Hace tantos años ya Sabina cantó en la caseta que el PCE montaba para las fiestas de san Miguel, en su pueblo, y lo hizo con su guitarra y tras un micrófono con pie, y enchufada, su guitarra, a un amplificador que yo le ayudé a entrar y colocar en el rincón que era escenario, que habíamos decidido que así fuera para que más gente pudiera entrar y sentarse, porque despejar las mesas y sillas de madera plegables que había instaladas era un esfuerzo que no merecía la pena según algunos camaradas mayores que no estaban para tanto trasiego de quítame y llévame, por lo que las mesas y sillas permanecieron ordenadamente colocadas en aquel recinto casetero que era cochera el resto del año y que durante una semana se prestaba a estos fines dada la amistad del secretario del partido con el propietario del inmueble, uno de los primeros bloques construidos en la zona ferial de entonces, con más de cuatro plantas levantadas sobre esa enorme cochera que ahora, aquel día ya otoñal, a la primera hora del medio día, en torno a la una, se convertiría en el primer lugar público en el que Sabina cantaría en su pueblo, seguramente al mismo tiempo que las familias o los jóvenes organizados en pandillas numerosas y ruidosas paseaban por la calle de afuera y el resto de calles del ferial a la búsqueda de otras palpitaciones menos cantoras que las que nosotros sí esperábamos, ansiosos, creo, por escuchar las canciones que ya habíamos oído como un mantra, y sus beneficios entre meditativos y rebeldes, en unas cintas que habían circulado por el pueblo, entre amigos, y conocidos de esos amigos, la mayor parte estudiantes universitarios, pero también trabajadores de los más variados oficios, comerciantes, algún pintor de brocha gorda, un pastelero, dos oficinistas de taller, un conserje de instituto, varios maestros, una camarera que llamaban la churrera democrática por su acercamiento fiel y constante al grupo de los junteros locales en los últimos años del dictador, tan recientes todavía, y otras personas con otras ocupaciones profesiones, y ese día, ahora por fin, todos con ganas de oírlas en directo, por primera vez, si bien algunos más allegados a Joaquín por haber sido compañeros universitarios en Granada, por amistad de barrio y haber crecido juntos en el paseo del Mercao o por lazos familiares, habíamos podido escuchar en petit comité en algún momento del verano previo a esta feria, y con total seguridad lo puedo afirmar, pues debí ejercer como animador de un encuentro, en el piso alto, casi un ático, que un amigo todavía estudiante de Bellas Artes disponía en una calle céntrica de la ciudad y al que Joaquín subió una tarde para entre risas, cigarros y buena conversación, cantar esas canciones que ya conocíamos del underground, una especie de subsótano vital, casi clandestino del que aún estábamos saliendo en ese tiempo llamado de la transición política o democrática, y que al decir de muchos fue tan parco y tan corto y tan desagradecido con los perdedores y víctimas de la pasada tiranía, pero que en ese tiempo apenas advertimos, aunque es cierto que esta reflexión, al paso de ese concierto, es consecuencia del pensamiento más extendido ahora a cerca de aquellas cosas que no se hicieron como deberían haberse hecho, pero retomando el relato de aquella reunión para los “elegidos” recuerdo nuestra ilusión juvenil, tan interesados, absolutamente atentos, sentados en corro en ese último piso, casi ático, para volverlas a escuchar sin sospechar que unos meses después, en este día de feria a una hora un tanto impropia, íbamos nuevamente a oír y seguramente cantar a la par que él, y a reírnos con sus historias que él convertía en chismes, vívidas caricaturas, sucesos burlones que conocía de primera mano o que les había oído contar a sus compinches Krahe o Chicho Sánchez Ferlosio y que él hacía propios y contaba como si a él mismo le hubieran sucedido, esa forma tan particular de narrar que no perdería, sino todo lo contrario, en los años siguientes, como cuando ha comentado, por ejemplo, su conversación infinita con Fidel o sus charlas eternas con García Márquez y Bryce Echenique al que incluso imitaba, no sé si lo sigue haciendo ahora, en su forma de hablar y de beber mientras hablaba, claro que esto vino después de modo que podríamos decir que todo le fue mejor desde aquel mediodía en la pecera, que ahora recuerdo que así llamábamos al lugar del concierto, y que a base de muchas honestidad y respeto o defensa de su profesión tanto ha dignificado, hablo de dejar los conciertos a medias en bares de Madrid, por ejemplo, en los que el ruido de las cañas superaba los decibelios de su amplificador y pocos ponían sus ojos en los suyos o no prestaban atención a sus versos que narraban ya entonces historias tan sencillas y concretas que se parecían tanto a la vida de todos nosotros y que lo convirtieron, a decir de la crítica posterior, en un juglar urbano, un cronista de la villa y corte que habitábamos todos de alguna manera, aunque la nuestra en concreto, sin corte ni cortesanos, estuviera a kilómetros de distancia, la ciudad en feria, y en aquel sótano con cañerías al aíre, donde ya Joaquín se despedía de los allí reunidos cuyos oficios, profesiones y ocupaciones no volveré a relatar, solo amigos, camaradas, conocidos que tal vez muy pronto, este 13 de septiembre próximo, vuelvan a acudir a una cita que cerrará su trayecto de presencias en la ciudad en la que nació, una fecha tan lejos, no lo sé, y tan cerca, tampoco, de aquel corro de los elegidos en un piso alto de una calle con soportales, o también, semanas más tarde, sentados en incómodas sillas de tijera unos, dejados caer sobre las paredes descarnadas que limitaban aquella sala improvisada de conciertos, otros, volvamos finalmente, decía, para cantar con él tantas canciones y para recordar cantándolas nuestras vidas, y no exagero más que lo merecido, que a golpes de versos y de estrofas por mil ha narrado, más que cantado, este hombre tan paisano, al que tanto admiramos y queremos.

Juan José Gordillo
Mis amoresLapecera (Mis amores treinta y cuatro)
… hablo de dejar los conciertos a medias en bares de Madrid, por ejemplo, en los que el ruido de las cañas superaba los decibelios de su amplificador