Existe una crisis de identidad muy preocupante en nuestros jóvenes. Pongan ustedes la fecha de inicio, en qué momento se empieza a pensar que no saben de dónde vienen ni en qué mundo viven, cómo son sus familias realmente y, sobre todo, qué tipo de padres y madres tienen. Porque es aquí donde nace la idea distorsionada de que somos de una determinada clase social, normalmente clase media, cómo no, cuando no es así. Aunque tus padres te hayan comprado un móvil de la leche, tengas determinada ropa, comas todos los días y haya dinerillo para salir de vez en cuando, no eres más que una criatura de clase trabajadora.
Es una crisis de identidad que ni siquiera nuestros jóvenes saben que existe, porque los hemos metido en un mundo tecnológico creyendo que ese universo los educará por nosotros. Decía Leticia Dolera al recoger su Premio Ondas por la serie «Pubertat», que los mamarrachos que hacen uso de las redes sociales para dar su opinión casi de forma profesional, con la complicidad peligrosa de las grandes tecnológicas, los dueños de los algoritmos, saben que estamos permitiendo que secuestren la capacidad de reflexión de los jóvenes, escondiendo los argumentos reales para evitar que mañana sean críticos con todo lo que ven, escuchan y piensan, con la salvedad lógica de que no hablaba del total. Nos hemos olvidado de una máxima que hasta hace poco nos hacía seres inteligentes: dudar de todo lo que vemos y leemos, no creer nada hasta que no lo hayamos contrastado con datos fiables. Ese es el principal objetivo de desalmados virtuales que han cogido las riendas de la educación que se debe dar en casa, esa capacidad de crítica que han anulado gracias al «no os preocupéis que ya os digo yo lo que tenéis que pensar».
Hacer dudar es querer que seamos mejores personas, ejercitar este cerebro que la naturaleza nos ha dado y que nos ha traído hasta aquí, construyendo edificios, inventando cachivaches para facilitarnos la vida, descubriendo nuevos medicamentos para derrotar enfermedades. Vidas que ahora parece que nos importan poco, sobre todo el futuro que ya asoma la patita a la vuelta de la esquina. Hemos dejado la educación y preocupación por los nuestros en manos de depravados que solo buscan rentabilidad económica, al amparo de poder decir las barbaridades que sean en nombre de ese concepto prostituido y ultrliberal de «libertad». Por todo esto, ya no existe una narrativa propia que nos haga arrugar la frente ante las dudas. Hemos bajado los brazos y dejado que sean otros quienes le digan a los adolescentes (y a muchos mayorcitos) cómo es nuestro mundo. Han desvirtuado la realidad para llegar cuanto antes a su objetivo, que no es otro que la creación de una especie de gran hermano que se encarga de la propaganda, mientras los borregos balan al son de sus mensajes falsos, interesados y manipulados. La pasta, amigos, la pasta.
Hay un plan a nivel mundial que ha dado forma a una nueva arma que alguien ha llamado «genocidio de la confusión», una estrategia para crear un inmenso océano de datos, mentiras y ni una sola verdad dentro de un tsunami de noticias, que es imposible que nos centremos en las noticias que afectan directamente a los malos. La maniobra es históricamente conocida: cuanta más grande sea la avalancha de noticias, cuanto más pasta soltemos a algunos medios para que dirijan el tiro hacia la mano contraria a la que realiza el truco de magia y cuantos más altavoces demos en TikTok a esos que se ganan la vida muy bien desde Andorra, menos se pondrá el foco en los que de verdad nos están llevando a la ruina como sociedad y como personas.
Lo público no importa, a no ser que sea para sacarle los higadillos a las administraciones logrando grandes contratos con dinero de todos. Lo privado es lo mejor, pero estamos viendo que para que ese lado funcione, primero hay que hacer caer las entidades públicas que funcionan con el dinero de todos. O a ver si ahora os vais a creer que aquí hay dinero gratis para todo el mundo, que puedes ir al médico o la universidad como si fueses de familia acomodada, como si vivieses en La Moraleja o tus hijos vayan a un colegio prestigioso y católico. Vamos, hombre, por ahí sí que no podemos pasar.
Si de verdad os sentís de clase media de la buena y real, paraos a hacer este pequeño ejercicio: ¿qué pasaría si todos esos servicios públicos que a día de hoy todavía disfrutamos con el permiso de quienes se los quieren cargar (y aquí me refiero directamente a políticos) mañana desaparecieran y tuvieseis que pagarlos de vuestro bolsillo? ¿A que ahora parece que ya no sois tan «media» y sí un poco más «trabajadora»? Pues aquí está la diferencia que podría dar un giro al guion en el que estamos inmersos por no pensar cinco minutos en que todos los que he nombrado antes nos están manipulando gracias a nuestra permisividad.
Dejad de creeros a pies juntillas todo lo que se publica, ignorad a los gurús económicos, a esos personajes de las redes sociales que saben de todo, a la prensa que no es prensa, a la prensa que sí lo es y que miente porque así se lo requiere el dinero que llega desde una administración pública como pago a sus servicios. Pero, sobre todo y ante todo, grabaos a fuego aquella mítica frase de Ortega y Gasset: «Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas».
Solo a través de la duda lograremos conocer la verdad del mundo que cuatro millonarios, y miles de aspirantes a serlo, esconden bajo las alfombras de sus propios planes. Entre esos aspirantes hay politicuchos del tres al cuarto que mojan la cama soñando con llegar a un estatus desde donde poder ver como idiotas integrales a los que hoy creen que luchan por ellos. Ay, insensatos. Vuestra ceguera os hace esclavos. Mientras tanto, esta gente que no os quiere, para haceros tragar las mentiras que lanzan a diario sabiendo lo fácil que es manipularos, os sueltan aquello que mi madre me decía cuando era pequeño: «cómetelo, aunque sea sin pan». Vamos a decirlo de una puñetera vez: si es que no dais para más.