En muchos municipios de nuestra tierra (Úbeda, Martos, Arjona, Andújar, Alcalá la Real, Baeza, Mengíbar, Jaén capital, Guarromán, Vilches, Villacarrillo, Villanueva del Arzobispo, Baños de la Encina…) comienza a instalarse una justa sensación que mezcla rabia, impotencia y temor. Sin comerlo ni beberlo, como suele ocurrir en todas las decisiones que les desgracian las vidas, lo ciudadanos de estos municipios se han topado con discretos anuncios en el Boletín Oficial de la Provincia, que futurizan la instalación en sus proximidades de plantas de biogás. En seguida, en las plazas y calles jiennenses comienzan a circular por redes sociales mapas, rumores, planos, expresiones hasta entonces reservadas a los técnicos como “digestor anaerobio”, “biometano”, “gestión integral de residuos”. Y, sin que nadie lo haya pedido ni nadie lo necesite, los vecinos descubren que en su término municipal (a pocos cientos de metros de las casas, en medio de sus olivares, a la vera de los caminos que conocen desde niños) se proyecta instalar una planta de biogás. O dos. O tres.
Lo que está ocurriendo en Úbeda, en Guarromán, en Lopera y en otros puntos de la geografía giennense no es un episodio aislado: es la nueva embestida del paisaje energético del futuro que (necesidades de la industria carroñera y de la ideología neoprogresista, confluyentes en este despropósito) avanza más rápido que el debate público para que la ciudadanía se encuentre con una política de hechos consumados. La transición verde ha decidido que Jaén, un territorio completamente olvidado para todo lo que significa progreso y dignidad social (ferrocarril, carreteras cuidadas, patrimonio histórico mimado, industria) es un territorio ideal para el biometano. Y la maquinaria administrativa, impulsada por la Hoja de Ruta del Biogás y todo el aparato legal que la sustenta, se mueve con la inercia incontenible de las grandes certezas: si es “energía renovable”, necesariamente debe ser buena; si convierte los residuos en gas, debe ser sostenible y por lo tanto bendecida; si suena a economía circular, debe ser el futuro y por ende aplaudido. Si alguien pone en duda la oportunidad y la bondad de estas plantas, simplemente debe ser un fascista y negacionista del cambio climático. Pero la realidad, como casi siempre, es más compleja, mucho más compleja y mucho más dramática, que el eslogan, que la pancarta… y que la norma.
Los defensores (interesados) de las plantas proyectadas destacan sus virtudes: aprovechamiento del alperujo, reducción de emisiones, creación de empleo. Pero apenas se susurran, si es que se mencionan, sus riesgos y en cualquier caso se minimizan bajo toneladas de argumentos técnicos que en realidad no están diseñados para garantizar la seguridad de las personas.
Uno de los riesgos más inmediatos es de carácter físico y cotidiano: el olor. Quien ha vivido cerca de instalaciones de este tipo da noticias ciertas (verdades contra las que no pueden ni los informes técnicos ni los artículos de la norma) de que el hedor no es un inconveniente abstracto, sino una presencia constante que condiciona la vida diaria. Hablamos de la descomposición de residuos orgánicos, de digestores anaerobios cargados de purines, alperujos, restos vegetales y estiércol, la pestilente materia prima en la que las bacterias anaeróbicas trabajan para producir gas... generando además gases secundarios, compuestos orgánicos volátiles, sustancias malolientes. La experiencia en otros lugares dice que esos olores no son un “pero menor”: condicionan la vida diaria, impiden el descanso, contaminan el aire local. ¿Estamos dispuestos a asumir que no podremos volver a abrir las ventanas de nuestras casas, de nuestros colegios? Las advertencias sobre las consecuencias de este problema, recordando que el procesado industrial de residuos orgánicos genera emisiones secundarias difíciles de contener, no es una exageración ecologista: es una constatación que ya sufren miles de personas.
La segunda preocupación es la del agua. La generación de biogás produce un residuo, el llamado digestato, cuya gestión es crucial: si se dispersa sin control puede infiltrar nitratos y otros compuestos en el suelo y los acuíferos, contaminándolos irremediablemente. En una provincia donde el olivar depende de la salud del territorio, donde cada centímetro de tierra es fruto de siglos de cuidado, este riesgo debería formar parte central del análisis público. Sin embargo, se pasa de puntillas por él, como si la etiqueta “renovable” que se cuelga en las plantas de biogás fuera suficiente garantía de inocuidad.
Tampoco suele mencionarse el tráfico pesado que estas plantas requieren: estas plantas nos condenan a que constantemente haya camiones atravesando nuestro territorio para transportar residuos orgánicos y productos químicos. Todos sabemos, porque las padecemos, cómo son las carreteras en nuestra tierra: ¿de verdad pensamos que podrán soportar, sin que nos repercuta negativamente a todos, un constante ir y venir de camiones pesados? ¿De verdad estamos dispuestos a ofrecer en el altar de la transición ecológica los ruidos, riesgo de accidentes y caravanas que vamos a tener que soportar? En pueblos con carreteras estrechas y cascos históricos frágiles, la irrupción de este tránsito no es un matiz operativo, sino una alteración de la vida colectiva. Los proyectos hablan de cifras modestas; la experiencia en otros lugares indica que la realidad suele ser mucho peor que lo que describen los informes previos.
Y luego está la constatación del desprecio hacia Jaén. A Jaén, que siempre le han cerrado los caminos para que pudiera llegar a tiempo a recoger los frutos del progreso, lo ponen ahora en la cabeza de la industria del biogás. Y a esa industria, bendecida por las administraciones y las empresas, lo que ofrece no es empleo sino la destrucción del olivar, de paisajes centenarios, de paisajes agrícolas vivos y latentes, de pueblos y ciudades que quieren ser tratados con respeto de una vez por todas. El impulso a instalaciones de biogás es una agresión al paisaje, a la tradición agraria, a la calidad de vida en los pueblos y ciudades de Jaén, a la propia dignidad del pueblo jiennense.
Y, sin embargo, lo más llamativo de todo este despropósito no son los riesgos ciertos sino la asimetría evidente: los pueblos de Jaén que padezcan el impacto de las plantas de biogás apenas tendrán beneficios directos. Estas plantas generarán muy pocos empleos estables (se cuentan con los dedos de una mano), la energía producida se inyectará en las grandes redes comerciales y no se abaratará, bajo ningún concepto, el recibo local de luz o de gas. Como cabe esperar, el aprovechamiento de residuos será beneficioso para las grandes empresas y no para los vecinos que los padezcan. Porque mientras las empresas cuenten los millones, los ciudadanos serán tratados como un factor de amortiguación: se espera de ellos paciencia, comprensión y silencio administrativo. Sacrificio generoso para mayor gloria del dios verde.
Algo se rompe cuando los ciudadanos comienzan a sentirse objeto de decisiones que no controlan, que se les imponen. Cuando la planificación energética convierta a Jaén en una periferia manejable, en un espacio disponible para proyectos que no se colocarán jamás cerca de urbanizaciones a la orilla del mar, de polígonos residenciales en las afueras de Madrid o de Sevilla o de zonas turísticas de alto nivel. La transición ecológica no puede permitirse el lujo de repetir esquemas antiguos: concentración de beneficios arriba, acumulación de molestias abajo. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que empieza a percibirse en amplias zonas de Jaén. Porque si al final estas plantas no benefician al territorio local, si no crean empleo digno, no reducen precios, no revitalizan la economía rural, ¿para quién se hacen? Claramente no para los habitantes, sino para inversores, empresas de residuos, promotores energéticos y algunos actores agrarios que ven el alperujo y los estiércoles como un negocio más, con sus necesarias víctimas que a nadie le importan.
La contestación vecinal —que crece en Úbeda, que ha logrado frenar proyectos en Guarromán, que se despereza en otros muchos municipios— no es un gesto ni contra el progreso ni contra el medio ambiente. Antes bien, es una reacción legítima y necesaria ante la sensación de que todo se está decidiendo demasiado rápido y demasiado lejos, de que en los despachos se diseña el reparto de beneficios y a los jiennenses vuelven a tocarnos la pérdida y el agravio. Nadie discute que hay que evolucionar hacia energías más limpias, ni que el aprovechamiento de residuos agrícolas es una oportunidad. Pero la pregunta esencial es otra: ¿a qué escala, en qué lugares, con qué controles y con qué reparto real de beneficios? Y sobre todo, ¿realmente es serio el planteamiento verde que se nos ofrece, es riguroso, aborda todas las posibilidades sin dogmatismos previos?
Una planta pequeña, gestionada de forma cooperativa, con trazabilidad y control local, limitada a la conversión de los residuos del territorio, puede ser un ejemplo magnífico de circularidad. Una planta industrial, proyectada al margen del tejido social y situada en función de intereses empresariales, puede convertirse en un foco de conflicto y degradación de las condiciones de vida de las personas. En ambos casos la tecnología es la misma; el modelo político, no. Quizás por eso conviene poner freno a la velocidad de crucero con la que se impone la agenda verde y urge recuperar la conversación pública, con madurez y sin dogmatismos. Y eso pasa por reconocer que la sostenibilidad medioambiental no consiste únicamente en generar energía limpia, sino en hacerlo sin sacrificar el bienestar de quienes habitan el territorio. Y eso pasa por admitir que no existe transición ecológica justa si los costes se imponen a quienes menos poder tienen para influir en las decisiones. Y eso pasa por asumir que el olivar y los pueblos de Jaén —su paisaje, su aire, su identidad— no pueden convertirse en algo que se vende para ser utilizado sin reservas, porque son un patrimonio que merece prudencia y planificación transparente, y sobre todo algo que no ha tenido Jaén ni con el centralismo españolista de Madrid ni con el centralismo andaluz de Sevilla: RESPETO.
No creo que los pueblos de Jaén estén rechazando el futuro: lo que rechazan, con razón, es que ese futuro se les imponga cerrado, firmado y sellado, como un dogma. Lo que piden, con sencillez, es participar en él y tener por cierto que, si no quieren plantas de biogás en sus territorios, esas plantas no se van a implantar: los jiennenses parecemos generosamente dispuestos a que sean otros lugares (el Palacio de San Telmo de Sevilla, los Jardines de Moncloa en Madrid) los que se beneficien de las bondades del biogás. Porque lo mínimo que se le debe a una tierra que da aceite a medio país es escucharla antes de destruirla.