Volviendo del barrio de las monjas, sombrío mi pensamiento, los pasos se acercaban a Santa María. Al dejar la mirada fija en el reloj de sol, mi alma se desmoronaba. Ella ya había marchado. Y la luna de antaño me alumbró hasta Valparaíso para descansar sobre la piedra.
Tenía yo un amigo, cuyo recuerdo aún me hace palpitar. A estas horas de la madrugada sus pies se deslizaban. Los adoquines estaban húmedos por la escarcha que caía inclemente en los callejones, cuando el bullicio desaparecía y él, desorientado por las turbulencias del alcohol, buscaba algún espacio para poder recostarse… y descansar.
El mundo había sido injusto con su vida. O, tal vez, su vida no supo encontrar lugar en este mundo. Pero el tiempo pasaba tercamente tras los cristales, sin atisbar sus huellas, su sombra en el callejón.
Sus días bohemios comenzaban y concluían de burdel en burdel. Sólo para amenizar el ambiente pues tenía una voz única que, hasta cuando susurraba, se percibían notas envueltas en arte. Escuchar, para muchos, se había convertido en una necesidad vital. La dulzura y el dolor se mezclaban a partes iguales en aquella voz, en sus quejas hacia el marquesito “por soleá” La jondura y el Duende de alguien que vivía en la calle, que el único techo que le cubría era un manto de estrellas.
El ambiente de prostíbulo se había adueñado de aquella voz mágica que pertenecía al pueblo, y el precio de las copas se disputaba deleznablemente en comparación, con el sucio escenario de quienes se vendían, entre rechinar de dientes de los morbosos que apostaban, pues se creían que todo estaba en venta y todo lo podían comprar.
Él era víctima de aquel entorno. Aquel ambiente desagradable y embrutecido que malversaba, mezquinamente, el caudal del arte. Lo tomaron en propiedad, le hacían un corro para que desvelara en un arranque por soleá, las venturas y desventuras del marquesito: “Verbenita del Carmen, mataron al marquesito, cómo lloraba su madre”
Y, tras ello, unas pequeñas monedas, símbolo de la prostitución del arte. Él, de vuelta a la calle, otra vez al callejón para dormir bajo las estrellas. Pero el propio callejón que le abrazaba las frías noches de invierno, fue el que supuso su salvación. Unos intelectuales que por allí pasaban, percibieron el duende del quejío de su soleá dulce y doliente. Le alejaron de prostíbulos y escucharon su cante. Supieron de su valor, no de su precio. El arte de todo un pueblo había hecho nido en aquella garganta milagrosa, algo turbia por tanto fino embebido. Ellos le ayudaron. Y, aunque su vida siguió siendo bohemia, su voz ya no era presa de un burdel sino que su duende acariciaba las noches eternas bajo un cielo de artesonado mudéjar.
La historia ha guardado un sitio para él. Aunque yo no quiero nombrarle. Pero recuerdo escucharle entre el humo de tabaco en un ir y venir de ayeres que me hicieron huella. Aún hoy, a veces, en las madrugadas se escucha su soleá por el callejón, con su voz dulce y doliente. Con su duende. Aquel que muchos no supieron calificar porque solo pocos sabemos que, no era un hombre, era un dios. O, acaso, un duende, como yo. También enamorado de ella.
Ahora entenderéis que fui testigo de muchas gestas por estos nuestros lugares, nuestras calles. Todas arterias de mi amor. Siendo además acompañante silencioso de aquellos que ayudaron a la voz que inmortalizó la soleá del marquesito cuando, iniciaron un camino a la belleza.
Fueron ellos, cuando la noche desplegaba su negra capa y los faroles de la calle Arco del Consuelo empezaban a parpadear. Su luz vacilante era, acaso, el preludio de una lucha que pretendía abrir los caminos del arte. Corrían los últimos años de la década de los sesenta por las tierras jiennenses, por ella. Preñada de olivos y de vida sacrificada mientras despuntaban soles y mediodías.
Las sombras nunca olvidan la luz que las creó. Así como la muerte nunca olvida los latidos que sucumbió. Los faroles tragaban más luz de la que ofrecían, eran como ciegos que se miraban al espejo intentando palparse el corazón a codazos. Pero eso es lo que tienen las sombras ocultas: una caricia muda en agradecimiento a la luz que jamás marchitó.
Y aquí tenéis el misterio de mi origen, “del Callejón” Pues os iré desgranando cada detalle, cada sentimiento, cada palpitar… para que podáis entender a mi corazón herido.
Ahora, no olvidéis que, a eso de las tres de la mañana, en madrugadas frías de invierno, al cruzar el arco y llegar al callejón, podréis oír “Verbenita del Carmen, mataron al marquesito, cómo lloraba su madre” Y una extraña sensación hará crujir vuestros huesos.