se firmó la amnistía, se fraguó la reconciliación civil y se enterraron las dos Españas, el día en el que por primera vez en su historia el pueblo español votó una Constitución. La sucesión de cincuentenarios desde ahora y hasta diciembre de 1978, nos da una idea precisa de lo que realmente supuso aquel proceso histórico que, mirado con serenidad, roza lo milagroso. Porque el día en el que España amaneció con Franco muerto, nadie hubiera creído seriamente que los españoles serían capaces de desmantelar pacíficamente un régimen entero, surgido y sostenido por la victoria en la Guerra Civil, y sustituirlo por otro sin hundirse en el caos, sin desatar todos los viejos odios, sin alentar las violencias siempre presentes en el país desde el regreso de Fernando VII.
La Transición rozó el milagro político y social. Pero no fue un camino fácil ni un proceso limpio. Conviene recordarlo. Porque debemos tener presente que hubo quienes intentaron boicotear el camino hacia la democracia con una violencia política sobre que hoy preferimos pasar de puntillas pero que entonces fue cotidiana y terrible. Desde la extrema derecha que soñaba ¾con sus atentados, sus amenazas, sus asesinatos impunes¾ con un retorno a los días más exaltados del franquismo hasta la extrema izquierda armada, absolutamente convencida de que solo la sangre, la revancha y la venganza podían limpiar los crímenes de la dictadura. Aquellos años no fueron un paseo: se vivieron siempre sobre una cuerda floja en la que caminaba un país tan angustiado por la posibilidad de revivir el pasado, como esperanzado en conquistar el futuro, mientras fanáticos de todos los colores lanzaban piedras desde los extremos para que la Reconciliación Nacional perdiera el equilibrio.
Pero frente a ese ruido que pudo ser apagado por la sed de libertad sin ira, lo verdaderamente admirable es la actitud de tantos y tantos españoles que renunciaron a la reparación inmediata de su propio dolor para que fuera posible una reparación mayor, más lenta y difícil, pero también más duradera. No deberíamos olvidarlo nunca: fueron decenas de miles de compatriotas los que renunciaron a ajustar cuentas, los que no quisieron convertir la justicia en venganza, los que no se dejaron arrebatar por la tentación de la revancha. Muchísimos hombres y mujeres ¾víctimas, represaliados, exiliados, humillados¾ quisieron dejar a un lado la ira para que fuera posible el encuentro, el abrazo de las dos Españas tan intensamente captado en el cuadro de Genovés.
Aquellos años están llenos de imágenes poderosas. No deberíamos olvidarlas. No deberíamos dejar que cayeran en el olvido esos caminos cruzados de hombres que venían literalmente de la Guerra Civil, que fueron enemigos irreconciliables durante las larguísimas décadas de la noche franquista y que fueron capaces de sentarse en los mismos escaños de las Cortes, de compartir un cigarrillo en los pasillos o de tomar un café juntos antes de debatir desde posiciones antagónicas. Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado, bien pueden ser los símbolos mejores de aquellas dos Españas que se habían asesinado entre 1936 y 1939 y que, llegado el momento de la Reconciliación Nacional, fueron capaces de escucharse, de respetarse y hasta de reconocerse mutuamente la dignidad política y humano. Esa renuncia no fue olvido: fue una apuesta de civilización y una lección de democracia. Hoy en día, seguimos sin estar a la altura de su generosidad.
No deja de ser hiriente que lo que ellos lograron ¾con su biografía marcada por el horror y la pérdida, pero también con la generosidad y la entrega¾ contraste dolorosamente con esta política nuestra, donde políticos que jamás han oído un disparo ni visto una fosa común son incapaces de dirigirse la palabra sin odio. Aquellos que tenían motivos sobrados para odiarse aprendieron a convivir; los de hoy, sin motivo alguno, parecen empeñados en destruir esa convivencia.
Esa capacidad de perdón civil, tan poco comprendida desde los maximalismos de hoy, fue la que hizo posible nuestra convivencia. Por eso, lo que se conmemoró el 20N no fue sólo la muerte de un dictador sino el nacimiento de un país absolutamente decidido a no repetir el peor capítulo de su historia. Por eso es exigible, en todos los cincuentenarios que se nos avecinan, un reconocimiento explícito a quienes, teniendo razones sobradas para exigirle todo al nuevo Estado democrático, escogieron entregarle a la Nación algo más difícil: tiempo, espacio y esperanza.
Es urgente que nos reivindiquemos como hijos de la Transición y no como nietos o herederos ni de la República ni de la guerra civil que la anegó. Urge reconocernos políticamente como hijos de un pacto civil que permitió que España dejara atrás la lógica de trincheras y de los pelotones de fusilamiento. Porque ser hijo de la Transición significa creer que la democracia se sostiene sobre acuerdos incómodos, sobre la renuncia mutua, sobre la voluntad de escucharse incluso cuando no apetece. Significa aceptar que la política no es la búsqueda de la pureza, sino de la convivencia posible.
Y aquí conviene alabar algo que en España casi nunca se alaba: nuestra Constitución de 1978, esa Constitución pragmática, moderada, sin heroísmos ni adornos, en la que caben todos. Una Constitución que ha venido funcionando precisamente por su carácter gris, como de solterón aburrido. Frente a todas nuestras constituciones históricas ¾constituciones de parte y de secta, todas hechas para excluir al contrario, todas concebidas como armas arrojadizas¾ la del 78 es un punto de encuentro, una plaza abierta, un lugar donde poder guarecernos. La Constitución de 1978 no es una bandera para enarbolar contra nadie: es una casa amplia, sólida y abierta. Esta imperfecta Constitución nuestra no enamora a primera vista, pero sostiene. Y en política, sostener es un verbo más noble que deslumbrar.
Ahora que algunos parecen empeñados en dinamitar el edificio de la Reconciliación Nacional, conviene recordar que ese edificio es frágil. Que costó lágrimas, renuncias y actos de enorme valentía moral. Y que si lo dejamos caer ¾si volvemos a permitir que la política sea el arte de buscar enemigos internos¾ nos arrepentiremos. Y lo haremos tarde. Por eso, este aniversario de la muerte de Franco y todos los aniversarios que lo van a suceder, no deberían ser sólo una fecha: son, quizás, una advertencia. La de que la libertad y la convivencia no se heredan: se cuidan.
Cincuenta años después, sigue siendo nuestra responsabilidad mantener en pie lo que levantaron quienes, pudiendo elegir la ira, eligieron la libertad para encontrarse.