Para Javier, que hubiera querido estar en Madrid.
En cuatro semanas este año de rima tan fácil como grosera se acaba y se nos va al mundo de los recuerdos en el que habitan tantos días y tantos años a tiempo parcial, seguramente, pero años.
Desde muchos lugares, también desde este, nos irán proponiendo recordar lo mejor de año, lo peor, las guerras y desdichas, los trofeos de los equipos, los récords de algunas mujeres pequeñas, las mejores películas y las novelas y los poemas, pero también la prosa más carnosa y menos lírica, así también las muertes de mujeres por hombres brutos y miserables, los bosques quemados, la infamia de los gobernantes infames habiten en la capital o en el extrarradio, los millones de turistas y visitantes de temporada, los kilómetros de carretera nueva, la pac o repac, los olivos y los peces no pescados, los miles de retrasos de cualquier tren en el que pienses ahora, en cualquier trayecto también, la cifra de parados, la población activa, los usuarios de todo lo que haya de usar y tirar, la liturgia de las despedidas, la cantinela que nos hace iguales a lo que fuimos el año pasado volviendo a escuchar las mismas cosas para situarnos en este sitio del adiós y fijar el rito, el mismo rito del que se viste en la madrugada del viernes santo con el hábito de un cristo o de una virgen, como el profesor que entrega las notas finales o como las mujeres que pinchan los pinchos en la cocina de una caseta el primer día de feria. Es cierto que cada uno de esos ritos establecidos por culturas y costumbres, únicos e irrepetibles, marcan también el arco temporal de un año, pero es ahora que el año cambia su último dígito cuando conviene este asunto de lo que ocurrió y ahí queda.
Cada año, también, al acabarse convoca a sus desaparecidos en la solemnidad de estos inventarios generales pero también en el particular ritmo vital de cada uno, el mundo pequeño y manejable de cada uno de nosotros. Echaremos de menos, como sujetos de la colectividad al gran cineasta que nos dejó, al delantero centro que marcó aquel gol histórico o al torero que más cornadas sufrió, por ejemplo, ah, o un papa también fallecido. Pero la pérdida de tu mejor amigo, la desaparición de una madre, son esas ausencias que se van con el año y que nos duelen sobremanera. Cada uno de nosotros lleva al final de cada año sus duelos por las irreparables pérdidas, perdón por la tristeza. Yo tendré los míos también. Se fue Javier el pasado día ocho de noviembre y el mundo cercano y concreto de muchos se nos hizo más pequeño aún y menos habitable. Perdí sus consejos, que ya no tendré, su voz tan arrugada de castellano neto, sin añadidos, ya no pasearé con él por los callejones familiares que debíamos andar desde el hotel donde paraba hasta san Lorenzo, o hasta el museo o hasta mi casa, y no sé si alguien podrá abrirme como el las puertas de tanta buena letra, de tan buenos poetas que ya son amigos, de su conversación sincera y cálida. Javier García Rodríguez era un humilde sabio que salvó a más de uno de la derrota final con sus dosis de poesía mañana, tarde y noche, cada ocho horas, hasta notar mejoría y bienestar.
Ahora mismo, en este último domingo de este noviembre tan raro, ya echo de menos, más de lo prescrito por la admiración que le tengo, la despedida de los escenarios de mi primo Joaquín Sabina. No habrá más conciertos ni más giras del cantautor más importante de los últimos años, muchos años. No volveremos a cantar sus canciones envueltos en miles de gargantas, ya no podremos miraremos unos a otros como cómplices mientras suenan, pues cuentan historias que nos atañen y que nos representan. Pero, como Javier, nos dejará muy abrigados en este invierno frío y en los que vengan, y con calores en tantas verbenas por los septiembres que nos quedan, y con el refugio del que niega hasta la verdad (la verdad desnuda, guarda oculta detrás de la cereza el hueso de certeza de una duda) de sus historias cantadas en tonalidades mayores, casi siempre, hasta quedarnos colgados de un solo verso, o a esperar que suba la marea, uno solo, de la canción que suene y yo cante, ya puestos, la canción más hermosa del mundo, o tal vez la canción de los buenos borrachos. Hasta podré encomendar mi pena por su ausencia a cualquier virgen de la soledad, a un padre nuestro que está en los hoteles de paso, tal vez con Beny Moré hospedado. Hallaré como muchos en el consuelo de sus versos hechos canciones este adiós definitivo que pone fecha de caducidad a su exultante así que de momento nada de adiós muchachos. Habrá esta noche lágrimas entre los miles de acompañantes que nada tendrán que ver con aquella lágrima del fondo del río de los desesperados sino con la de quienes bailarán el vals de los recuerdos llorando de alegría. Pocos nos han invitado a bailar como Sabina, o a soñar, al ritmo de la lluvia, no importa. Lo ha dicho todo sobre aquello que nos preocupa o atemoriza, sobre la verdad y la mentira, mucho sobre la traición, sobre el desamor, y contigo si no estás a mi lado, todo sobre los viajes y las esperas en la estación de las dudas mientras muere un tren de cercanías. El tren, origen y destino en Sabina, se merece una tesis que estará a punto de escribirse, una más que añadir al largo inventario de los estudios sabinianos. También el dios de sus canciones que no es un dios menor como bien sabe la Magdalena, o Simón de Cirene, o el comandante Marcos, se lo merece. Queda mucho Sabina tras el último concierto de esta noche. Hay un enorme escenario todavía abierto a su creación literaria, también a la de sus dibujos y pinturas, que nos aguarda iluminado por su enorme ingenio. ¿Quién lo duda?